Hace ochenta y tres años, un sábado de septiembre como cualquier otro se convirtió en El último día del viejo mundo. Adrian Ball nos lo relata en cuatro sencillas partes:
De medianoche a las 6 de la mañana. De las 6 de la mañana al mediodía. Del mediodía a las 6 de la tarde. De las 6 de la tarde a medianoche.
En ese momento, la oscuridad se asemejó perpetua. Expirado el ultimátum para que Alemania detuviese su ataque sobre Polonia, Gran Bretaña y Francia entraron también en la lucha. Comenzaba la Segunda Guerra Mundial.
Un único día para decidir la suerte de millones, que veinticuatro horas antes vivían sus vidas cotidianas sin aviso. Una inmensa incógnita: ¿pudo ocurrir de forma diferente?
En estas páginas Ball intenta describir la trasera del telón. Todos los esfuerzos, incertidumbres y apuestas que se lanzaron en un juego frenético contra el reloj.
No solo por mano de los estadistas, sino de figuras en apariencia secundarias cuya participación y testimonios habrían de quedar casi sepultados bajo la «gran historia» y que aquí reciben su parte de voz.
¿Se hallaban los nazis tan envalentonados por el éxito de sus jaques anteriores que no supieron prever las reacciones? ¿Era consciente la Unión Soviética de las consecuencias de su pacto con el régimen germano? ¿Hicieron algo los italianos para disuadir a sus aliados del Eje?
¿Por qué dudó tanto el Gobierno de París en cumplir con sus compromisos ante los polacos? ¿Eran Chamberlain y su gabinete tan ilusos como los trata la memoria colectiva?
¿Son los deseos de paz una debilidad cuando se trata de defender un derecho? ¿Dónde se sitúan las «líneas rojas» que, una vez traspasadas, justifican el uso de la fuerza?
Hoy, día de mi fiesta nacional favorita, con toda la solemnidad que reclama la ocasión, vengo a decir en voz tonante que…
Que Tip y Coll eran grandes. Luis Sánchez Polack y José Luis Coll.
Y si acaso alguien osara discutirlo, traigo pruebas palpables a esta tribuna. Palpables y catables: toda una Tip y Coll orgía.
El humor es un rasgo con tantas variaciones y peculiaridades culturales, que su definición resulta muy complicada. Incluso contradictoria.
¿Por qué se desternilla un japonés de algo que a un español le produce apenas perplejidad? ¿Exige el humor inglés haber estudiado en Eton para entenderlo?
¿Ha oido alguien hablar de los chistes en alemán? ¿Podría robarnos la carcajada un italiano si le atáramos las manos a la espalda?
Pero, en vez de empeñarnos en buscar las diferencias, en «racionalizar» la causa aparente de la hilaridad, ampliemos un poco el sentido de la pregunta.
Planteémonos su origen último. La misma necesidad que, a lo largo y ancho de nuestro mundo, aquí y en las quimbambas, todos manifestamos: reír. ¿No será un rasgo de unión, de felicidad, de profundísimo sentido de lo humano?
Me da la sensación de que Tip y Coll así lo entendieron.
El suyo es un humor basado en la palabra. En el doble sentido, el equívoco, el matiz, el absurdo inteligente.
Si de algo adolece este libro es quizá que debemos leerlo, valga la paradoja. Si pudiéramos escucharlo, y más con las voces y gestos de sus autores, saldría ganando.
A lo largo de sus escenas y diálogos se desarrollan temas que, no por tratarse con óptica cómica, pierden su relevancia social: política, antimilitarismo, burocracia, arte, literatura, biología, especulación filosófica…
Ojalá nos riéramos más de nosotros mismos.
P. D.: ¡Eh, que se me olvidaba! ¿Qué se dice en este blog un 6 de diciembre?
Sí, sí, yo quiero leer a Théophile Gautier. Un classique dans ma vie, s'il vous plaît.
De manera que me agencio un ejemplar de Spirite y cumplo con la ilusión.
Hasta que la ilusión se transforma en… ¡plof!
Hay un señor que vive en París, Guy de Malivert, cuya ocupación principal consiste en ajustarse el nudo de la corbata para asistir a los saraos de la buena sociedad. La ópera, el club, los restaurantes, las múltiples recepciones…
Tampoco tiene el hombre demasiada prisa por cambiar de estado civil. ¡Resulta tan cómodo estar soltero con posibles!
De repente, una noche en que Malivert va a salir de casa para visitar a la señora de Ymbercourt, le parece oír un suspiro etéreo que le deja preocupado.
El barón de Féroë, un sueco con quien conversa durante la velada, resulta ser médium y le informa de que cierto «ente» tiene la mirada puesta en él: Spirite…
Resumiendo, que una linda damisela, locamente enamorada de Malivert desde la adolescencia, antes de su paso al mas allá, se le aparece y le da un flechazo. Toma el control de su mano y comienza a escribirle (escribirse) cartas en un estado de ensoñación.
Todo aderezado con descripciones en las que Théophile no queda contento si no plasma el más mínimo detalle de la indumentaria de los personajes o el tapizado de cachemir blanco dividido por cordones de seda azul junto a la biblioteca de palo de rosa que denota el buen gusto imprescindible en la decoración del hogar.
Dicen que esta obra fue muy apreciada por los movimientos espiritistas decimonónicos. A mí, sin embargo, me resulta infumable. Soporífera. Un tostón. En su época, en la mía y dentro de otros doscientos años.
En La isla de los caballeros, Toni Morrison nos ofrece una narrativa de un nivel extraordinario.
Desde el mismo principio, el lector —yo, al menos— siente necesidad de saber. Las primeras páginas se recorren con una curiosidad rayana en la avidez.
¿Quién es el hombre que salta del barco fondeado cerca de Queen of France, con riesgo de quedar atrapado por las peligrosas mareas?
¿De quiénes son las voces de mujer a bordo de la embarcación a la que logra asirse en el último momento?
Cuando se aventure en tierra, ¿qué extraña relación le unirá con los habitantes de la casa donde se refugia?
¿Por qué un intruso sucio y enigmático no es inmediatamente expulsado, lo cual desencadena acontecimientos de difícil sospecha?
¿Cuál es el secreto de ese que invade sus vidas? ¿Qué quiere? ¿Matar, robar, violar? ¿Lo ha hecho quizás antes?
Insisto, Morrison es capaz, con un lenguaje y una expresión produndísimos, de liberar un río de lava en forma de emociones, amor, odio, prejuicios raciales —interraciales e intrarraciales—, de relaciones humanas tan intensas, que nos mantienen fascinados hasta el final.
Qué gran narrador. Y qué poco reconocido hoy en día, en mi opinión.
Angel María de Lera gozó quizá de su cúspide al ganar el Premio Planeta de 1967 con Las últimas banderas. Pero ese camino estuvo alejado de medallas y palmadas en la espalda.
Porque formó parte de la mitad de los españoles que perdieron la guerra.
