lunes, 10 de febrero de 2025

Nuestro mundo (XXII)

Hoja atrapada por alambre de espino.

A quienes leéis amablemente los contenidos del blog y esperabais que abriera el lunes con el comentario de un libro, lo siento. Mejor mañana.

Porque el deseo de compartir palabras a veces se ve golpeado por la realidad.

Esa en que las noticias de nuestro mundo se dividen en pocas secciones: la de barbaries y la de salvajismos.

El golpe duele. El mundo duele. Deja sin fuerzas para las palabras.

(La sección de basura no merece la pena mencionarla. Y si algún penalti ha sido o no injusto, entraría quizá en una cuarta, la de inanidad).

Alguien con un arma decide que once personas en Örebro han tenido una vida demasiado larga.

Alguien con muchas armas decide que cualquier nacido entre las ruinas es culpable de ello, de haber nacido, y debe desaparecer.

Algunos que suspiran por armas se congregan para adorar a su dios, el que mora sobre la Tierra. Dicen seguir también a otro en el cielo (de una manera bien extraña), del que hay raíces en Europa en peligro de extinción.

«¡Matadlos a todos! ¡Dios reconocerá a los suyos!», se escucha una voz.

En cierto lugar llamado Goma, que olvidaremos de aquí a poco, algunos presos violan y queman a más de ciento sesenta mujeres (¿ciento sesenta y una, ciento sesenta y ocho?).

Este año llevamos «solo» dos asesinadas por similar violencia en España, supongo que somos afortunados.

Y algunos que gritan «Nosotros, nosotros somos los buenos, nosotros, no cualquier otro, coread desde este lado de la línea», lo hacen tras grandes máscaras, sonrisas de comediante o rictus trágicos según venga más a modo para el texto.

Mañana sí, un libro. Mejor mañana.

viernes, 7 de febrero de 2025

Murallas

Fortaleza de Bujará.

Murallas.

Existen tantas murallas como lugares donde alguna vez el ser humano deseó comenzar a vivir.

Y el ser humano soñó con arrebatarle al ser humano su suelo.

Unas son ciclópeas, casi erigidas para albergar gigantes.

Otras construyen la infancia (si no sabes nada de Exin Castillos… Lo siento, qué infancia tan desgraciada).

Murallas de piedra, murallas de adobe. Lienzos de madera triste. Murallas que se yerguen y también se inclinan. Murallas clavadas en la tierra, profundas, rodeando a toda costa su escondido corazón.

Almenas, fosos, bastiones, murallas que desafían olas. Murallas impenetrables, llenas de hosco ingenio… salvo que Odiseo sienta el suyo emerger.

Murallas de torres con sombrero de pico. Murallas antiguas, quinientos, mil o más años, donde escuchamos cada noche el eco de una trompeta espectral.

Murallas envueltas en esa niebla blanca que dicen respiran los dragones.

Murallas que salvan, tras cuya puerta de pesado hierro disfrutamos de alimento y calor.

Murallas que aíslan, desgarran manos, queman del otro lado ojos, garganta y piel.

Murallas de cuento, murallas sin cuento.

Murallas por descubrir y a las que susurrar adiós.

lunes, 3 de febrero de 2025

Que el bien os acompañe

Clave de lectura: Experiencias del autor en la Armenia de la época soviética.
Valoración: Bueno ✮✮✮✮✩
Música recomendada: Horzham, de Lusine Zakaryan ♪♪♪
Portada del libro Que el bien os acompañe, de Vasili Grossman.

Que el bien os acompañe: en un contexto de títulos señeros, este libro de Vasili Grossman (de los dos que aún tuvo tiempo de terminar) podría considerarse de importancia relativa. Sin embargo…

¡Qué maravillosa evocación nos regala en él!

Qué vívidos se nos presentan los meses que el autor pasó en Armenia, relacionándose con sus gentes, comiendo de su pan, de su jash, bebiendo de su leche y su coñac.

