Matthew Gabriele y David M. Perry demuestran un entusiasmo desbordante en este estudio. Y además contagioso.
Pretenden combatir la idea, instalada en el imaginario común, de que la Edad Media fuera un pozo de mil años sumergidos en la guerra, la superstición, la peste y las tinieblas.
Para ello, ya desde el título del libro lanzan un golpe de guantelete a las conciencias escolásticas: Las edades brillantes. Una nueva historia de la Europa medieval.
De acuerdo con su tesis, hemos simplificado en exceso un relato donde los siervos de la gleba malvivían bajo el látigo feudal, pontífices y obispos mandaban más que los reyes, los frailes difundían el fanatismo y, en general, bastante suerte se tenía de no acabar en la picota. O en la hoguera.
Antes habíamos disfrutado de épocas esplendorosas (aquellos estupendos griegos, aquellos ordenados romanos) y después volvería a surgir el espíritu del tiempo que las hizo posibles (el Renacimiento, el Siglo de las Luces…). Entre medias, el caos.
Con tres o cuatro mitos caballerescos romantizados de aderezo, así se explica la visión tradicional.
Por el contrario, hacemos injusticia a la complejidad de gentes y civilizaciones que contribuyeron no poco a moldear las sociedades actuales. Junto a aspectos violentos, innegables, existió una riqueza inusitada de extensión e intercambio, tanto de bienes como de pensamiento, entre los rincones más alejados del mapa.
Los primeros capítulos me parecen personalmente los más atrayentes. ¿De verdad se rompió el mundo en mil pedazos tras la debacle de Roma?
Los autores nos dirigen a Rávena con ánimo de respuesta. En concreto, a un mausoleo con bóveda tachonada de estrellas, bajo las cuales su impulsora, la singular Gala Placidia, aferra las riendas del poder. Alarico ya se ha paseado a caballo por el Capitolio y Odoacro se encuentra cerca de terminar el trabajo.
Si no fuera porque el caudillo godo, tras derrocar a Rómulo Augústulo, no ocupa su puesto: se declara cliente de otra corona, la de Constantinopla, que es Roma con un nombre diferente. Continuidad política y cultural en vez de fractura.
En todo caso, el periplo de Placidia, en el eje de cada acontecimiento reseñable, ejemplifica la permeabilidad entre los bárbaros (o federados, o ciudadanos con origen más allá del Rin) y la ciudad eterna.
La siguiente parada la efectuamos en el siglo VI, acompañando a las tropas de Justiniano y su famoso general Belisario. Acaban de hacer efectivo el retorno de la urbe y otros amplios territorios bajo el ala del Imperio de Oriente. Santa Sofía, el magnífico templo a orillas del Bósforo, se erige en faro sensorial de la nueva luz.
Adelantamos hasta el 638, cuando el califa Omar ibn al-Jattab acuerda con el patriarca Sofronio la entrada incruenta en Jerusalén. Cierto que la ola del islam no estuvo exenta de destrucción, pero tampoco excesiva si comparamos. De hecho, este episodio se utiliza para desarrollar la teoría de que las religiones «no existen en un estado constante de cohabitación o conflicto». Se adaptan. La intolerancia mutua entre monoteísmos crecerá por circunstancias ajenas estrictamente a la fe.
Cuarta etapa: los papas. ¿Por qué adquieren una representatividad divina en casi cualquier ámbito? Cismas, concilios y triunfo in extremis de doctrinas que podrían haber sido las perdedoras nos introducen en esta apasionante cuestión. Mientras, visigodos en el solar hispano, francos al norte y lombardos en la bota itálica consolidan posiciones. Gregorio Magno (el del canto gregoriano) acompaña a figuras tristemente olvidadas como las reinas Teodelinda o Radegunda.
Britania a continuación, una isla pagana. La merovingia Bertha, casada con el monarca Aethelbert de Kent, va introduciendo la semilla que allanará el mensaje de los misioneros.
Carlomagno, por supuesto. Sus ascendientes y descendientes. Y el significado del elefante africano que recibe como regalo de Harun al-Rashid en su palacio de Aquisgrán.