El argumento de La noche sin riberas es sin duda autobiográfico. Comienza con los personajes, junto a miles de rostros anónimos, semejantes al coro de una tragedia griega, formados en el patio de una prisión.
Han de gritar ¡Arriba España! y levantar el brazo con la palma de la mano extendida. Más les vale obedecer.
Todos han sido condenados en juicios sumarísimos: treinta años, perpetua, muerte… Los guardianes se encargan de recordarles cuál es su lugar en el nuevo orden.
Comienza otra guerra, esta vez en Europa.
El optimismo por que cambien las tornas se desploma según se desarrollan las acciones bélicas: cae Polonia, cae Dinamarca, caen Noruega, Bélgica, Paises Bajos, Francia…
Los presos van disminuyendo en número. Agotados, enfermos, hambrientos, ateridos. O contra un muro.
También la solidaridad inicial se cuartea. Los comunistas se creen moralmente superiores. ¡El gran camarada Stalin conseguirá su retorno al poder! Que nadie se oponga, porque a lo mejor se queda tras las mismas rejas cuando llegue su hora.
A los demás, cenetistas, republicanos, campesinos reclutados, cualquiera que vistiera el uniforme, ya convertido en andrajos, por cualquier otra circunstancia, solo les queda agachar la cabeza.
No pensemos que Lera se «recrea», por expresarlo de alguna manera, en el victimismo. Ni que defiende exaltaciones políticas, odio, deseos de revancha basados en el «ojo por ojo». Muy al contrario.
Su crítica a la ideología fascista no es óbice para que tampoco salga demasiado bien parada la comunista, por ejemplo.
Los caracteres que describe no son ángeles o demonios. Tienen la amplísima diversidad de pensamientos, reacciones y sueños que cristalizan en cada ser humano. Solo que a ellos les ha tocado la mala suerte.
Si se rompe el espíritu de una persona, más que su cuerpo, si se quiebra su voluntad de existencia, de elegir libremente sus pasos, si el miedo y el dolor amordazan, no ya su voz, sino el mismo pensamiento, entonces los torturadores han ganado.
El mensaje último es diáfano: la importancia de conservar esa dignidad.
Todo empezó con ondas sonoras expandiéndose en el plasma primordial del Big Bang.
En El jazz de la física, Stephon Alexander defiende que la música hunde sus raíces en la esencia misma del universo: en su creación, su desarrollo y las leyes por las que se rige.
Porque el universo vibra.
Para explicarlo, aplica la tesis en dos niveles: metafórica y literalmente.
La mitad metafórica se refiere a su propia trayectoria vital, ya que el autor compagina la labor investigadora y docente con el saxofón. Una convivencia de intereses que parece estimular el intelecto.
Las notas autobiográficas se constituyen en el vórtice alrededor del cual gira el relato: su niñez en el Bronx, su juventud, el momento en el que tuvo que decidir entre ciencia y arte para ganarse el pan, su paso por la facultad, la relación con personas inspiradoras en el doctorado…
Y en ese viaje, cada bombilla que se le enciende alrededor de sus temas de investigación, desde las supercuerdas hasta los agujeros negros, deriva de situaciones musicales.
Muchas de ellas inspiradas por John Coltrane, el genio de álbumes como Interstellar Space o Stellar Regions. ¿No podría representar cierto enigmático dibujo que regaló a Yusef Lateef una imagen de la gravedad cuántica a través de ciclos de cuartas y quintas?
¿O no se asemejan los experimentos mentales de Einstein, si se estudian con atención, a ciertas pautas que siguen los improvisadores de jazz cuando ejecutan sus solos?
En cuanto a la parte que denomino «literal», o más reconociblemente científica, Alexander nos ofrece un ameno recorrido por la historia del saber. Con nombres como Pitágoras, Kepler, Newton, Fourier, Hubble, Geller, Dirac, Feynman, Cooper, Brandenberger…
Y conceptos como superconductividad, el espín de los átomos, la materia oscura, el fondo cósmico de microondas o la teoría cuántica de campos, entre otros.
¿Mi veredicto? En la humildad de mi comprensión, diría que bastante positivo.
En cuanto a los temas cosmológicos, si bien este no es quizá el título de referencia que elegiría para aprender, presenta un enfoque de repaso muy didáctico.
Por otro lado, las continuas referencias jazzísticas consiguen abrir y estimular el apetito auditivo hacia un género fascinante (aunque no termine de pillar las analogías entre música y física propuestas, no tengo más remedio que confesar).
En esta ocasión tenemos un gran libro y a una gran autora, que contribuye a crear un manto de cordura a nuestro alrededor: Ética cosmopolita, de Adela Cortina.
Elogiar su figura resulta casi innecesario, ya que brilla por derecho propio en el orbe del pensamiento contemporáneo.
Su obra es un alegato contra las ideas absolutistas, fanáticas, contra la ignorancia, el canibalismo social hacia el débil, el enfrentamiento irreflexivo como medio para resolver las diferencias…
En defensa de la democracia, no como bolsa hinchada de vocinglería o de intereses partidistas que venderían a su madre por un voto, sino como fortaleza que, para no perder su integridad, necesita de cuidados continuos en numerosos ámbitos.
Por supuesto, aquellos que afectan a la calidad de la vida en común como la educación, la economía o la justicia. Pero también los intangibles que nos definen como ciudadanos. Más que eso: como personas.
De los once capítulos en que se estructura el volumen, la aspiración al cosmopolitismo se desarrolla explícitamente en los dos últimos, aunque en realidad sea una paráfrasis para solidificar los mensajes que nos transmite a lo largo de todo el texto.
¿Es preferible la seguridad a la libertad? ¿Están contrapuestas? ¿Debe prevalecer la razón o los sentimientos en la toma de decisiones políticas?
¿La evolución técnica nos salvará? ¿O podría conducirnos a la esclavitud encubierta? ¿Cuál es el papel de las humanidades en un mundo de bits?
¿Y el de las palabras? ¿Se construye la realidad en términos ideológicos? ¿Preferimos la posverdad, «un marco de valores simple, esquemático, desde el que los oyentes puedan interpretar los acontecimientos y en el que solo juegan dos equipos, nosotros y ellos»?
¿Donde «la ancestral contraposición amigo-enemigo sigue siendo rentable para dotar a la ciudadanía de una identidad, sea desde la presunta izquierda o desde la presunta derecha»?
Ética, cómo no. Un concepto alrededor del cual pivotan muchas respuestas.
Si es que queremos aprender. Porque, visto lo visto, quizá seamos portadores de una semilla muy diferente: la de la autodestrucción.
Leed a Adela Cortina. Escuchadla. Aplicad sus palabras.
Clave de lectura: De Rómulo a Rómulo, desde las siete colinas hasta la caída. Valoración: Montanelli sabía contar la historia ✮✮✮✮✮ Música: La última legión, de Patrick Doyle ♪♪♪
¿Cómo? ¿Que piensas que la historia es qué? ¿Aburrida?