Encargado de hacer una traducción de una lengua que no habla, con el ánimo alicaído tras arrebatarle la KGB el trabajo de su vida (incluyendo hasta las cintas de la máquina de escribir), Grossman se apea del tren de Moscú el 3 de noviembre de 1961.

Nadie viene a recibirle. Ignora su siguiente paso. Lo desconocido le envuelve.

Pero también le abraza.

La ciudad de Ereván, las isbas, las montañas. La piedra —la piedra omnipresente, que sugiere eternidad—, la nieve, la vid. Los bosques, los lagos, las iglesias.

Habla con el catholicós, ilustrado patriarca de Echmiadzin. Habla con el ilustrado ateo amigo suyo que le facilita la entrevista. Habla con un campesino de Tsajkadzor, el padre de Iván el calderero, sobre la bondad necesaria al ser humano.

No trató de convencerme, hablaba con amargura de que las personas no querían seguir la principal ley de la vida: desearles lo que deseas para ti a todos sin excepción, desearlo al margen de la riqueza y la pobreza, de la nacionalidad, de que se profese una fe o no, de la afiliación política o de la no militancia. Si no deseas el mal para ti ni te lo haces a ti mismo, no desees el mal ni se lo hagas a los demás. Ya que quieres algo bueno para ti, deséaselo también a los otros. Hablaba de esto agitado, tartamudeando, buscando las palabras, ruborizado, la cara se le cubrió de sudor y, aunque se secó varias veces la frente con un pañuelo, el sudor volvía a brotar.

Asiste a bodas en las que la aridez del paisaje, la humildad de las ropas, los antiquísimos utensilios, se convierten en nobleza.

Y el talento literario de Grossman no deja de crear. Crea sobre el papel y sobre la retina del lector. Armenia se convierte en un personaje que «respira».

¿Un título de importancia relativa? Quizá, solo quizá.

Un título cuyo valor, eso seguro, no muchos sabrían igualar.


viernes, 31 de enero de 2025

Carlos Núñez

Carlos Núñez en concierto.

Vosotros mismos os lo habéis buscado, al adorar al becerro.

Porque mancilláis Bernabéus, Metropolitanos y Arenas varias, desgarrando los oídos con músicas blasfemas.

¿Músicas he dicho? ¿Músicas? ¡Qué más quisierais!

Cuando se rompa el séptimo sello y vuestro falso reguetón se confunda con los ayes y el rechinar de dientes, quienes el otro día nos congregamos en el templo de Carlos Núñez seremos arrebatados a lo alto.

Los elegidos.

No hay consenso teológico entre el ovni y el carro de fuego, qué más da. La cuestión es que nos abrazarán eternamente voces, flautas, guitarras, violines, trikitixas, tambores y…

Y un ejército angelical de gaitas. Gallega, asturiana, irlandesa, bretona, escocesa… ¡Gloria!

Más os vale pasaros a la religión verdadera mientras estáis a tiempo: de haber faltado a este, pillad entradas para algún otro concierto. ¡Ya! En cualquiera puede llegar el arrebato.

Advertidos os dejo.

P. D.: Y de paso, haced muchas queimadas de expiación. Pero muchas, muchas. ¡Pecadores!

lunes, 27 de enero de 2025

Melina

Clave de lectura: «Amelia Fernández Agüeros vino al mundo cuando no debía y sufrió para vivir un tiempo que no era suyo».
Valoración: Bueno ✮✮✮✮✩
Música recomendada: Xicu / Polca les Xanes, de Xuacu Amieva & Dobra ♪♪♪
Portada del libro Melina, de Juan Ramón Lucas.

(Nota: este comentario lo escribí originalmente para publicar en Chicoria, la revista de La Librería de Pimiango. Espero que el redactor principal no lo encuentre aquí de extranjis, o al menos que no encuentre luego los guantes. ¡Menuda dialéctica gasta el tío!).