Los indómitos vikingos. Los rus, que comercian con Bizancio y Bagdad. Los mongoles. Los cruzados tempranos. Los que adoptan ese nombre para masacrar a los albigenses. El simbolismo de las catedrales. La Inquisición. La muerte negra… El Medievo no se puede comprender sin ellos.
Y tampoco sin la ciencia, el arte, la medicina, sin Aristóteles rescatado en manuscritos arábigos y latinos. Sin Toledo, ciudad crisol a la que Pedro el Venerable, abad de Cluny, viaja para conseguir una traducción del Corán. Sin los judíos. La «complicada y humana» península ibérica…
Agustín de Hipona, Maimónides, Bernardo de Claraval, Leonor de Aquitania, Hildegarda von Bingen, la escritora Marie de Francia, Dante… La lista de nombres ilustres no cesa en la desmentida oscuridad.
Hasta el epílogo de Valladolid, en fecha tan tardía como 1550: Juan Ginés de Sepúlveda, prototipo de letrado «moderno», debate con el «medieval» en todos los sentidos fray Bartolomé de las Casas sobre el derecho a la conquista de las Indias y la imposición forzosa del cristianismo a sus habitantes. Adivínese la postura de cada uno.
En fin, quizá el término «nueva historia» peque algo de suficiencia, quién sabe, pero yo la he disfrutado un montón.
Música, libros, fotos, cosas que me pasan, que recuerdo, que se me ocurren, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
miércoles, 29 de marzo de 2023
martes, 21 de marzo de 2023
Brevísima y elogiosa nota sobre… (CXIII)
En qué buena hora se ha reeditado Tristura.
No me vienen demasiadas novelas a la memoria, sin ponerla en jaque, que puedan presumir de la maestría de Elena Quiroga para recrear el universo emocional de seres de ficción con tanta intensidad.
La vida cotidiana de Tadea, una niña de nueve años huérfana de madre, acogida en el caserón familiar de sus tíos, en lo que llamaríamos «Galicia profunda», se desplaza poco a poco desde la ilusión infantil a las sensaciones existenciales condensadas en la palabra del título.
Tristura que se introduce en cada poro y que no vuelve a salir en forma de lágrimas, sino de mirada apagada, de asumir con resignación que hay que comportarse como esperan unos adultos —no corras, no juegues, no hagas ruido, no cantes, no hagas muecas, no te cierres por dentro en el retrete, no, no, no…— enfermos crónicos del mismo mal.
Un entorno en el que cada aliado se convierte en delator para desviar el reproche. Donde las infracciones, los pecados, hasta los incomprensibles, hacen daño al corazón del mismo Dios —Tadea, no se pregunta. Las cosas de la religión no se preguntan—.
Dominado por la tía Concha, que siempre odió el matrimonio de su hermana muerta. Por la abuela, matriarca de las apariencias. Por el tío Andrés y el tío Juan. Por Julia, que trae queso con gusanos cuando viene de visita.
Por Suzanne, la joven institutriz francesa a quien chistan los hombres porque enseña las rodillas. A ratos una chispa de luz, aunque nunca cómplice. Nunca.
Por Clota, Ana y Odón, los primos y compañeros de experiencias, que le recuerdan que ella no tiene el mismo derecho natural a estar allí.
Por la servidumbre y la gente del pueblo, Pura, Venancio, Millán, Francisca, Mariano, Dora, Obdulia, Tomasa, Patrocinio, con sus pasiones a escondidas, su resignación, sus envidias, sus rencores…
Incluso por el lejano padre, que tiene cosas más importantes en que ocuparse que enviar el regalo de Reyes.
Y donde la singular sintaxis del relato, creación absolutamente personal de la autora, se adivina quizás como un punto de fuga de las reglas marcadas, un subterfugio para protestar contra ese mundo desvaído y cercenante.
Asombra de verdad que Quiroga, con un enfoque tan rompedor en la literatura de posguerra —contemporánea de Carmen Laforet y Ana María Matute—, no haya tenido sin embargo un reconocimiento a la misma altura. A tenor de lo leído, sería pura justicia.
No me vienen demasiadas novelas a la memoria, sin ponerla en jaque, que puedan presumir de la maestría de Elena Quiroga para recrear el universo emocional de seres de ficción con tanta intensidad.
