Por diversas circunstancias, la lectura de este interesante libro me ha dejado un poso desasosegador.
Tales circunstancias se resumen en un rápido vistazo al panorama que nos rodea.
Guerras de agresión, guerras larvadas, guerras intestinas, odios rampantes, ansias de imposición totalitaria, revanchismo, amenazas de «democracia iliberal» tocando a la puerta…
Los espíritus, no ya de concordia, que a lo mejor es mucho pedir, sino de respeto, pateados por la borda de nuestra existencia.
Y no es la primera vez que el entusiasmo de algunos —o muchos— por el conflicto arrastra a los pacíficos. Hace ochenta y tres años, por ejemplo, un sábado de septiembre como cualquier otro se convirtió en El último día del viejo mundo. Adrian Ball nos lo relata en cuatro sencillas partes:
De medianoche a las 6 de la mañana. De las 6 de la mañana al mediodía. Del mediodía a las 6 de la tarde. De las 6 de la tarde a medianoche.
En ese momento, la oscuridad se asemejó perpetua. Expirado el ultimátum para que Alemania detuviese su ataque sobre Polonia, Gran Bretaña y Francia entraron también en la lucha. Comenzaba la Segunda Guerra Mundial.
Un único día para decidir la suerte de millones, que veinticuatro horas antes vivían sus vidas cotidianas sin aviso. Una inmensa incógnita: ¿pudo ocurrir de forma diferente?
En las páginas salidas de su pluma, Ball no se limita al desarrollo secuencial de los acontecimientos, sino que intenta describir todo lo que ocurrió en la trasera del telón. Todos los esfuerzos, incertidumbres y apuestas que se lanzaron en un juego frenético contra el reloj.
No solo por mano de los estadistas, sino de figuras en apariencia secundarias cuya participación y testimonios habrían de quedar casi sepultados bajo la «gran historia» y que aquí reciben su parte de voz.
¿Se hallaban los nazis tan envalentonados por el éxito de sus jaques anteriores que no supieron prever las reacciones? ¿Era consciente la Unión Soviética de las consecuencias de su pacto con el régimen germano? ¿Hicieron algo los italianos para disuadir a sus aliados del Eje? ¿Por qué dudó tanto el Gobierno de París en cumplir con sus compromisos ante los polacos? ¿Eran Chamberlain y su gabinete tan ilusos como los trata la memoria colectiva?
¿Son los deseos de paz una debilidad cuando se trata de defender un derecho? ¿Dónde se sitúan las líneas rojas que, una vez traspasadas, justifican el uso de la fuerza?
Aún hoy, los herederos de aquellas personas nos lo seguimos preguntando.
Música, libros, fotos, cosas que me pasan, que recuerdo, que se me ocurren, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
lunes, 19 de diciembre de 2022
martes, 6 de diciembre de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (CVI)
Hoy, día de mi fiesta nacional favorita, con toda la solemnidad que reclama la ocasión, vengo a decir en voz tonante que…
Que Tip y Coll eran la pera.
Luis Sánchez Polack y José Luis Coll.
Y si acaso alguien osara discutirlo, traigo pruebas palpables a esta tribuna. Palpables y catables: toda una Tip y Coll orgía.
El humor es un rasgo con tantas variaciones y peculiaridades culturales, que su definición resulta muy compleja. Incluso contradictoria.
¿Por qué se desternilla un japonés de algo que a un español le produce apenas perplejidad? ¿Exige el humor inglés haber estudiado en Eton para entenderlo? ¿Alguien ha oido hablar de los chistes en alemán? ¿Podría robarnos la carcajada un italiano si le atáramos las manos a la espalda?
Pero en vez de empeñarnos en buscar las diferencias, en "racionalizar" la causa aparente de la hilaridad, ampliemos un poco el sentido de la pregunta. Planteémonos su origen último. La misma necesidad que, a lo largo y ancho de nuestro mundo, aquí y en las quimbambas, todos manifestamos: reír. ¿No será un rasgo de unión, de felicidad, de profundísimo sentido de lo humano?
¿No merece el humor un podio en la lista de cosas —cosas, búsquedas, sentimientos…— que realmente son imprescindibles para vivir?
Me da la sensación de que Tip y Coll así lo entendieron.