Nos encontramos en ardoroso debate sobre teoría del Estado. Ocupa una esquina el redactor principal de Chicoria —sapiente, excelentísimo, de preclaro liderazgo moral y verbo como los guantes de Robert de Niro en Toro Salvaje—. La otra yo, aspirante a juntaletras sin trienios.

Apoyado en las cuerdas, intento hilar los argumentos. ¿Tendrá razón el jefe, al fin y al cabo? —hijo de la tinta, Prometeo de la garamond, gran panificador de editoriales—. ¡Me está noqueando!

En el momento de mayor apuro, sucede algo inesperado. Una figura atraviesa la puerta, saluda al redactor principal —cimiento de gloria, rugir de épica, digo yo que con esta coba ya será suficiente para sablearle un par de cañas—, me tiende también la mano y se queda escuchándonos.

A continuación, imagino que movido por caridad budista, pasa a arbitrar el ring. Pregunta, cuestiona, templa, encauza… Se le notan maneras, me da en la nariz que no es la primera vez.

Así trabo conocimiento con el autor cuya novela protagoniza esta entrada: Melina, de Juan Ramón Lucas.

El personaje que da nombre al título se basa en su propia madre y, gracias a ella, escuchamos la voz de miles de mujeres que, tras un punto de no retorno, volvieron a comenzar de la nada. Con la nada en la maleta y la nada frente a sí.

Amelia, Melina, nace en la Asturias de 1934, hoguera de desigualdad tanto entre clases sociales como entre sexos.

Su progenitor, Pepín, carpintero que asila a mineros revolucionarios, no se alegra de que venga al mundo. No ve a un varón que le sostenga en el futuro, cuando las fuerzas le abandonen, sino a una débil niña. Incluso se le pasa por la cabeza «solucionar el problema» de la boca adicional: cogéi una cuerda y afogáila.

La Guerra Civil, continuación de las violentas jornadas de dos años atrás, eleva al paroxismo el olor a cordita y el distanciamiento paterno hacia la pequeña.

Pero también hay personas —la madre, la abuela, la tía Lita, la maestra Lucrecia, Adela, la guisandera—, que le sirven de boya frente a ese represivo entorno.

¿Vencedores? ¿Vencidos? Nadie cuenta con ellas, de todas maneras. En ningún bando.

Aunque agachar la cabeza sería el fin. Por ello, a lo largo de cada capítulo asistimos a un despertar de voluntades que conducen a la protagonista hacia América del sur, tierra prometida de indianos. Y, cuando un giro del destino la empuje al retorno, ya no será lo mismo.

Una fuerza sobrehumana —o humana sin más— camina junto a ella, dentro de ella, en pos de una meta que parece imposible: ¡vivir! ¡Y hacer que valga la pena! ¡Con dignidad!

Has decidido ser fuerte, no someterte; vivir por ti. Y eso asusta, claro que sí. Pero ese temor te va a acompañar siempre. A los diecinueve y a los cuarenta y tres. Incluso cuando estés con un hombre. Sobre todo cuando estés con un hombre: no someterse es un extravagante y carísimo ejercicio.

Incluso con amor...

Si exigiéramos un realismo de tipo galdosiano como medida de valía literaria, ¿no encontraríamos ciertos hechos en estas páginas algo inverosímiles?

Un dictador que discute de tú a tú con el irreductible carpintero; una actriz famosa en el mismo camarote del barco; una novia que corre tras los pasos de un recuerdo justo antes de su boda; Clara Campoamor en aquel café bonaerense…

¿O quizá nos podría parecer el lenguaje demasiado solemne, como si cada frase pronunciada en cada escena reclamase su porción de trascendencia? Los halcones de la crítica podrían afilar sobre características por el estilo sus garras.

Sin embargo, ¿no he intentado demostraros al principio que lo inesperado es parte natural de la vida? ¿Que las puertas se abren por sorpresa y lo que creíamos inverosímil cinco minutos antes deja de serlo?