La vida cotidiana de Tadea, una niña de nueve años huérfana de madre, acogida en el caserón familiar de sus tíos, en lo que llamaríamos «Galicia profunda», se desplaza poco a poco desde la ilusión infantil a las sensaciones existenciales condensadas en la palabra del título.
Tristura que se introduce en cada poro y que no vuelve a salir en forma de lágrimas, sino de mirada apagada, de asumir con resignación que hay que comportarse como esperan unos adultos —no corras, no juegues, no hagas ruido, no cantes, no hagas muecas, no te cierres por dentro en el retrete, no, no, no…— enfermos crónicos del mismo mal.
Un entorno en el que cada aliado se convierte en delator para desviar el reproche. Donde las infracciones, los pecados, hasta los incomprensibles, hacen daño al corazón del mismo Dios —Tadea, no se pregunta. Las cosas de la religión no se preguntan—.
Dominado por la tía Concha, que siempre odió el matrimonio de su hermana muerta. Por la abuela, matriarca de las apariencias. Por el tío Andrés y el tío Juan. Por Julia, que trae queso con gusanos cuando viene de visita.
Por Suzanne, la joven institutriz francesa a quien chistan los hombres porque enseña las rodillas. A ratos una chispa de luz, aunque nunca cómplice. Nunca.
Por Clota, Ana y Odón, los primos y compañeros de experiencias, que le recuerdan que ella no tiene el mismo derecho natural a estar allí.
Por la servidumbre y la gente del pueblo, Pura, Venancio, Millán, Francisca, Mariano, Dora, Obdulia, Tomasa, Patrocinio, con sus pasiones a escondidas, su resignación, sus envidias, sus rencores…
Incluso por el lejano padre, que tiene cosas más importantes en que ocuparse que enviar el regalo de Reyes.
Y donde la singular sintaxis del relato, creación absolutamente personal de la autora, se adivina quizás como un punto de fuga de las reglas marcadas, un subterfugio para protestar contra ese mundo desvaído y cercenante.
Asombra de verdad que Quiroga, con un enfoque tan rompedor en la literatura de posguerra —contemporánea de Carmen Laforet y Ana María Matute—, no haya tenido sin embargo un reconocimiento a la misma altura. A tenor de lo leído, sería pura justicia.
miércoles, 15 de marzo de 2023
Brevísima y elogiosa nota sobre… (CXII)
«Que tu vida esté llena de pasiones y deseo».
Leo la nueva dedicatoria que me firma Marisa López Diz con una sonrisa. Después dejo la mirada perderse hacia un punto insondado, ajeno al tiempo o la distancia. ¿Y si…?
¿Y si fuera así?
¿No es acaso capaz la pasión de convertirse en una fuerza que vibra, que resuena como ninguna otra que conozcamos, inundando cada segundo con su latido de marea?
¿No dejamos de sentirnos vivos de verdad solo cuando el deseo susurra un último adiós desde el borde de nuestros labios, piel sollozante, palabra ahogada?
Bajo el verano de tu boca es un hermoso ejemplo del arte poético de su autora. De la intensidad con que quiere compartir con nosotros, los afortunados, sus versos.
Si en su anterior libro que comenté brevemente, L’alma albentestate, nos abrazaba el lirismo, en esta ocasión nos trae un contacto mucho más íntimo. Con nuestros dedos, con la lengua, las caderas, con nuestros ojos enloquecidamente dilatados…
Digno del Premio Cálamo de poesía erótica que ostenta.
Sol incandescente, sudor que perla el pecho, nubes de tormenta, frutos, abismos, tañer de gemidos… Las figuras se suceden y la sed continúa sin pausa.
De los cuerpos, de las mentes.
Sed humanísima.
Sed inextinguible.
Leo la nueva dedicatoria que me firma Marisa López Diz con una sonrisa. Después dejo la mirada perderse hacia un punto insondado, ajeno al tiempo o la distancia. ¿Y si…?
¿Y si fuera así?
¿No es acaso capaz la pasión de convertirse en una fuerza que vibra, que resuena como ninguna otra que conozcamos, inundando cada segundo con su latido de marea?