¿De verdad, de verdad, de verdad?
Pues vaya problema. En caso de síntomas persistentes, deberías buscar la Historia de Roma de Indro Montanelli con urgencia.
Si se ha escrito un libro ameno, con ánimo de desmitificar los mármoles y senadoconsultos de, quizá, la civilización más influyente de todos los tiempos, ese es el comentado hoy.
¿Su secreto? El sentido del humor.
Los romanos eran al final como cualquiera: unos tipos sujetos a todas las fortalezas y debilidades humanas. Ni más tontos ni más listos que astures, várdulos o cartagineses. Si acaso, bajo el colorido penacho del casco, más cabezones.
Cuando se les metía algo entre ceja y ceja… ¡En formación de tortuga! ¡Preparados para arrollar! ¡Marchen!
Aunque la imagen popular se ha forjado a partir del Imperio, en realidad Roma no alcanzó la cúspide en dos días. La de vicisitudes, casualidades, golpes de suerte y pelotazos para conseguir dejar en la cuneta a otros candidatos al olimpo resulta pasmosa.
Y hay que agradecer a Montanelli que se recree precisamente en las épocas más oscuras ab Urbe condita. Por ejemplo, César no asoma la calva hasta la mitad del volumen. Sin embargo, el proceso de expansión del villorrio original sobre las siete colinas, luego el Lacio, la península italiana, el Mediterráneo y a la postre Europa, nos mantiene con la mirada permanentemente encendida sobre el papel.
Como lo sigue haciendo hasta desembocar en la sociedad corrupta y «blandengue» de Rómulo Augústulo, mientras entrega los laureles del mando al godo Odoacro.
Ah, ¿que ahora te gusta, dices? ¿Que has cambiado de idea? Claro, estás curado, si ya lo sabía yo…
Clave de lectura: La democracia vuelve a España. Al último rincón del último lugar olvidado. Valoración: Muy recomendable ✮✮✮✮✩ Música: Las hilanderas, de La Musgaña ♪♪♪
Hubo un tiempo en el que fuimos así.
Hubo un tiempo en el que celebramos elecciones por vez primera desde...
Los candidatos se presentaban cara a cara a los potenciales votantes, aunque era mejor que no se cruzaran entre ellos. Los fantasmas de la sangre no se habían desvanecido aún bajo las urnas.
En los pueblos más inaccesibles se conocían palabras antiguas. Nombres de árboles y pájaros. Caminos que alguna vez fueron hollados y que se acercaban ya al olvido.
Mundos que nacen, mundos que desaparecen.
Miguel Delibes dibujó con su prosa aquel tiempo, en El disputado voto del señor Cayo.
Tiene esta breve novela varias vertientes. Estrictamente contemporánea a los hechos que narra, su valor documental es altísimo. El juego político, entonces en pañales, apuntaba ya algunas de las maneras que lo definirían en años sucesivos.
Junto a los idealistas, personas que se comprometían con sus actos, asomaban también aquellos que soñaban con el poder, un nuevo entorno del que beneficiarse.
Y mujeres en lucha por romper cadenas invisibles, las que, digan lo que digan las leyes, engrilletan desde las almas y los corazones.
Figuras encarnadas en los personajes del libro: Víctor, tras años en prisiones franquistas, se presenta a diputado en una lista de izquierdas. Le acompaña el ambicioso Rafa. Y Laly, una mujer hermosa que ha de demostrar su valía con el doble de esfuerzo.
El contrapunto, el «hombre común» a quien necesitan para cumplir sus deseos, es el señor Cayo.
Uno de los últimos habitantes de Cureña, al lado de su esposa muda y «ese», un vecino al que detesta.
¿Quién dejará mayor huella sobre quién, cuando el coche lleno de pasquines y proclamas de mitin enfile la entrada del pueblo?
Valor histórico, entonces. Valor psicológico, valor social y uno que podríamos llamar, quizá recortando demasiado su importancia, valor geográfico.
Porque una parte fundamental de la fuerza del relato descansa sobre el paisaje. La tierra.
Aldeas castellanas de montaña con casas de piedra blasonadas y tejados vencidos. Con cereal, frutales y miel. Al pie de cascadas, cuevas y desfiladeros. De donde la juventud lleva siglos huyendo en busca de otro tipo de oportunidades.
Lugares donde el hombre no domeña a la naturaleza, antes al contrario: es la naturaleza la que define al hombre.
También de nosotros, en un futuro, alguien dirá: hubo un tiempo en el que fuimos así.
Arthur Koestler, de nacimiento austrohúngaro, llegó a tener influencia mundial gracias a un espíritu inquieto, que le empujó allá donde fuera necesaria la presencia de un testigo que relatase con fidelidad los acontecimientos. Oriente Medio, Europa, una expedición al Círculo Polar…
Su paso por la Guerra Civil Española es novelesco. Cayó prisionero de las tropas rebeldes en Málaga, como corresponsal del News Chronicle, y fue encarcelado. Solo las presiones internacionales consiguieron la liberación y, posiblemente, evitaron que acabara sus días sin haber escrito el título que nos ocupa.
Koestler militó de hecho en el Partido Comunista. Parecía que los desposeídos al fin tendrían su voz en el devenir de la humanidad, o ese era el mensaje que se deseaba hacer creer.
Por ello, la publicación de El cero y el infinito —en circunstancias de nuevo azarosas— le convirtió en una suerte de «traidor» ante muchos ojos. En una línea similar a la de Orwell, por ejemplo. Su desencanto, derivado del compromiso con la verdad, resultaba muy incómodo a los voceadores de eslóganes.
Al principio de sus páginas, Nicolás Rubachof, héroe revolucionario, comisario del pueblo, artífice de grandes conquistas obreras, organizador de la Komintern, escucha cómo la puerta de la celda se cierra violentamente detrás de él.
Ha estado ya en prisión tantas veces, aunque antes fuera golpeado por los enemigos de sus ideas…
Durante las próximas semanas llevará a cabo un ejercicio de autocrítica: ¿qué ha podido hacer tan mal para atraer la desaprobación del Número Uno? Si se encuentra entre barrotes es porque se lo merece. Ha de confesar. Pero, ¿el qué?
A través de los interrogatorios de sus captores, el antiguo camarada Ivanof —a quien quizá esa familiaridad le suponga un peligro propio— y el implacable Gletkin, Rubachof irá desgranando su vida al servicio del partido, incluyendo los efectos que sus decisiones tuvieron sobre las vidas de otros.
Sobre todo, de Arlova. Su querida camarada Arlova.
Podría haber sido él quien se sentara al otro lado de la mesa e hiciese las preguntas.
También, gracias a las conversaciones con el preso de la celda contigua, mediante golpes en alfabeto cuadrático, saldrán a la superficie numerosos rasgos personales del protagonista.