Resumo: Melina está bien concebida, igual de bien desarrollada y no menos bien escrita. Leed a Juan Ramón Lucas porque de verdad lo merece, no porque lo diga yo y esté dándole vueltas a cómo sacarle también a él un par de cañas…


viernes, 24 de enero de 2025

Nuestro mundo (XXI)


A cada anuncio del orador, el público se pone en pie extasiado (menos el mandatario cuadragésimo sexto y algunos pocos más, que sonríen desde, imagino, su dolor de entrañas).

La mirada, la pose, las reacciones, me trasladan a congresos en los que se escudriñaba quién silenciaría primero las manos.

(Como relata Solzhenitsyn, el sufrimiento causado por los continuos golpes piel contra piel era menos fuerte que el pánico a ser el primero en dejar de aplaudir).

También, la llamada al «destino manifiesto», a la superioridad en todo sobre todos, me traslada a concentraciones presididas por un antiguo símbolo oriental, budista, hinduista…

Rezo colectivo a la hora de la cena. Supongo que la divinidad es aquella de «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división».

¿Solucionar problemas? Por la espada. ¿Naturaleza? Perforar. ¿Justicia? Indultos. ¿Valores humanísticos? A la basura. ¿Que los votos en democracia no signifiquen arrumbar a los demás en un gueto? ¡Vencer, vencer, vencer!

¿Qué más estará pasando últimamente en nuestro mundo?

lunes, 20 de enero de 2025

Grand Hotel

Clave de lectura: Berlín, 1929. El Grand Hotel aloja a huéspedes de la gran comedia de la vida.
Valoración: Muy bueno ✮✮✮✮✮
Música recomendada: Moonlight Serenade, de Glenn Miller ♪♪♪
Portada del libro Grand Hotel, de Vicki Baum.

Grand Hotel tuvo un gran éxito cuando se publicó, allá por 1929.

Tanto, que al poco rodaron una adaptación al cine: Greta Garbo, Joan Crawford, John y Lionel Barrymore… Óscar a la mejor película.

Su autora, la austriaca Vicki Baum, aprovechó para mudarse desde Berlín a los Estados Unidos. Premonición acertada, dadas las raíces judías de la familia.

Por supuesto, el nuevo Reich no tardó en prohibir este libro. Según su concepción del mundo representaba una amenaza, desde el momento en que se trata de una obra de calidad, ingenio y personajes tan heterodoxos como la vida misma.

Personajes que coinciden en los elegantes salones (y a veces no tan elegantes habitaciones) del hotel con más glamour en la ciudad del Spree. Marionetas con hilos dentro de una época cercana a desmembrarlos.

La Grusinskaia, Elisabeta Alexandrovna, diva del ballet, se atormenta ante la decadencia de la edad. ¿De verdad han sido solo siete llamadas de aplausos tras la función de esta noche? ¿Solo siete? Ella cree haber contado ocho.

Y varias de esas siete burlonas, antes que rendidas a su arte.

Su camarera Susita, el director de orquesta Witte, Pimenoff, el maestro de baile, insisten en que sigue siendo maravillosa y no hay motivo para creer que las famosas perlas que la distinguen en el escenario atraigan la mala suerte. ¿Cómo piensa renunciar a lucirlas? ¡Inconcebible!

Susita guarda el collar en un maletín, lo que no pasa desapercibido al atractivo barón Gaigern. Tan atractivo como sin blanca. Si saliera bien el golpe que tiene planeado… Colarse en la alcoba de la Grusinskaia por el balcón, al amparo de los reflectores que ciegan los ojos desde la calle. Encontrar las joyas. Escapar por el mismo camino...

¿Y si ella volviera antes del teatro? ¿Y si una avería apagase los focos y desvelase su silueta? ¿Y si se refugiara tras la cortina y fuese testigo de cómo Elisabeta diluye un número mortal de somníferos en la taza de té, tras contemplarse largo rato desnuda en el espejo? ¿Cuál sería su reacción?