¿No dejamos de sentirnos vivos de verdad solo cuando el deseo susurra un último adiós desde el borde de nuestros labios, piel sollozante, palabra ahogada?
Bajo el verano de tu boca es un hermoso ejemplo del arte poético de su autora. De la intensidad con que quiere compartir con nosotros, los afortunados, sus versos.
Si en su anterior libro que comenté brevemente, L’alma albentestate, nos abrazaba el lirismo, en esta ocasión nos trae un contacto mucho más íntimo. Con nuestros dedos, con la lengua, las caderas, con nuestros ojos enloquecidamente dilatados…
Digno del Premio Cálamo de poesía erótica que ostenta.
Sol incandescente, sudor que perla el pecho, nubes de tormenta, frutos, abismos, tañer de gemidos… Las figuras se suceden y la sed continúa sin pausa.
De los cuerpos, de las mentes.
Sed humanísima.
Sed inextinguible.
martes, 7 de marzo de 2023
Brevísima y viperina nota sobre… (VIII)
Hay quienes consideran esta novela como obra referencial de la literatura francesa. Hasta se hizo una película de prestigio basada en ella.
Por eso, tras soltar un sonoro resoplido, pienso en broma lo de «no es culpa suya, sino mía». Y sin embargo…
¡¿Pero qué narices escribió Georges Bernanos?! ¡¿De qué va Bajo el sol de Satanás?!
No sé ni por dónde empezar a comentarla.
Mira que el prólogo genera buenas sensaciones: el embarazo de la jovencísima Mouchette, la visita que su padre hace al marqués de Cadignan para que se reconozca como progenitor, la negativa de este, la intensa escena en que la propia «desdichada» le visita de noche en su mansión…
El giro súbito hacia otro admirador, el casado doctor Gallet, que colorea a la pretendida víctima de tonos mucho más manipuladores de lo esperado…
Pero de repente, ¡puf!, aparece un cura, el abate Donissan, que se postula como figura central de la historia, y todo deriva en un sinsentido. ¿Qué se supone que fuma este personaje?
Puedo hacer un análisis gramatical o sintáctico de las frases, ¡pero no lógico! Vuelvo atrás, recorro cada línea con atención, intento apuntalar los andamios ¡y no consigo entender una palabra de lo que estoy leyendo!
Colijo una especie de lucha mística entre el hombre de la sotana y el maligno encarnado, algún tipo de reflexión sobre la santidad en tiempos racionalistas —o, a lo mejor, simplemente un exceso de visiones psicodélicas— y abandono un esfuerzo inútil, que me quita más de lo que me da. Llego al capítulo final con prisas y ofuscado.
A la papelera o al purgatorio. Ahí lo dejo.
Por eso, tras soltar un sonoro resoplido, pienso en broma lo de «no es culpa suya, sino mía». Y sin embargo…
¡¿Pero qué narices escribió Georges Bernanos?! ¡¿De qué va Bajo el sol de Satanás?!
No sé ni por dónde empezar a comentarla.
Mira que el prólogo genera buenas sensaciones: el embarazo de la jovencísima Mouchette, la visita que su padre hace al marqués de Cadignan para que se reconozca como progenitor, la negativa de este, la intensa escena en que la propia «desdichada» le visita de noche en su mansión…
El giro súbito hacia otro admirador, el casado doctor Gallet, que colorea a la pretendida víctima de tonos mucho más manipuladores de lo esperado…
Pero de repente, ¡puf!, aparece un cura, el abate Donissan, que se postula como figura central de la historia, y todo deriva en un sinsentido. ¿Qué se supone que fuma este personaje?
Puedo hacer un análisis gramatical o sintáctico de las frases, ¡pero no lógico! Vuelvo atrás, recorro cada línea con atención, intento apuntalar los andamios ¡y no consigo entender una palabra de lo que estoy leyendo!
Colijo una especie de lucha mística entre el hombre de la sotana y el maligno encarnado, algún tipo de reflexión sobre la santidad en tiempos racionalistas —o, a lo mejor, simplemente un exceso de visiones psicodélicas— y abandono un esfuerzo inútil, que me quita más de lo que me da. Llego al capítulo final con prisas y ofuscado.
A la papelera o al purgatorio. Ahí lo dejo.
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