Que en todo momento defiende, hasta cuando firma su culpabilidad del cargo de intentar asesinar al Número Uno, que el partido ha de tener razón. Es el partido…
Un libro que, a quienes tengan un mínimo de amor por el pensamiento independiente, por no prestarse a repetir consignas alumbradas en un departamento de propaganda, les supondrá un gran enriquecimiento. Lo prometo.
Lucharon por la patria, del Nobel Mijail Shólojov, narra la historia de un grupo de koljosianos que, sorprendidos por la ofensiva nazi, han de abandonar sus hogares y pelear con uñas y dientes a orillas del Don.
Nikolai Streltsof es un ingeniero agrónomo que despierta una manaña en la granja colectiva Vía al Comunismo. La cabeza de su mujer, Olga, con la cabellera rubia de un ligero reflejo cobrizo, reposa sobre la almohada. A Nikolai le gusta la lluvia y contemplar los campos de trigo.
Pero enseguida, lo que le rodea deja de tener esos colores idílicos. Las huellas de los tractores son sustituidas por las cadenas de los panzer.
Marchando extenuados, los supervivientes de su regimiento se retiran hacia el río. Hacen alto para descansar en una aldea.
Nikolai conversa junto al pozo con Sviaguintsev. Olga le ha abandonado y comparte sin entusiasmo sus desventuras familiares con las de su camarada.
Lisichenko, el cocinero, prepara las gachas que todos detestan. Lopajin no se separa de su fusil antitanque.
Ellos y un puñado más, Golostchiekov, Kopytovski, Popristshenko, detendrán a un enemigo que parece invencible. Ellos llevarán la bandera a la que el gran Stalin rindió honores durante la revolución hasta que ondee sobre Alemania, cuna de violadores y asesinos.
Hasta aquí, la sinopsis del argumento. Ahora, las razones de que no me haya gustado.
La única virtud que le encuentro es cierto realismo (¿realismo socialista?) en pasajes de batallas. Un esfuerzo por poner en palabras la crudeza del frente al que son arrojados los personajes.
Pero es que casi nada de lo que dicen, hacen o piensan me resulta creíble.
El autor fue un miembro relevante del partido y puso su presumible talento (ya digo, Premio Nobel) a las órdenes incondicionales de la «causa».
Cuando leo qué noble era la existencia en los koljoses, qué nobles son todos y cada uno de los soldados, oficiales y comisarios politicos, y qué noble es el liderazgo del «gran Stalin», no sé si reír o llorar.
No en desdoro de las personas reales que se vieron empujadas a la muerte por la mera voluntad de homicidas todopoderosos, sino por las motivaciones, en mi opinión teatreras, que expone el relato.
En suma, propaganda. Lícita quizás, hija de su época, legible, pero pura propaganda. Lejos de un buen libro.
Clave de lectura: Grietas económicas que hicieron caer imperios. Valoración: ¿Te gusta la historia? ¿Te interesa la economía? Pues ya estás tardando ✮✮✮✮✩ Música: La caída del Imperio romano, de Dimitri Tiomkin ♪♪♪
Todo lo que sube, baja.
Pero no todo lo que se alza sobre la superficie terrestre cae luego con la aceleración que postulan las leyes de la física: algunas cosas de este mundo parece que van más lentas. O al contrario, a lo mejor más rápidas.
La decadencia económica de los imperios nos proporciona unos cuantos ejemplos de colapso a diferentes velocidades, en el ámbito de la historia y la ciencia de los dineros.
¿Qué destino tuvo Roma, después de trece siglos de existencia? ¿Por qué un edificio que parecía eterno dejó de sostenerse sobre sus pilares en un tiempo relativamente corto? Bárbaros aparte, ¿tuvo algo que ver el consumo excesivo? ¿El «Estado del bienestar desproporcionado» con respecto a los recursos disponibles?
Los dos ensayos dedicados por Aurelio Bernardi y M. I. Finley a estas cuestiones ocupan buena parte del libro.
¿Y Bizancio, su heredera natural? Mil años después de que vándalos y ostrogodos asentaran sus reales en occidente, el imperio de oriente aún seguía existiendo pero, ¿servían los impuestos para solucionar los problemas reales de la gente? ¿O para dar una pátina dorada a un escenario de puro cartón piedra?
¿Corrupción, quién dijo corrupción? Charles Diehl nos lo explica.
Ah, España. España en la edad del Quijote, que Cervantes era manco pero tenía un ojo muy vivo, como demuestra en su obra. Oro, plata, acero, galeones que arriban hasta China, el sol que no se pone… Y si el mismísimo don Miguel percibió los males detrás de la gloria, ¿por qué nadie hizo nada? Es más, ¿por qué se empeñaron en hacer aposta tantas cosas tan mal?
Agricultura, industria, comercio… Los prestigiosos hispanistas Pierre Vilar y J. H. Elliot nos dan luz sobre ello.
De faro del Renacimiento, foco de innovaciones, banca y fábrica de Europa, a la ruina en el siglo XVII. Aumento de costes, cierre de rutas mercantiles, rigidez de los gremios, incapacidad para mantener las exportaciones…
Carlo M. Cipolla, el de las leyes infalibles de la estupidez humana, escribe sobre la decadencia de Italia.
El Imperio otomano llega de la mano de Bernard Lewis.
De nuevo el paradigma: auge, poder, prosperidad y un aparato burocrático para gobernar con eficiencia, que desembocan en una nave con el maderamen carcomido por el retraso técnico y las élites incompetentes.
Holanda, finalmente. C. R. Boxer firma el capítulo dedicado a comparar el estancado «período Periwig» dieciochesco con los éxitos pretéritos.
Y lo relaciona con la pugna surgida con Inglaterra que, de aliada fundamental en la época filipina, pasó a enemiga abierta, hasta conseguir que perdieran el espíritu emprendedor.
Un clásico que los nuevos lectores podemos hoy disfrutar igual que lo hicieran los primeros, hace ya varias décadas. Muy recomendable, leedlo y ya veréis.
Clave de lectura: ¡Al abordaje! ¡Por el rey! (y algún tálero o libra esterlina a la bolsa). Valoración: Estas cosas de barcos y marinos me encantan ✮✮✮✮✩ Música: El Corsario (Obertura), de Hector Berlioz ♪♪♪
La roda cortando filosa las olas.
Todo el trapo largado: mayor, gavia, mesana, foque…
Los hombres amolando los sables en el pedernal, cebando cañones y falconetes, preparando los garfios de abordaje en cubierta.
Recortada en el horizonte, una posible presa. Gloria y botín si los vientos les son favorables para la caza. Botín y gloria.
La verdad es que el cine ha hecho daño a la comprensión de lo que debió de ser la vida real en los siglos de la navegación a vela. Errol Flynn o sus émulos asaltando temerariamente galeones entre Tortuga y Jamaica y obteniendo la victoria —y, de añadido, el favor de una dama—. Ya, ya…
No quiere eso decir que debamos renunciar al disfrute de los grandes títulos del género, solo tener en cuenta que, entre la imagen popular de ciertos hechos históricos, y los hechos en sí mismos, puede alzarse una cortina muy gruesa.