El suyo es un humor basado en la palabra. En el doble sentido, el equívoco, el matiz, el absurdo inteligente.
Si de algo adolece este libro es quizá que debemos leerlo, valga la paradoja. Si pudiéramos escucharlo, y más con las voces y gestos de sus autores, saldría ganando.
A lo largo de sus escenas y diálogos se desarrollan temas que, no por tratarse con óptica cómica, pierden su relevancia social: política, antimilitarismo, burocracia, arte, literatura, biología, especulación filosófica…
Con un estilo irreverente, siempre de buen gusto, cuyo origen me parece adivinar en las greguerías de Ramón Gómez de la Serna y que otros clásicos inmortales como Les Luthiers, para que nos hagamos una idea del nivel de nuestro dúo, han sabido llevar hasta la cima.
Ay, si nos riéramos más de nosotros mismos…
Que Tip y Coll eran la pera.
Luis Sánchez Polack y José Luis Coll.
Y si acaso alguien osara discutirlo, traigo pruebas palpables a esta tribuna. Palpables y catables: toda una Tip y Coll orgía.
El humor es un rasgo con tantas variaciones y peculiaridades culturales, que su definición resulta muy compleja. Incluso contradictoria.
¿Por qué se desternilla un japonés de algo que a un español le produce apenas perplejidad? ¿Exige el humor inglés haber estudiado en Eton para entenderlo? ¿Alguien ha oido hablar de los chistes en alemán? ¿Podría robarnos la carcajada un italiano si le atáramos las manos a la espalda?
Pero en vez de empeñarnos en buscar las diferencias, en "racionalizar" la causa aparente de la hilaridad, ampliemos un poco el sentido de la pregunta. Planteémonos su origen último. La misma necesidad que, a lo largo y ancho de nuestro mundo, aquí y en las quimbambas, todos manifestamos: reír. ¿No será un rasgo de unión, de felicidad, de profundísimo sentido de lo humano?
¿No merece el humor un podio en la lista de cosas —cosas, búsquedas, sentimientos…— que realmente son imprescindibles para vivir?
Me da la sensación de que Tip y Coll así lo entendieron.
El suyo es un humor basado en la palabra. En el doble sentido, el equívoco, el matiz, el absurdo inteligente.
Si de algo adolece este libro es quizá que debemos leerlo, valga la paradoja. Si pudiéramos escucharlo, y más con las voces y gestos de sus autores, saldría ganando.
A lo largo de sus escenas y diálogos se desarrollan temas que, no por tratarse con óptica cómica, pierden su relevancia social: política, antimilitarismo, burocracia, arte, literatura, biología, especulación filosófica…
Con un estilo irreverente, siempre de buen gusto, cuyo origen me parece adivinar en las greguerías de Ramón Gómez de la Serna y que otros clásicos inmortales como Les Luthiers, para que nos hagamos una idea del nivel de nuestro dúo, han sabido llevar hasta la cima.
Ay, si nos riéramos más de nosotros mismos…
lunes, 28 de noviembre de 2022
Brevísima y viperina nota sobre… (VII)
¡Sí, sí, yo quiero leer a Théophile Gautier, quiero, quiero, oui! ¡Un classique dans ma vie, s'il vous plaît!
De manera que me agencio un ejemplar de Spirite y cumplo con la ilusión.
Al menos, hasta que de ilusión se transforma en… ¡Plof!
El problema de las expectativas estriba en que, si no se cumplen, la indigestión sienta peor que no haber tenido ninguna. Bajo el epígrafe de «novela fantástica», nuestro laureado autor plantea el siguiente argumento:
Hay un señor que vive en París, Guy de Malivert, cuya ocupación principal consiste en ajustarse el nudo de la corbata para asistir a los saraos de la buena sociedad. La ópera, el club, los restaurantes, las múltiples recepciones…
Las madres de hijas casaderas se desviven por echarle el lazo, ya que disfruta de 40.000 francos de rentas de fincas y un tío achacoso multimillonario al que debe heredar.
Pero tampoco tiene el hombre demasiada prisa por cambiar de estado civil. ¡Resulta tan cómodo estar soltero con posibles! Lo que exaspera especialmente a la señora de Ymbercourt, a quien todos consideran un modelo de belleza (sosa, de acuerdo, pero con otros 60.000 del ala para invertir en la relación).