Cercano a ellos, el contable Kringelein desea emular al director general de su empresa, Preysing, huésped habitual del establecimiento. El dinero no importa: tras una existencia de privaciones, los médicos le conceden poco saldo a sus días (geniales los capítulos en los que, con Gaigern como cicerone, acude al sastre para hacerse trajes a medida, se enfrenta a la velocidad en la carretera, vuela desde Tempelhof, asiste al boxeo, bebe, apuesta...).

Preysing puede aún salvar la Algodonera de Sajonia. Si la entrevista para la fusión con la fábrica de géneros de punto de Chemnitz saliera bien, contrarrestaría el fracaso de la negociación con Inglaterra, según el cable que acaban de entregarle. Tiene que disimular, mentir si es preciso antes de que todo desaparezca bajo sus pies.

«Llamita» (el papel de Joan Crawford en el filme) le sirve de taquimecanógrafa. Aunque lo que ella desea es abrirse camino en sociedad, y está dispuesta a lo que sea para conseguirlo. Lo que sea, como demuestra la fotografía en cierta revista ilustrada de la que el director general no puede apartar los ojos mientras le afeitan.

Rhona, un conde de verdad, atiende a propios y extraños desde el mostrador de recepción del hotel. Senf, el portero, sufre porque no sabe cuándo dará a luz su mujer y no puede abandonar su puesto. Los botones, camareras de piso, electricistas, pululan al son de la música que se escucha día y noche allá al fondo, para amenizar a la distinguida clientela.

Y un veterano, el doctor Otternschlag, hastiado, la mitad de su rostro desaparecida en el frente de Flandes, deja su jeringuilla tras vaciarla de la morfina que le permite contemplarlo todo desde los sillones del hall, donde se sienta cada día. Quizá el ojo de cristal vea algo que...

Es espantoso —se dice—. Siempre lo mismo, nunca pasa nada; estoy terriblemente solo, el mundo es un astro apagado que ya no calienta; setenta y dos soldados perecieron en Rouge-Croix enterrados bajo un hundimiento. Acaso sea yo uno de ellos; acaso esté allí, entre los muertos, desde el fin de la guerra; muerto sin saberlo. Y si todavía en esta gran jaula aconteciera algo que valiese la pena… Pero no, no ocurre nada. Se ha marchado. ¡Adiós, señor Kringelein! Iba a darle a usted una receta para sus dolores pero, como se ha despedido a la francesa… ¡Bah! El jubileo de siempre: entran, salen, llegan, se van...

No me cabe ninguna duda: Grand Hotel, de Vicki Baum, en la lista de estupendas novelas de cualquier tiempo y lugar.


viernes, 17 de enero de 2025

El rostro

Anciana en un mercado de Xizhou.

No es joven. Viste mal. Camina encorvada, llevando casi a rastras cuatro o cinco bolsas de plástico en cada mano.

Apenas la contemplo un par de segundos, al cruzarme con ella mientras salgo de la estación.

Y, durante ese par de segundos, veo algo en su rostro que…

Desamparo. Soledad. Angustia.

Tristura.

Cuántas veces habré asistido a la misma «letanía» en los vagones del metro: ayuda, por favor, ayuda, soy padre de familia, nadie me auxilia, pido algo para comer…

Cuántas veces habré desviado los ojos, repitiéndome como un mantra protector: ¡no me lo creo, no me lo creo, no me lo creo!

Aquel hombre arrodillado a la puerta del supermercado, a quien invito a entrar para proveerle y que añade a la cesta, entre extraños productos «básicos», tinte de pelo.

E insiste en que necesita más. Quiere papeles con hermosos arcos y puentes.

Aquel otro que pone mala cara y deja de saludarme los días en que el donativo —cosas del cash en la economía moderna— es de cifras más cortas.

Aquella mujer que me maldice tras ignorarla, una ocasión de —he olvidado el motivo— mal humor por mi parte.

Las madres mostrándome a sus hijos en Myanmar, en Camboya, mientras palabras tan desconocidas como comprensibles salen de sus labios.

El orfanato en la India, hijas condenadas, madres ausentes, donde pugno por impedir las lágrimas.