Hecho el preámbulo, Corsarios españoles intenta, con éxito a mi parecer, traernos lo mejor de ambos mundos: el de la aventura y el de la historia. Agustín R. Rodríguez González es un autor que siempre ha demostrado erudición sobre la base de su labor investigadora.
Comienza recordándonos que un corsario es algo diferente a un pirata: se trata de «un particular que, por las razones que fuesen, había obtenido una patente o permiso del rey para atacar y apresar embarcaciones de países enemigos, tras haber depositado previamente una fianza y comprometiéndose a cumplir una serie de normas».
A continuación narra las vicisitudes de unos cuantos que actuaron a favor de la Monarquía Hispánica entre el XVI y el XIX. Gran parte de las cuales resultan, sorprendentemente, desconocidas en nuestro acervo.
En el Atlántico, dentro del marco de las disputas con Francia, destacó Pedro Menéndez de Avilés —fundador de la primera ciudad de los actuales Estados Unidos—. Sus numerosas singladuras le valieron el ascenso de grumete a capitán general.
También Pedro de Zubiaur, mixtura de lobo de mar, diplomático y espía, ocupado contra los enemigos de Felipe II.
Durante la misma época, las del Mediterráneo fueron aguas de grandes peligros. En ellas desplegaron sus esfuerzos personajes como Pedro Fernández de Bobadilla o el mismísimo y más que novelesco capitán Alonso de Contreras.
Al paso de la centuria, en 1621 se redactó una ordenanza de corso con objeto de incentivarlo. Los armadores privados organizarían flotas en su provecho y los costes del monarca se abaratarían. Guerra y negocio.
Las villas guipuzcoanas, por ejemplo, acogieron la oportunidad con entusiasmo, si bien la principal y más exitosa fuerza echó el ancla en Flandes. Sobre todo, en el puerto de Dunquerque.
Había nacido el primer prototipo de fragata, que atemorizó el tráfico militar, mercantil y pesquero desde el Canal de la Mancha hasta Groenlandia durante muchos años.
Ya en el XVIII, los sempiternos conflictos facilitaron, incluso potenciaron, la continuidad de esta figura. La guerra del Asiento sería una «edad dorada» para los corsarios, con cientos y cientos de capturas a los británicos y miles y miles de libras en sus manos.
Durante la rebelión de las trece colonias, la Armada regular se encontraba en mejor forma, por lo que el protagonismo tornó a sus bordas. El apresamiento de un convoy de cincuenta y dos velas de una tacada, cerca de San Vicente, se convirtió en la joya de la campaña.
De nuevo en las costas del Mare Nostrum, los jabeques del mallorquín Antonio Barceló se apuntaron bastantes éxitos frente a los piratas berberiscos. Y el catalán Martín Badía vio sus encuentros a menudo descritos en la Gazeta de Madrid.
El canto del cisne llegó contra el viejo adversario, su graciosa majestad, cuando Napoleón le sacaba brillo al bicornio.
Así que estupendo título para entretenerse a la par que aprender. ¡A la orza! ¡A la orza! ¡Asegurad los juanetes!
¿Puede escribirse otro libro de historia sobre nuestra mayor tragedia?
¿Uno que se apoye en la investigación rigurosa, la honestidad de los hechos, las interpretaciones serias y ponderadas?
¿Del que no quede otro remedio que alabar, por parte de cualquier lector sin una venda en los ojos y en la conciencia, la calidad de su escritura y la luz que aporta al conocimiento?
Pues sí. Sería el caso, sin ir más lejos, de Enrique Moradiellos en su Historia mínima de la Guerra Civil española.
El nombre y el trabajo de Moradiellos descollan si se pregunta por un historiador de los que sientan cátedra, al tiempo que tiene «gancho» para comunicar. Al menos, mis impresiones sobre sus obras han sido siempre la fluidez y la riqueza intelectual.
El título que recomiendo hoy no supone una excepción. Aunque, por exponer un lamento nimio, se haga corto. Lo de historia mínima va de veras.
Esta característica deriva en que, por ejemplo, resuma demasiado panorámicamente la parte militar.
Por supuesto, plantea las visiones estratégicas que motivaron a los responsables de ambos bandos a efectuar sus movimientos en el tablero, pero no profundiza en el desarrollo, en por qué cada acción tuvo el resultado que tuvo.
A destacar, por su especial perspicacia, el primer capítulo: La Guerra Civil entre el mito y la historia, donde se recuerdan las diferentes posturas dominantes en el relato a lo largo de los años, con respuestas simplificadas que cada simpatizante quería escuchar de antemano y que aún hoy siguen causando más daño que bien en la educación de la memoria común.
Aunque no le vayan a la zaga en detalles interesantes los demás apartados sobre el entorno político, la economía, la sociedad o las implicaciones internacionales del conflicto.
Ni el inmenso e irreparable coste humano que fue su consecuencia.
Una de las guerras más infames en nuestra prolija historia. Al menos, mientras algo aún peor se preparaba.
El libro cuya lectura propongo para sustentar este riguroso calificativo es Annual 1921, de Manuel Leguineche. El desastre de España en el Rif.
Annual fue la tumba de miles de soldados de reemplazo cuya suerte, al ser llamados a filas, dictó que habían de «civilizar» un erial de piedras y arena, habitado por tribus con la gumía afilada. Hasta que la sustituyeron por fusiles y cañones sobrantes en Europa.
Leguineche plantea un relato que no se parece a un tomo de historia académica. Más bien a un inmenso reportaje periodístico, o una sucesión de ellos, con una fuerza expresiva y una fidelidad a lo ocurrido impresionantes. Su pluma nos hace sentirnos verdaderamente allí.
A lo largo de entrevistas, recuerdos, informes, diarios personales, se tejen hilos para ilustrar una época de corrupción e ineptitud sin límites, del rey abajo. Donde se rapiñaban medicinas, agua o comida hacia bolsillos particulares. Donde las ambiciones de ascensos y medallas primaban sobre toda lógica.
Y donde, como suele convenir, los que al final cargaron con las culpas habían muerto «gloriosamente».
No deja de lado, desde luego, la crónica de la batalla en sí, sus prolegómenos, actores y consecuencias. Pero se centra en cómo vivieron los hechos los protagonistas más que en descripciones desde una lejana sala de mapas.
Alfonso XIII, Berenguer, Silvestre, Abdelkrim, el Raisuni, Franco, Indalecio Prieto, Picasso, el general cuyo demoledor informe sobre las causas de la derrota precipitó la dictadura veladora de Primo de Rivera…
Junto al recluta Eulogio de Vega, el recluta José Cañizo, el recluta Julián Sanz, el recluta Mariano Gálbez…
La defensa sin esperanza de los blocaos, el aterrador destino de los prisioneros, la última carga del Regimiento Alcántara…
Clave de lectura: ¿Qué buscamos en la vida? ¿Una sola cosa? ¿Varias? ¿Y qué ocurre si las encontramos? Valoración: Muy bueno ✮✮✮✮✮ Música: New Electric India, de Shadowfax ♪♪♪
Siddhartha es un hombre que no se encuentra a sí mismo. Incluso cuando, bajo el prisma de los demás, ocupa el hueco correcto en el engranaje del mundo, él cree que ha de seguir buscando.