De repente, una noche en que Malivert va a salir de casa para visitarla, le parece oír un suspiro etéreo que le deja preocupado.
El barón de Féroë, un sueco con quien conversa durante la velada, le anima a permanecer libre para el amor, ya que no solo la Ymbercourt, sino también algún otro ente tiene la mirada puesta en él. Cosas que notan los médiums…
Resumiendo, que una linda damisela, un ángel, una sílfide, se le aparece desde el más allá y le da un flechazo. Toma el control de su mano y comienza a escribirle (escribirse) cartas en un estado de ensoñación.
Espirita, habrá que llamarla de alguna manera, había estado locamente enamorada de Malivert desde la adolescencia, cuando por primera vez le vio pasar junto a ella. Qué buen mozo…
Años después, próxima ya a vestir de largo, atisbó su curtido y varonil rostro en un palco del Teatro Italiano (es que nuestro amigo acababa de pasar seis meses en España, y eso deja moreno a cualquiera). Y volvió a inflamarse de deseo por comer perdices juntos.
Por cierto, eso ocurrió en una representación de La sonámbula de Bellini, así que ya sé qué música poner más abajo en la entrada.
Pero como el atontado no se daba cuenta de su existencia, se metió a monja. Luego le dieron unos males y se murió. Lo cual tampoco es molestia, porque en su nueva «no forma» viene y va a voluntad para estar con él.
Volviendo a resumir (y a destripar) el final, Malivert se va de aventuras a Grecia, también la palma frente a unos bandidos y los dos espíritus se funden en una eternidad de gozo, encantados de haberse conocido.
Pero castos, ¿eh? Castos. Que corra el aire. Literalmente.
Todas las escenas aderezadas con descripciones que se hacen igual de eternas al lector, en las que Théophile no queda contento si no plasma el más mínimo detalle de la indumentaria de los personajes o el tapizado de cachemir blanco dividido por cordones de seda azul junto a la biblioteca de palo de rosa que denota el buen gusto imprescindible en la decoración del hogar.
Dicen que esta obra fue muy apreciada por los movimientos espiritistas decimonónicos. A mí, sin embargo, me resulta infumable. Soporífera. Un tostón. En su época, en la mía y dentro de otros doscientos años.
Je m’excuse…
De manera que me agencio un ejemplar de Spirite y cumplo con la ilusión.
Al menos, hasta que de ilusión se transforma en… ¡Plof!
El problema de las expectativas estriba en que, si no se cumplen, la indigestión sienta peor que no haber tenido ninguna. Bajo el epígrafe de «novela fantástica», nuestro laureado autor plantea el siguiente argumento:
Hay un señor que vive en París, Guy de Malivert, cuya ocupación principal consiste en ajustarse el nudo de la corbata para asistir a los saraos de la buena sociedad. La ópera, el club, los restaurantes, las múltiples recepciones…
Las madres de hijas casaderas se desviven por echarle el lazo, ya que disfruta de 40.000 francos de rentas de fincas y un tío achacoso multimillonario al que debe heredar.
Pero tampoco tiene el hombre demasiada prisa por cambiar de estado civil. ¡Resulta tan cómodo estar soltero con posibles! Lo que exaspera especialmente a la señora de Ymbercourt, a quien todos consideran un modelo de belleza (sosa, de acuerdo, pero con otros 60.000 del ala para invertir en la relación).
De repente, una noche en que Malivert va a salir de casa para visitarla, le parece oír un suspiro etéreo que le deja preocupado.
El barón de Féroë, un sueco con quien conversa durante la velada, le anima a permanecer libre para el amor, ya que no solo la Ymbercourt, sino también algún otro ente tiene la mirada puesta en él. Cosas que notan los médiums…
Resumiendo, que una linda damisela, un ángel, una sílfide, se le aparece desde el más allá y le da un flechazo. Toma el control de su mano y comienza a escribirle (escribirse) cartas en un estado de ensoñación.
Espirita, habrá que llamarla de alguna manera, había estado locamente enamorada de Malivert desde la adolescencia, cuando por primera vez le vio pasar junto a ella. Qué buen mozo…
Años después, próxima ya a vestir de largo, atisbó su curtido y varonil rostro en un palco del Teatro Italiano (es que nuestro amigo acababa de pasar seis meses en España, y eso deja moreno a cualquiera). Y volvió a inflamarse de deseo por comer perdices juntos.
