Quizá nunca encuentre Shangri-La.
Quizá nunca me he atrevido a buscarlo.
En la película, los protagonistas no acuden de forma voluntaria. Su avión es desviado hacia ese destino ignoto.
Allí cada uno de ellos se enfrenta a sí mismo, a lo que les devuelve el espejo.
El amargado y receloso mira en su fondo y, tras rechazar la imagen varias veces, por fin aprende a reír.
El fugitivo sin escrúpulos, estafador de Wall Street, ambiciona el oro que abunda en las montañas, pero descubre la felicidad planificando trabajos de fontanería.
La enferma se recobra de su mal.
El bienintencionado duda. En su interior desea quedarse, pero le convencen las pruebas racionales que le presentan su inquieto hermano y una «joven» que ansía salir por cualquier medio.
¿Qué argumentos oponer? ¿Las palabras de quien confiesa haber orquestado el aterrizaje forzoso para atraerlos? ¿Las de un hombre con una sola pierna que dice haber cumplido doscientos años y le ofrece su puesto de lama?
No es suficiente.
¿Y las palabras de la mujer que podría amarlo?
¿Es el mundo de fuera, donde el amor que predomina se dirige al poder, a la destrucción, a la fuerza, más real pese a todo?
¿Es una historia absurda? ¿Un lugar que existe y que no existe?
¿Un destino? ¿Un camino sin él?
Tantas preguntas…
P. D.: La ciudad de Zhongdian fue rebautizada hace tiempo como «Shangri-La» para hacerse un nombre más marketiniano. Sus calles, monasterios, la garganta del Salto del tigre, el gran lago Bita que baña los alrededores, representan sin duda hermosos regalos a los ojos del viajero.
Pero… no. No es Shangri-La.