Así nos lo presenta Hermann Hesse: la búsqueda es tanto un proceso como un estado.
¿Por qué estamos aquí? ¿Somos una casualidad cósmica? ¿El juego de un demiurgo? ¿Tiene todo esto algún sentido?
Como hijo de brahmán, la religión oficial le proporciona «certezas» muy cómodas. Una comodidad vacía.
Como samana o asceta vagabundo, la renuncia a lo material en realidad le detrae, le quita una parte de su ser, al negar las sensaciones obtenidas a través de su cuerpo.
Su encuentro con Buda parece el final del camino. Es tanta la impronta del Ser Perfecto en los corazones… Así lo decide Govinda, el amigo que le acompaña en su viaje. Aunque Siddhartha opta por no detenerse.
Kamala, la bella cortesana que lo elige como compañero. Kamaswami, el adinerado mercader de quien se convierte en mano derecha. ¿Décadas aprendiendo junto a ellos no son aún suficientes?
Un sencillo barquero, Vasudeva, es su última esperanza. Compartir su cabaña, su alimento, el lenguaje secreto del río que habla a quien quiera escuchar… ¿Es eso? ¿Lo ha conseguido entonces?
¿Y qué papel reserva el destino a su hijo, nacido tras dejar atrás a Kamala, cuando ambos sepan de la existencia del otro?
Nadie más que Siddhartha puede darse a sí mismo una respuesta.
Billy vagando por los bosques de las Ardenas, conmocionado por el estruendo de la artillería y los tanques. Su traslado a un campo de prisioneros en Dresde. La destrucción de la ciudad por el bombardeo de 1945. El retorno a casa.
Los paseos por el espacio y el tiempo entre la Tierra y el planeta Tralfámador, donde Billy, según su testimonio, es expuesto en el zoo en compañía de la actriz Montana…
Dicen que Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, es una de las mejores novelas del siglo XX.
La figura de Billy, testigo de acontecimientos incomprensibles, que resume cada una de sus experiencias con un descuidado «es lo que hay», nos desvela el destino desarticulado del ser humano.
Muñecos de trapo lanzados aquí y allá por fuerzas que no vemos, no elegimos, no sabemos controlar.
Las continuas líneas cruzadas entre la cotidianidad —empleo, familia, amigos— y lo extraordinario —la capacidad de Billy para recorrer el universo a voluntad, con su presente, pasado y futuro abiertos ante él—, nos sugieren una vía de escape.
Quizá interior, ya que nadie le cree cuando cuenta algo tan fantasioso. Incluso los más allegados se lo reprochan, como salidas de tono impropias de un hombre de clase media acomodado. Pero una puerta, al fin y al cabo.
En conjunto, no me cabe duda de que Matadero cinco merece con creces el calificativo que personas más sabias que yo le han dedicado.
Mil y muchas personas se ponen —nos ponemos— en pie. La Orquesta del Teatro Real interpreta el himno de Ucrania.
«Es una historia extraña», canta Ruprecht tras escuchar el relato de Renata.
Ruprecht quiere saber por qué Renata espanta confusa a seres invisibles. Son espíritus malignos, le explica la joven de la bicicleta.
Cuando era niña conoció a Madiel. Cada día se presentaba para jugar con ella. «Sus ojos, azules como el cielo, y sus cabellos, hilos de oro».
Madiel, un ángel. El ángel de fuego.
Le prohibió que hablara de su existencia o de una complicidad que debía permanecer en secreto. De todas formas, nadie la creería.
Por fin, al cumplir dieciséis años, Renata le pidió que unieran sus cuerpos. Madiel, enfurecido, desapareció, tras advertirle de un retorno futuro bajo la forma de un hombre.
«Es una historia extraña». Y Ruprecht se desabrocha el pantalón. Se echa sobre ella. Se arrepiente. «No volverá a ocurrir».
La música, oscura, inquietante, comienza a introducirse en los rincones de cada alma. En las almas de mil y muchas personas.
Ruprecht viaja con Renata hasta Colonia. En el escenario da vueltas un cubo gigantesco, de varios pisos y múltiples habitaciones.
Un armario que hace de vivienda. Un salón con sillones y una mesilla. Un dormitorio infantil. Escaleras. Una consulta donde se practican abortos…
Renata ansía que vuelva Heinrich. Jamás fue tan feliz como en el tiempo que pasó con el conde Heinrich, segura de que se trataba de la encarnación del ángel.
Pero ahora, abandonada, solo puede desear su retorno. Si es necesario, forzándolo mediante conjuros.
Ruprecht declara que se ha enamorado. Renata le rechaza. ¿Se atreve a comparar sus pensamientos humanos con los divinos? ¡Heinrich, Heinrich!
Tres golpes de ultratumba resuenan en el cubo. «¿Heinrich está cerca?». Tres golpes. «¿Se ha parado frente al edificio?». Tres golpes. «¿Sube por la escalera?». Tres golpes. «¿Espera ya al otro lado de la puerta?». Tres golpes.
Mentira. Nadie aguarda a Renata, cuyas desesperadas visiones se redoblan.
La música es tan torrencial que mil y muchas personas apenas se atreven —nos atrevemos— a respirar bajo las máscaras. No existe la piedad. Ni el descanso.
Ruprecht, ciego a todo excepto a su corazón, obtiene fórmulas de magia de Glock, el librero. Incluso demanda la ayuda de Agrippa von Nettesheim, el médico, que desmiente su experiencia en artes ocultas.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo hostil. Le odia. Suplica a Ruprecht que le mate. Ruprecht no es capaz, pero… por ella lo hará.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo angelical. Le ama. Suplica a Ruprecht que no le haga daño. Ruprecht cae en la locura.
La música es un rayo de luz cuando Renata pronuncia el nombre de Madiel. Mil y muchas personas entrecierran —entrecerramos— los ojos.
Renata confiesa que en realidad ama a Ruprecht.
Renata desea encerrarse en un convento. Fausto y su mentor Mefistófeles dominan sus movimientos a cámara lenta, en el salón con los sillones y la mesilla. Ruprecht asiste sin fuerzas.
Un gran danés, blanco y negro, se recuesta junto a ellos. Mueve de vez en cuando la cabeza, observando lo que ocurre alrededor. ¿Qué piensa un perro de las cosas, las palabras, los sonidos de los humanos?
En el convento, la superiora acusa a Renata de posesión. Las demás novicias van rodeándolas, presas de espasmos histéricos. El coro entero las rodea.
El cubo del escenario se ha disgregado. Sus piezas se abren ahora en canal, como un puzle.