Por cierto, eso ocurrió en una representación de La sonámbula de Bellini, así que ya sé qué música poner más abajo en la entrada.
Pero como el atontado no se daba cuenta de su existencia, se metió a monja. Luego le dieron unos males y se murió. Lo cual tampoco es molestia, porque en su nueva «no forma» viene y va a voluntad para estar con él.
Volviendo a resumir (y a destripar) el final, Malivert se va de aventuras a Grecia, también la palma frente a unos bandidos y los dos espíritus se funden en una eternidad de gozo, encantados de haberse conocido.
Pero castos, ¿eh? Castos. Que corra el aire. Literalmente.
Todas las escenas aderezadas con descripciones que se hacen igual de eternas al lector, en las que Théophile no queda contento si no plasma el más mínimo detalle de la indumentaria de los personajes o el tapizado de cachemir blanco dividido por cordones de seda azul junto a la biblioteca de palo de rosa que denota el buen gusto imprescindible en la decoración del hogar.
Dicen que esta obra fue muy apreciada por los movimientos espiritistas decimonónicos. A mí, sin embargo, me resulta infumable. Soporífera. Un tostón. En su época, en la mía y dentro de otros doscientos años.
Je m’excuse…
lunes, 21 de noviembre de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (CV)
Calificaba el otro día de notable la obra recomendada, ¿verdad?
Entonces, con el mismo espíritu de generosidad y de justicia, solo me queda aplicar este rango a la de hoy: sobresaliente.
Porque, en La isla de los caballeros, Toni Morrison nos ofrece una narrativa de un nivel extraordinario.
Desde el mismo principio, el lector —yo, al menos— siente necesidad de saber. Las primeras páginas se recorren con una curiosidad rayana en la avidez.
¿Quién es el hombre que salta del barco fondeado cerca de Queen of France? ¿Por qué lo hace, con riesgo de quedar para siempre atrapado por las peligrosas mareas?
¿De quién son las voces de mujer a bordo de la embarcación a la que logra asirse en el último momento? ¿Por qué se esconde de ellas un náufrago? ¿Por qué se considera afortunado de que recalen en un embarcadero particular sin inspectores de aduanas?
Y más adelante, cuando se aventure en tierra, ¿qué extraña relación le unirá con los habitantes de la casa donde se refugia, cuando estos le descubran? ¿Por qué un intruso sucio y enigmático no es inmediatamente expulsado, lo cual desencadena acontecimientos de difícil sospecha?
Una huella indeleble que se posa sobre todos y cada uno de ellos.
Sobre Valerian, el adinerado propietario que disfruta de su jubilación en una isla del Caribe.
Sobre Margaret, su esposa, que una vez fue reina de la belleza en su localidad natal y desea más que nada pasar la Navidad con su hijo Michael.
Sobre Sydney y Ondine, los criados, indisimuladamente hostiles a la presencia de otro negro como ellos en la mansión.
Sobre Jadine, su sobrina, modelo culta y cosmopolita, cuyo rostro aparece en las revistas de moda más prestigiosas.
Sobre Gideon, que responde al nombre genérico de Marinero. Sobre Thérèse, apasionada por las manzanas, tan difíciles de conseguir en esa zona del mundo. Sobre...
¿Cuál es el secreto de Son, que viene a invadir sus vidas? ¿Qué quiere? ¿Matar, robar, violar? ¿Lo ha hecho quizás antes?
¿Y cuáles son los demás secretos, los suyos propios, que hasta entonces se ocultaban tras el cristal de una existencia ordenada, y que erupcionan como un volcán dormido pero no extinto?
Insisto, Morrison es capaz, con un lenguaje y una expresión ricos y profundos, dignos de su Premio Nobel, donde cada frase cumple un papel significativo en el conjunto, de liberar un río de lava en forma de emociones, amor, odio, prejuicios raciales —interraciales e intrarraciales—, de relaciones humanas tan intensas, que nos mantendrán fascinados hasta el final.
Un diez, ya lo creo que sí.
Entonces, con el mismo espíritu de generosidad y de justicia, solo me queda aplicar este rango a la de hoy: sobresaliente.
Porque, en La isla de los caballeros, Toni Morrison nos ofrece una narrativa de un nivel extraordinario.