Aquella abuela en un mercado callejero de Xizhou cuyo sencillísimo gesto, en la foto de arriba que saco por instinto, refleja la lucha diaria de la vida…

Una lucha con ganadores y perdedores, un juego de dados donde los puños se aprietan hasta hacer sangre, mientras aguardamos el resultado de la tirada.

Con los años he aprendido a endurecer el corazón. A seguir mi propio sendero estrecho. No sé si son injustas o quizá merezco las maldiciones.

Lo que sé es que, durante dos segundos, me atormenta un rostro.

Tristura…

martes, 14 de enero de 2025

Rastro de un sueño

Clave de lectura: Relatos que, bajo una aparente sencillez, ofrecen una agudísima percepción del mundo.
Valoración: Genial ✮✮✮✮✮
Música recomendada: Frühlingsglaube, de Franz Schubert ♪♪♪
Portada del libro Rastro de un sueño, de Herrmann Hesse.

Volver a leer a Hermann Hesse es como encontrarme con un amigo después de largo tiempo y tener la impresión de que la última vez fue ayer.

Efectivamente, puede que llevara mucho sin saludar al padre de Siddhartha o El lobo estepario, pero sigo sintiéndome tan cercano a su obra como siempre.

Rastro de un sueño compila una docena de relatos contemporáneos a estos títulos (años 20 y tempranos 30 del pasado siglo) y, pese a su brevedad, la impronta de lo extraordinario se refleja en cada línea.

El protagonista del cuento que nombra al conjunto es un escritor «de amenidades» con aspiraciones poéticas. Aunque no un lírico intrascendente, sino como aquellos (Homero, Shakespeare, Goethe, Uhland, a quien musicó el mismo Schubert) cuyos nombres despiertan ecos en lo alto.

Dado que no encuentra la voz interior sale a caminar y, en estado de ensoñación paulatina, vislumbra un zapato de niña. ¿Quién es ella? ¿Por qué acude durante el lapso de un latido esa imagen a su cabeza? ¿Magda...?

A continuación, en un periódico de la Alemania de Weimar, el veterano cajista Johannes lamenta que hasta la lengua se haya degradado, simbolizando la caída de la sociedad que alguna vez conoció. Todos, empezando por el redactor jefe, utilizan el adjetivo Trágico de forma inadecuada.

Infancia del mago plasma los recuerdos de alguien que también fue joven:

[…] tracé planes para recuperar tesoros fantásticos, para obtener la raíz de mandrágora y para emprender triunfantes expediciones por el mundo necesitado de ayuda, expediciones en las que ejecutaba bandidos, salvaba desgraciados, liberaba prisioneros, quemaba guaridas, hacía crucificar a los traidores, perdonaba vasallos renegados, conquistaba princesas y comprendía el lenguaje de las fieras.

Pero el ídolo danzante de la India que antes observaba tras la vitrina del abuelo fue convirtiéndose en una simple estatuilla, en vez de cambiar de rostro y postura cada vez que volvía a verlo.

Y un hombrecillo que se aparecía ante él en las ocasiones más inesperadas, mudo e imperioso, pasó a exigirle otras fechorías, como colarse en la habitación de la jovial señora Anna.

Compendio biográfico, La ciudad, El cuento del sillón de mimbre, El europeo (un ejemplar de este continente sobrevive en el arca cuando Dios envía otro diluvio en plena hecatombe bélica y los pasajeros de culturas «menos desarrolladas», el hindú, el chino, el malayo, el esquimal, el negro, se preguntan qué utilidad tendrá salvar su soberbia)… Todos de gran valor.

No querría dejarme en el tintero Sobre el lobo estepario, donde el famoso Harry Haller es contratado por el dueño de una casa de fieras para exhibirse en una jaula. Si el público quiere visitarla, deberá pagar un centavo adicional. Gran negocio… ¿o no?

