¿Es Benjamin Constant un nombre importante para conocer las ideas del liberalismo clásico? ¿Está La libertad de los antiguos frente a la de los modernos a la altura de un Tocqueville, un Ricardo o un Stuart Mill? ¿Lo está La libertad de pensamiento?
Unas breves pinceladas biográficas: parece que, al instaurarse la República Francesa, su mérito principal consistió en dar esquinazo a numerosos deudores, pistolas de duelo incluidas (por eso se me ha ocurrido poner la música de Howard Blake para la película Los duelistas como banda sonora recomendada).
Tras un cruce de miradas con Napoleón, entre el anhelo y el malhumor, prefirió el exilio en los años del Imperio, para volver a abrazar al corso a lo largo de los Cien Días.
Miembro del Consejo con Luis XVIII, escaño del partido opositor bajo Carlos X, simpático a Luis Felipe I, el «rey burgués» (del que se rumorea que por fin pagó sus deudas)…
Vamos ahora al meollo, los dos discursos del título editados por Página Indómita en un único volumen. Acerca del primero, ¿se puede comparar a los ciudadanos «modernos» —en 1819, por supuesto— y sus modelos «antiguos» de Esparta, Atenas o Roma?
Refresquemos la memoria: aquellos hallaban ocasión para debatir en el ágora gracias a una legión silenciosa de esclavos encargada de sostenerlos. Democracia sui géneris de unos, yugo de otros.
El concepto de libertad se aplicaba además con un significado colectivo: cualquier esfera de la vida apartada de la fiscalización de la polis hubiera sido inconcebible. La autoridad del conjunto empequeñecía los pretendidos derechos del individuo.
Por ejemplo, se cuenta que Terpandro, músico inventor de la actual escala diatónica, fue juzgado ante los espartanos por añadir a su lira las cuerdas que producían los nuevos sonidos. Romper con el pentatonismo condujo a una discusión entre pena de cárcel o multa.
Tal figura, el individuo, levanta por el contrario la antorcha que guía a los «modernos». Constant defiende que cada uno opine de lo que quiera, disponga de su propiedad según le venga en gana y, en lo tocante al gobierno, influya en su composición y sus actos, no al revés.
Se trata del derecho de cada uno a no estar sometido sino a las leyes, a no poder ser detenido, ni encerrado, ni ejecutado, ni maltratado en modo alguno, por efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Es el derecho de cada uno de expresar su opinión, de escoger su empresa y llevarla a cabo; de disponer de su propiedad, de abusar de ella incluso, de ir y venir, sin necesidad de obtener permiso ni dar cuenta de sus motivos o sus gestiones. Es para cada uno el derecho de reunirse con otros individuos, ya sea para debatir sobre sus propios intereses, para profesar el culto que sus asociados y él prefieran o simplemente para ocupar sus días o sus horas del modo que más se ajuste a sus inclinaciones, a sus caprichos. Por último, es el derecho de cada uno de influir en la administración del gobierno, ya sea mediante el nombramiento de todos o de algunos funcionarios, o mediante representaciones, peticiones o demandas que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración.
Siempre que se asegure un marco normativo e instituciones transparentes, de lo demás ya nos ocuparemos nosotros para ser felices. Ni el Estado ni nuestros vecinos deben coartarnos.
Existe otra diferencia de orden práctico: dado que las ágoras se componen ahora de millones de voces, en vez de deliberar cara a cara adoptamos un sistema representativo. Pues bien, por muy electos que sean, los gobernantes se siguen enfrentando a tentaciones seculares (corrupción, deseo de permanencia en la poltrona, intereses espurios…).
Conviene entonces no desentenderse de las responsabilidades delegadas en sus manos. Ojo avizor frente a promesas vanas de quienes ocupan un cargo. Dar valor a los negocios privados no significa que debilitemos el compromiso cívico con los públicos.
El segundo opúsculo abunda en similar principio: el libre albedrío intelectual.