Desde el mismo principio, el lector —yo, al menos— siente necesidad de saber. Las primeras páginas se recorren con una curiosidad rayana en la avidez.
¿Quién es el hombre que salta del barco fondeado cerca de Queen of France? ¿Por qué lo hace, con riesgo de quedar para siempre atrapado por las peligrosas mareas?
¿De quién son las voces de mujer a bordo de la embarcación a la que logra asirse en el último momento? ¿Por qué se esconde de ellas un náufrago? ¿Por qué se considera afortunado de que recalen en un embarcadero particular sin inspectores de aduanas?
Y más adelante, cuando se aventure en tierra, ¿qué extraña relación le unirá con los habitantes de la casa donde se refugia, cuando estos le descubran? ¿Por qué un intruso sucio y enigmático no es inmediatamente expulsado, lo cual desencadena acontecimientos de difícil sospecha?
Una huella indeleble que se posa sobre todos y cada uno de ellos.
Sobre Valerian, el adinerado propietario que disfruta de su jubilación en una isla del Caribe.
Sobre Margaret, su esposa, que una vez fue reina de la belleza en su localidad natal y desea más que nada pasar la Navidad con su hijo Michael.
Sobre Sydney y Ondine, los criados, indisimuladamente hostiles a la presencia de otro negro como ellos en la mansión.
Sobre Jadine, su sobrina, modelo culta y cosmopolita, cuyo rostro aparece en las revistas de moda más prestigiosas.
Sobre Gideon, que responde al nombre genérico de Marinero. Sobre Thérèse, apasionada por las manzanas, tan difíciles de conseguir en esa zona del mundo. Sobre...
¿Cuál es el secreto de Son, que viene a invadir sus vidas? ¿Qué quiere? ¿Matar, robar, violar? ¿Lo ha hecho quizás antes?
¿Y cuáles son los demás secretos, los suyos propios, que hasta entonces se ocultaban tras el cristal de una existencia ordenada, y que erupcionan como un volcán dormido pero no extinto?
Insisto, Morrison es capaz, con un lenguaje y una expresión ricos y profundos, dignos de su Premio Nobel, donde cada frase cumple un papel significativo en el conjunto, de liberar un río de lava en forma de emociones, amor, odio, prejuicios raciales —interraciales e intrarraciales—, de relaciones humanas tan intensas, que nos mantendrán fascinados hasta el final.
Un diez, ya lo creo que sí.
lunes, 14 de noviembre de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (CIV)
Qué gran novelista. Y qué poco reconocido hoy en día, en mi opinión.
Intento explicárselo así a la simpática librera, cuando me pregunta con confianza por qué se me ha iluminado la mirada al hallar este título en los anaqueles. Le digo que todo lo que he leído de su autor me parece tan notable que, al ver el nombre impreso en el lomo, me siento tocado por la fortuna.
Angel María de Lera gozó quizá de su cúspide de gloria al ganar el Premio Planeta de 1967 con Las últimas banderas (cuando este galardón tenía un significado literario de verdad). Pero su camino estuvo alejado de medallas y palmadas en la espalda.
Porque formó parte de la mitad de los españoles que perdieron la guerra.
Y la consecuencia más inmediata, además de la cárcel, fue el desprecio. Casi podría decirse el intento de deshumanización.
El argumento de La noche sin riberas es sin duda autobiográfico. Comienza con los personajes, junto a miles de rostros anónimos, semejantes al coro de una tragedia griega, formados en el patio de una prisión.
Escuchan las palabras en latín de la misa y las imprecaciones que el sacerdote les dirige en la homilía.
Tras ordenarles retornar a las celdas han de gritar ¡Arriba España! Y levantar el brazo con la palma de la mano extendida. Más les vale obedecer.
Todos han sido condenados en juicios sumarísimos: treinta años, perpetua, muerte…
Los guardianes (Goering, Portaviones, Mula Romera, Malastripas, La Marquesona) se encargan de recordarles cuál es su lugar en el nuevo orden.
Comienza otra guerra, esta vez en Europa.
El optimismo por que cambien las tornas se desploma según se desarrollan las acciones bélicas: cae Polonia, cae Dinamarca, caen Noruega, Bélgica, Paises Bajos, Francia…
Los presos van disminuyendo en número. Agotados, enfermos, hambrientos, ateridos. O contra un muro.