El inquisidor pronuncia el exorcismo: «Spiriti maligni, damnati interdicti…». Azota a Renata hasta hacer que sangre. Su garganta le exhorta a «confesar la verdad».
Surgen llamas de la bicicleta.
Inermes, entregados a Sergei Prokofiev, mil y muchas personas golpean —golpeamos— una contra otra las palmas de las manos. Una y otra vez. Y otra. Y otra.
Quizá no hayamos entendido completamente lo que hemos vivido esta noche en la ópera.
Clave de lectura: Recorrido de un poeta por un Moscú «mágico». Valoración: Sí, el mundo es tan absurdo como lo pinta ✮✮✮✩✩ Música: Shadow On The Wall, de Mike Oldfield ♪♪♪
Otto von F., poeta ucraniano, despierta un nuevo día en Moscú. Las actividades de sus vecinos en la residencia de escritores le impiden continuar en la cama como sería su gusto.
Otto suele soñar con el rey de Ucrania, Olelko II —Gran Príncipe de Kiev y de Chernígov, Rey de Galitzia y de Volyn, Patrón de Pskov, de Peremyshl y de Koziatin, Duque de Dniprodzerzhinsk, etc.—, con quien ejerce de confidente y consejero de las cosas de la vida.
Lo que no anticipa es que, en cuanto se levante, la jornada se va a convertir en una Moscoviada inefable.
Primero el encuentro, en las duchas de la planta baja, con la visitante malgache de hipnótico canto.
Más tarde, los tres amigos que insisten en llevarle a la cervecería de la calle Fonvizin, delimitada por alambre de espino, con colas frente a las máquinas de monedas que expenden el ambarino líquido.
La sicalíptica visita a su amante Galia, cazadora de serpientes, tras recoger el tesoro de una casete de Mike Oldfield.
La explosión de la granada en el Merendero. Los sótanos del Mundo del Niño, en persecución del barón gitano y su cartera birlada. Los túneles secretos del metro.
Hasta la extraña reunión a la que los asistentes acuden disfrazados, donde se proclama la sagrada unidad eslava al precio que sea.
Experiencias salpimentadas aquí y allá con otras que acuden a su memoria, como los requerimientos de la KGB para incorporarlo a su ejército de colaboradores patrióticos.
Y las ratas. Las ratas que se agitan ansiosas, que chillan al otro lado de la pared donde le interrogan…
Novela nada fácil de describir esta de Yuri Andrujovich, con tantos mensajes subliminales que bordea —qué digo, bordea—, que se instala en el puro caos.
Y que, sin embargo, quizá no demasiado sorprendentemente, construye una historia con mucho sentido.
Desde la primera página, en que una extracción de muelas congrega en un muelle a los escasos habitantes de El Idilio, me siento atrapado por este título.
Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda.
Racimos de banano, costales de café, cerveza, aguardiente Frontera… El río Nangaritza, aventureros, jíbaros, la Amazonía…
Recorro las líneas, descubro el lugar y a los personajes: el inquieto doctor Rubicundo Loachamín, para quien todo lo malo es por definición culpa del Gobierno; el orondo alcalde sin nombre, conocido como la Babosa; el viejo.
El viejo, Antonio José Bolívar Proaño, llegó de joven, atraído por la promesa de tierras a quienes quisieran colonizar ese rincón perdido. Y apenas siguió adelante gracias a que los aborígenes shuar se apiadaron de él y le enseñaron las artes para sobrevivir en la selva.
A su edad, mucho tiempo después, se conforma con su mísera choza de cañas, la hamaca de yute y una mesa alta para leer de pie.
Porque, aunque no sepa escribir, lee. Lentamente, con una lupa, murmurando las palabras.
Novelas de amor. Pasiones, esfuerzos, desencuentros, la perra suerte que quiere separar a los enamorados pero nunca consigue apagar su deseo de estar juntos.
Cuantas más dificultades arrostren, más se le ilumina la mirada. El doctor se las consigue en las dos visitas que hace al año.
Traen a un cazador gringo muerto. El alcalde quiere culpar a los shuar que lo han hallado y devuelto en su canoa.
El viejo demuestra que solo pueden haber sido las garras de una hembra de tigrillo, en venganza porque el gringo acabó con sus cachorros, cuyas pequeñas pieles acribilladas no le hubieran reportado ningún beneficio.
Y ahora que ha probado la carne humana y merodea furiosa a este lado del río…
Ya no digo más. ¡Qué hermoso libro! ¡Qué maravilloso lenguaje! ¡Qué historia!
Clave de lectura: El nacionalismo como perfecto ejemplo terraplanista. Valoración: No lo recomiendo, mucho mejor algo de Savater o de Boadella ✮✮✩✩✩ Música: La vuelta al mundo en 80 días, de Victor Young ♪♪♪
A mi entender, este es un libro parcialmente acertado. O, lo que es lo mismo, parcialmente fallido.
En La Tierra plana y el nacionalismo encuentro algunos argumentos irreprochables sobre la aberración, tanto en origen como en consecuencias, que suponen los nacionalismos secesionistas.
Como bien plantea Paco Álvarez, las pruebas no tienen efecto en un «mundo paralelo» de acólitos donde la lógica brilla por su ausencia.
Intentar razonar con ellos supone que el sistema de «valores» en el que se basan, que les permiten ser miembros aceptados de su grupo, quede desarticulado.
Si lo intentas, eres el enemigo. Y al enemigo hay que odiarlo.
¿Por qué, entonces, si las intenciones morales del autor me resultan más o menos adecuadas, considero su esfuerzo fallido? Me temo que debido a las formas.
Es una opinión muy personal, evidentemente, pero si hay algo que aprecio en un ensayo es la inteligencia. La finura, el savoir dire, el estilo de un Boadella en ¡Viva Tabarnia! o de un Savater en Contra el separatismo.
Esa virtud no alumbra aquí a Álvarez, que escribe con bronca, en un sentido populista, de discusión de bar.
Por tal motivo, con la mano en el corazón, no puedo recomendarlo. Lo siento.
Clave de lectura: Clásicos de uno de los más prestigiosos autores de nuestras letras. Valoración: Estos títulos, al menos, no me transmiten nada ✮✮✮✩✩ Música: Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar ♪♪♪
Mi problema con esta edición doble de San Manuel Bueno, mártir y Cómo se hace una novela, de Miguel de Unamuno, es que ninguno de los títulos me provoca emoción.
En el primero aprecio la fábrica, la manera en que su hábil pluma nos planta en el mundo de los personajes: don Manuel, el cura; Lázaro, el indiano refractario a cualquier manifestación religiosa; Ángela, su hermana y narradora…
Para la comunidad, don Manuel es un santo. Incluso Lázaro experimenta una profunda transformación con su trato. Y Ángela, que ha estudiado en la ciudad, prefiere enterrarse en el pueblo para vivir cerca de él.
Solo que don Manuel oculta algo. No puede revelar a sus paisanos, para no hacerles daño, la duda que se ha instalado en su espíritu, que afecta como un dardo a su misma fe.