Abrevio: en este libro se demuestra cómo la sencillez aparente de unas parábolas puede contener profundas lecciones, a poco que nos demos cuenta. Ocurre si leemos no solo con los ojos, sino haciendo participar sentidos que quizá no sepamos describir.

Por eso hay literatura que llaman clásica. Autores y libros más allá del manto de la guadaña.

Y Hesse forma parte de ellos.


viernes, 10 de enero de 2025

Desde la ventana

Ventana azul sobre pared blanca.

Recuerdo aquel verso del poeta: «Mi oficina da al mar».

La mía no.

Los contemplo a través del vidrio. O de lo que quiera que estén hechas las ventanas modernas que no se dejan abrir. Si hubiera sido escritor, serviría de testigo poco omnisciente.

Ella, sentada sobre el muro que protege la civilización de asfalto de la hierba, se balancea igual que una niña en su columpio.

Abrigo de cuadros azules y grises. Zapatos negros, creo desde esta distancia. Vaqueros que se ensanchan a la altura del tobillo. Media melena. Gafas grandes de pasta, otra vez de moda…

Sonríe, eso al menos no tengo que achinar los ojos para adivinarlo.

Él, de pie a su lado, habla sin interrupción. De vez en cuando roza con la mano una pierna de ella, con descuido, como si quisiera ayudarla en su impulso al cielo.

¿Descuido? Ya, ya… Mira que las manos luego van al pan, le advierto, igual que cuando veo fútbol por la tele e insisto al que lleva la pelota que la pase al extremo izquierdo. Y el mismo caso me hace.

¡La ropa, un momento, la ropa! Si hubiera sido escritor, los detalles ya habrían quedado claros: anorak de un tono extraño, cercano al cian (no me gusta, en un libro lo cambiaría a azul tormenta). Vaqueros de corte recto, clásico (eso sí está bien). Pelo corto, ni mucho ni poco. Rostro delgado y anguloso.

Repito, hasta donde me llega la vista en este observatorio improvisado. Que, por mucha operación de rayos láser y la madre de la guerra de las galaxias, los miopes siempre quedaremos miopes.

Me pregunto por qué remolonean a las once y media, mientras el resto de currantes ofrendamos hasta la última gota de sudor a la sacrosanta chorrada a la que quiera que cada uno nos dediquemos.

No fuman. No toman café. No se enseñan gráficos con la estimación de ventas del trimestre.

¿De qué se conocen? ¿Cuál es su relación? ¿Compañeros de trabajo, amigos, amigos-amigos, amigos de los de buenos días, tigre? ¡Aurrrrggg! Ni siquiera calando las gafas les distingo anillos.

A lo mejor acaban de cruzarse en la puerta del edificio y algo les ha empujado afuera. Puertas circulares, ya se sabe. Gira que te gira, que te gira, que te…

¿Y el tema de conversación? ¿Qué milonga le estará intentando colar el tío, que no calla? ¿Una queja, un chiste, ganó ayer el Madrid, algún descubrimiento sobre el álgebra de Boole…?

¿Que qué co… lodrillos es el álgebra de Boole? Bueno, no os preocupéis, yo también tuve que informarme alguna vez. Un objeto booleano es… es… ¡Ay! ¡Se me olvidó!

Ella sigue sonriendo, inclina la cabeza, se impulsa más arriba en el columpio de aire, más.

Ajá, ya lo tengo: agentes secretos. O dos inteligencias artificiales implantadas en cuerpos clonados. O, bajo el abrigo y el anorak, ¿no ocultarán capas templarias?

Si hubiera sido escritor continuaría apuntando ideas, memorizando rasgos, sugiriendo que los plátanos de sombra al otro lado del muro susurran para ellos una canción invernal (platanus hispanica, por supuesto, aunque los ingleses les digan London plane, menudos piratas).

En fin, no he podido ofreceros una historia con sus andamios bien puestos, lo siento. O mejor un poema. Uno sobre el mar…

Tengo que volver a mi sacrosanta chorrada tras la ventana. Cuánto me gustaría haber sido escritor.