También la solidaridad inicial se cuartea. Los comunistas se creen moralmente superiores. ¡El gran camarada Stalin conseguirá su retorno al poder! Que nadie se oponga, porque a lo mejor se queda tras las rejas cuando llegue la hora.
A los demás, cenetistas, republicanos, campesinos reclutados, cualquiera que vistiera el uniforme, ya convertido en andrajos, por cualquier otra circunstancia, solo les queda agachar la cabeza.
Pero Hitler ataca la Unión Soviética y el Ejército Rojo se deshace. ¿Era esa su cacareada invencibilidad?
Al protagonista le descubren portando noticias del exterior. Se niega a confesar cómo las ha obtenido. Celda de castigo. Palizas. Prohibición de visitas. Prohibición de paquetes de comida. Amenaza de fusilamiento.
Descubre que puede hablar con las mujeres de la otra ala del penal a través de las tuberías. Voces que significan la vida.
¡Mujeres! La vida. La vida…
Diciembre: hay rumores de una batalla en una ciudad junto al Volga. Para él, en cambio, un vagón de transporte de ganado.
Le trasladan.
No pensemos que Lera se "recrea", por expresarlo de alguna manera, en el victimismo. Ni defiende exaltaciones políticas, odio, deseos de revancha o ideas de violencia o justicia basadas en el "ojo por ojo". Muy al contrario.
(Por ejemplo, su crítica a la ideología fascista no es óbice para que tampoco salga demasiado bien parada la comunista).
Los caracteres que describe no son ángeles ni demonios. Tienen la amplísima diversidad de pensamientos, reacciones y sueños que cristalizan en cada ser humano. Solo que a ellos les ha tocado la mala suerte.
El mensaje último es diáfano: la importancia de la dignidad.
Si se rompe el espíritu de una persona, más que su cuerpo, si se quiebra su voluntad de existencia, de elegir libremente sus pasos, si el miedo y el dolor amordazan, no ya su voz, sino su mismo pensamiento, entonces los torturadores han ganado.
Y eso no puede ocurrir de nuevo.
Jamás.
Intento explicárselo así a la simpática librera, cuando me pregunta con confianza por qué se me ha iluminado la mirada al hallar este título en los anaqueles. Le digo que todo lo que he leído de su autor me parece tan notable que, al ver el nombre impreso en el lomo, me siento tocado por la fortuna.
Angel María de Lera gozó quizá de su cúspide de gloria al ganar el Premio Planeta de 1967 con Las últimas banderas (cuando este galardón tenía un significado literario de verdad). Pero su camino estuvo alejado de medallas y palmadas en la espalda.
Porque formó parte de la mitad de los españoles que perdieron la guerra.
Y la consecuencia más inmediata, además de la cárcel, fue el desprecio. Casi podría decirse el intento de deshumanización.
El argumento de La noche sin riberas es sin duda autobiográfico. Comienza con los personajes, junto a miles de rostros anónimos, semejantes al coro de una tragedia griega, formados en el patio de una prisión.
Escuchan las palabras en latín de la misa y las imprecaciones que el sacerdote les dirige en la homilía.
Tras ordenarles retornar a las celdas han de gritar ¡Arriba España! Y levantar el brazo con la palma de la mano extendida. Más les vale obedecer.
Todos han sido condenados en juicios sumarísimos: treinta años, perpetua, muerte…
Los guardianes (Goering, Portaviones, Mula Romera, Malastripas, La Marquesona) se encargan de recordarles cuál es su lugar en el nuevo orden.
Comienza otra guerra, esta vez en Europa.
El optimismo por que cambien las tornas se desploma según se desarrollan las acciones bélicas: cae Polonia, cae Dinamarca, caen Noruega, Bélgica, Paises Bajos, Francia…
Los presos van disminuyendo en número. Agotados, enfermos, hambrientos, ateridos. O contra un muro.
También la solidaridad inicial se cuartea. Los comunistas se creen moralmente superiores. ¡El gran camarada Stalin conseguirá su retorno al poder! Que nadie se oponga, porque a lo mejor se queda tras las rejas cuando llegue la hora.
A los demás, cenetistas, republicanos, campesinos reclutados, cualquiera que vistiera el uniforme, ya convertido en andrajos, por cualquier otra circunstancia, solo les queda agachar la cabeza.