En cuanto al segundo, nos traslada al otro lado de la frontera pirenaica, donde Unamuno, que sufre exilio, piensa en escribir una novela protagonizada por U. Jugo de la Raza. Y relata cómo la desarrollaría, qué obsesiones atormentarían a tan singular figura, quien prevé una muerte cercana.
Obsesiones, reflexiones, que no por casualidad son las mismas de su creador. Porque «toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuanto es vivo, es autobiográfico».
De nuevo, un constructo cuya complejidad debería atraerme y, mísero de mí, no lo hace. Me confieso respetuoso pero ajeno a lo que nos cuenta.
Se denomina steampunk a una variante de la ucronía donde la acción histórica alternativa cuenta con la presencia de invenciones «retrofuturistas», normalmente basadas en la máquina de vapor.
En Danza de tinieblas, de Eduardo Vaquerizo, dicha acción tiene lugar en Madrid, un año indeterminado del primer tercio del siglo XX.
Tiempo atrás, Felipe II murió de una herida de caza, y su hermanastro Juan de Austria, el mismo día en que se alzaba vencedor en Lepanto, proclamó su derecho a ocupar el trono. Las consecuencias fueron inmensas.
Madrid, capital de un imperio, ciudad ruidosa y sucia, donde se come un cocido de padre y muy señor mío y donde coexisten, mal que bien, millones de personas de todas las razas y credos.
Aunque el oficial siga siendo el protestante, desde luego. Profesantes de la fe reformada llegan con esperanza desde países acosados por los malditos papistas o los anglíticos, para iniciar una nueva vida.
El cabo de alguaciles Joannes Salamanca, hijo de refugiados flamencos, está de guardia en el cuartel tras uno de esos pantagruélicos cocidos, cuando le avisan para un servicio: escoltar de incógnito al duque de Mier, favorito de la corte, que acude a solazarse al teatrón.
Lo que debería suponer una tarea rutinaria, sin necesidad de desenfundar el Villegas reglamentario del calibre 32, se complica sin embargo terriblemente.
Un asesinato en Lavapiés, corazón de la judería —tampoco los judíos fueron expulsados por Isabel y Fernando— desencadena una cadena de acontecimientos que llega a afectar a la estabilidad de la corona.
El perspicaz inquisidor fray Faustino, asignado a la investigación junto con Joannes, nota que ya son cinco los fallecidos en similares circunstancias. Parecen «aplastados» por alguna fuerza sobrehumana.
Casi todos relacionados con el cabalismo y con las Haciendas Imperiales.
Altos cargos del Estado, influyentes banqueros —granatas—, ladrones, confidentes, marginados, anarcolistas que promueven disturbios sin tregua…
El mismo duque de Mier…
La fascinante Rebeca, hermana del último asesinado…
Personajes que confluyen en una trama en la que nuestro cabo pasa de perseguidor a perseguido. Quizá le encomendaran a él el caso porque es «prescindible».
Un mundo de automóviles movidos con hulla, de máquinas de cálculo similares a computadoras, de armas de repetición, sin que sobre por otra parte la espada al costado, el sombrero de ala ancha ni, como en cualquier realidad, una bolsa llena para salir del paso.
Aunque la obra por la que más se le recuerda pueda ser, por motivos obvios, 2001: Una odisea espacial, lo cierto es que Arthur C. Clarke nos legó otras novelas y relatos como mínimo con igual mérito.
Sus bases científicas avanzadas, espíritu descubridor y sagacidad en el estilo narrativo, siguen desafiando el paso del tiempo.
Tenemos una muestra en los Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco.
La colección se compone de quince historias, publicadas en 1957, con un par de denominadores comunes. El primero es que alguien las saca a la luz en el local de dicho nombre, la Taberna del Ciervo Blanco, sito en una calleja londinense nada fácil de encontrar.
Para las primeras doce visitas es imprescindible la ayuda de un guía; después todo consiste en cerrar los ojos y confiar en el propio instinto, y a lo mejor se tiene suerte.
El segundo es que ese alguien es Harry Purvis, personaje que lo sabe todo sobre todo, conocedor de los experimentos más asombrosos y de sus consecuencias (cuando no protagonista de primera mano). Y con aplomo para que cualquiera que ose poner en duda su autoridad multidisciplinar quede humillado ipso facto.
Así, los parroquianos le escucharán embelesados perorar acerca del Silenciador Fenton, los rifles de rayos empleados en una malhadada producción hollywoodiense, aquella vez en que evitó la evacuación del sur de Inglaterra, los peligros de la melodía ideal, tan pegadiza en la mente…
El Proyecto Clausewitz para desarrollar una computadora militar, la colonia inteligente de termitas del profesor Takato, las aventuras del submarino de recreo Pompano, una orquídea con gustos culinarios «especiales», el verdadero origen del iceberg hallado a la altura de Florida, el descubrimiento accidental de la antigravedad…
Hasta que el caso de Ermintrude Inch proporciona ciertos indicios de la situación conyugal de Harry. Y la rubia impresionante que aparece a continuación en busca de un marido que no está dando clases de mecánica cuántica los miércoles por la noche, como le había hecho creer, tiene efectos indeseados en la continuidad de su tradición oratoria.
En La lucha por el poder, Europa 1815 – 1914, Richard J. Evans hace una descripción de la centuria que, en muchos aspectos, aún sigue influyendo en nuestro tiempo. Para bien y para mal.
La historia del mundo es la historia de las guerras, como escribí en alguna ocasión. Al menos, lo que se recuerda en las crónicas. Un grupo se topa con otro grupo y lucha por el control de lo que se tercie: el territorio, la riqueza, los recursos naturales… El poder.
Con la complejidad alcanzada por las sociedades occidentales en 1815, fin de la era napoleónica, puede que el conflicto estuviera «más delimitado» que bajo las correrías de Gengis Kan, por poner un ejemplo, pero jamás desaparecido. En 1914, la espita de la tensión dejó escapar el vapor.
Entre medias, ocurrió absolutamente de todo. Cualquier aspecto que uno siempre quiso conocer y nunca se atrevió a preguntar sobre el Viejo Continente viene aquí reflejado. Este libro es una pura enciclopedia.
Reinos, repúblicas e imperios que se alzan o desaparecen, figuras conocidas o injustamente postergadas (¡grandes mujeres!), inventores gracias a los que la técnica se desarrolla a velocidad exponencial, urbanistas que rediseñan las ciudades, médicos, exploradores, banqueros, políticos…
Movimientos capitales como el sufragismo, el liberalismo, el socialismo, el nacionalismo, el colonialismo…
Arte, música, filosofía, literatura, ciencia, economía, naturaleza… Difícil echar algo a faltar en sus cerca de mil páginas, un trabajo de documentación que solo se me ocurre calificar como exhaustivo. Y que, tanto como nos exige en su lectura, así nos recompensa en aprendizaje.