Como quedó expuesto hace unos párrafos, los «antiguos» sujetaban ideas y actitudes íntimas al escrutinio comunitario. En especial, las de carácter religioso.
Asoma enseguida la sentencia mortal a Sócrates, bajo la acusación de «introducir nuevos dioses y corromper a la juventud», pronunciada por una muy democrática asamblea ateniense.
En resumen, Constant, nacido en Lausana, descendiente de emigrados franceses protestantes, declara que los tiempos exigen un cambio. Fuera los tricornios y los sombreros de teja negros. Fuera la censura. Viva Montesquieu. Autonomía de relación y comercio, sí, pero también de palabra, prensa y, sobre todo, pensamiento, piedra angular para alcanzar la virtud política.
Hace cuatrocientos años, España era más poderosa y estaba más poblada que Francia. Ese imperio, antes de la abolición de las Cortes, tenía treinta millones de habitantes; hoy tiene nueve. Sus naves cubrían todos los mares y dominaban todas las colonias. Su armada es hoy inferior a la de Inglaterra, a la de Francia y a la de Holanda. Sin embargo, el carácter español es enérgico, valiente, emprendedor. ¿A qué se debe entonces esa sorprendente diferencia entre el destino de España y el de Francia? A que en el momento en que la libertad política desapareció de España, nada ofreció ya un nuevo medio de desarrollo a la actividad intelectual y moral de sus habitantes. Se atribuirá sin duda la decadencia de España a los defectos de su administración, a la Inquisición que la gobierna, a otras mil causas inmediatas. Pero todas estas causas tienen el mismo origen. Si en España hubiese existido libertad para el pensamiento, la administración habría sido mejor, porque se habría visto iluminada por las luces de los individuos.
¿Me ha convencido? ¿Intrigado? ¿Le daré la calificación de obra maestra? ¿Buena? ¿Aceptable? ¿Comme ci comme ça?
Despierta interés, no cabe duda. Y además, en varias vertientes. Desde las tres estrellas como punto de partida equidistante, veamos si baja o sube.
En el momento en que se redactó, las fuerzas de la monarquía absoluta querían recuperar a cualquier precio su peso (el Trienio español de 1820 a 1823 estaba a punto de inaugurarse, solo para ser sustituido por la Década Ominosa, apoyada, oh casualidad, por mosquetones galos). Sí, respondo afirmativamente a la importancia pionera de Constant.
Por otro lado, los estudiosos del ramo destacan la influencia que ejerció sobre Isaiah Berlin. En especial, para establecer los fundamentos de las libertades positiva (equivalente a la participación activa de los «antiguos») y negativa (la no injerencia en lo personal de los «modernos»).
Si recordáis al respecto, la lectura de Berlin que comenté en el blog hace unos meses me había dejado impresiones tibias. Necesitaba más.
De manera que el franco-suizo me permite desempañar un poco el vaho de las gafas ante el libro de su sucesor. Otra estrella en su haber.
Aunque, claro, si quiero ser justo, tengo que ampliar la visión de esas gafas a los prismáticos: ¿ha sido el liberalismo una doctrina intachable para el «bien» de las personas y las sociedades en el par de siglos posteriores a su nacimiento? (si la ortografía me lo permitiera, escribiría las comillas de «bien» con grafía triple o cuádruple). ¿No ha generado numerosos abusos?
La mirada fulminante de Marx me persigue solo por plantear el dilema, pero tampoco es que sus seguidores me hayan demostrado que la bondad histórica reside en la orilla izquierda del río.
A mi entender, Constant plantea un enfoque bastante equilibrado entre el yo y el nosotros, sin la escora de otros pensadores de su cuerda (ay, el utilitarismo…). No le encuentro grietas humanísticas como puños de grandes, aunque, no dejaré de repetirlo, se manifieste en relación con su propio tiempo. Las recetas «de época» no pueden aplicarse al pie de la letra, como base quizá, en contextos más complejos.
Finalizo: con el mismo espíritu de equilibrio, le pongo un notable y lo añado a la lista verde de provecho. El siguiente…