Pero Hitler ataca la Unión Soviética y el Ejército Rojo se deshace. ¿Era esa su cacareada invencibilidad?
Al protagonista le descubren portando noticias del exterior. Se niega a confesar cómo las ha obtenido. Celda de castigo. Palizas. Prohibición de visitas. Prohibición de paquetes de comida. Amenaza de fusilamiento.
Descubre que puede hablar con las mujeres de la otra ala del penal a través de las tuberías. Voces que significan la vida.
¡Mujeres! La vida. La vida…
Diciembre: hay rumores de una batalla en una ciudad junto al Volga. Para él, en cambio, un vagón de transporte de ganado.
Le trasladan.
No pensemos que Lera se "recrea", por expresarlo de alguna manera, en el victimismo. Ni defiende exaltaciones políticas, odio, deseos de revancha o ideas de violencia o justicia basadas en el "ojo por ojo". Muy al contrario.
(Por ejemplo, su crítica a la ideología fascista no es óbice para que tampoco salga demasiado bien parada la comunista).
Los caracteres que describe no son ángeles ni demonios. Tienen la amplísima diversidad de pensamientos, reacciones y sueños que cristalizan en cada ser humano. Solo que a ellos les ha tocado la mala suerte.
El mensaje último es diáfano: la importancia de la dignidad.
Si se rompe el espíritu de una persona, más que su cuerpo, si se quiebra su voluntad de existencia, de elegir libremente sus pasos, si el miedo y el dolor amordazan, no ya su voz, sino su mismo pensamiento, entonces los torturadores han ganado.
Y eso no puede ocurrir de nuevo.
Jamás.
lunes, 24 de octubre de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (CIII)
Todo empezó con ondas sonoras expandiéndose en el plasma primordial del big bang.
En El jazz de la física, Stephon Alexander defiende que la música hunde sus raíces en la esencia misma del universo: en su creación, su desarrollo y las leyes por las que se rige.
Porque el universo vibra.
Para explicarlo, aplica la tesis en dos niveles: metafórica y literalmente.
La mitad metafórica de la urdimbre se refiere a su propia trayectoria vital, ya que el autor compagina la labor investigadora y docente con el saxofón. Una convivencia de intereses que parece estimular el intelecto.
De hecho, las notas autobiográficas se constituyen en el vórtice alrededor del cual gira el relato: su niñez en el Bronx, su juventud, el momento en el que tuvo que decidir entre ciencia y arte para ganarse el pan, su paso por la facultad, la relación con personas inspiradoras en el doctorado…
Y en ese viaje, cada bombilla que se le enciende alrededor de sus temas de investigación, desde las supercuerdas hasta los agujeros negros, deriva de situaciones musicales.
Muchas de ellas inspiradas por John Coltrane, el genio de álbumes como Interstellar Space o Stellar Regions, que llega a erigirse en su espíritu guía. ¿No podría representar cierto enigmático dibujo que regaló a Yusef Lateef una imagen de la gravedad cuántica a través de ciclos de cuartas y quintas?
¿O no se asemejan los experimentos mentales de Einstein, si se estudian con atención, a ciertas pautas que siguen los improvisadores de jazz cuando ejecutan sus solos?
En cuanto a la parte que denomino literal, o más reconociblemente científica, Alexander nos ofrece un ameno recorrido por la historia del saber. Con nombres como Pitágoras, Kepler, Newton, Fourier, Hubble, Geller, Dirac, Feynman, Cooper, Brandenberger…
Y conceptos como superconductividad, el espín de los átomos, la materia oscura, el fondo cósmico de microondas o la teoría cuántica de campos, entre otros.
¿Mi veredicto? En la humildad de mi comprensión, diría que bastante positivo.
En cuanto a los temas cosmológicos, si bien este no es quizá el título de referencia que elegiría para aprender, presenta un enfoque de repaso muy didáctico.
Por otro lado, las continuas referencias jazzísticas consiguen abrir y estimular el apetito auditivo hacia un género fascinante.
(Aunque a veces no termine de pillar las analogías entre música y física propuestas, no tengo más remedio que confesar. Mea culpa).
Qué libro tan peculiar…
En El jazz de la física, Stephon Alexander defiende que la música hunde sus raíces en la esencia misma del universo: en su creación, su desarrollo y las leyes por las que se rige.
Porque el universo vibra.
Para explicarlo, aplica la tesis en dos niveles: metafórica y literalmente.
La mitad metafórica de la urdimbre se refiere a su propia trayectoria vital, ya que el autor compagina la labor investigadora y docente con el saxofón. Una convivencia de intereses que parece estimular el intelecto.
De hecho, las notas autobiográficas se constituyen en el vórtice alrededor del cual gira el relato: su niñez en el Bronx, su juventud, el momento en el que tuvo que decidir entre ciencia y arte para ganarse el pan, su paso por la facultad, la relación con personas inspiradoras en el doctorado…
Y en ese viaje, cada bombilla que se le enciende alrededor de sus temas de investigación, desde las supercuerdas hasta los agujeros negros, deriva de situaciones musicales.
Muchas de ellas inspiradas por John Coltrane, el genio de álbumes como Interstellar Space o Stellar Regions, que llega a erigirse en su espíritu guía. ¿No podría representar cierto enigmático dibujo que regaló a Yusef Lateef una imagen de la gravedad cuántica a través de ciclos de cuartas y quintas?
¿O no se asemejan los experimentos mentales de Einstein, si se estudian con atención, a ciertas pautas que siguen los improvisadores de jazz cuando ejecutan sus solos?
En cuanto a la parte que denomino literal, o más reconociblemente científica, Alexander nos ofrece un ameno recorrido por la historia del saber. Con nombres como Pitágoras, Kepler, Newton, Fourier, Hubble, Geller, Dirac, Feynman, Cooper, Brandenberger…
Y conceptos como superconductividad, el espín de los átomos, la materia oscura, el fondo cósmico de microondas o la teoría cuántica de campos, entre otros.
¿Mi veredicto? En la humildad de mi comprensión, diría que bastante positivo.
En cuanto a los temas cosmológicos, si bien este no es quizá el título de referencia que elegiría para aprender, presenta un enfoque de repaso muy didáctico.
Por otro lado, las continuas referencias jazzísticas consiguen abrir y estimular el apetito auditivo hacia un género fascinante.
(Aunque a veces no termine de pillar las analogías entre música y física propuestas, no tengo más remedio que confesar. Mea culpa).
Qué libro tan peculiar…
miércoles, 12 de octubre de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (CII)
En estos tiempos aciagos que nos ha tocado vivir...
Un momento.
No estaba empezando la entrada con buen pie, me parece. Eso de tiempos aciagos… Llama a ponerse a la defensiva ante lo que se adivina como Weltschmerz, pesimismo existencial, que viene a continuación.
Y lo que quisiera es todo lo contrario: reivindicar la esperanza a través de un libro.
Un gran libro, que contribuye a crear un manto de cordura a nuestro alrededor: Ética cosmopolita, de Adela Cortina.
Elogiar a estas alturas la figura de la autora resulta casi innecesario, ya que brilla por derecho propio en el orbe del pensamiento contemporáneo. Su firma y el sustantivo ética van cogidos de la mano.
En esta ocasión, continúa su obra escrita contra las ideas absolutistas, el fanatismo, la ignorancia, el canibalismo social hacia el débil, el enfrentamiento irreflexivo como medio para resolver las diferencias…
En defensa de la democracia, no como bolsa hinchada de vocinglería o de intereses partidistas que venderían a su madre por un voto, sino como fortaleza que, para no perder su integridad, necesita de cuidados continuos en numerosos ámbitos.
No solo los que afectan a la calidad de la vida en común, como la educación, la economía o la justicia, sino intangibles que, por extensión, nos definen como entes individuales, ciudadanos…, personas.
De los once capítulos en que se estructura el volumen, la aspiración al cosmopolitismo se desarrolla explícitamente en los dos últimos, aunque en realidad sea una paráfrasis para solidificar los mensajes que nos transmite a lo largo de todo el texto.
Ya la introducción nos sitúa en un espectro muy concreto: el del coronavirus, ese factor que nos ha puesto a prueba al despertar y alimentar miedos atávicos. Y el miedo es un instinto peligroso en ambas vías: para quien lo sufre y para quien lo causa.
Desafíos, dilemas, fragilidad, interdependencia, son algunas expresiones que comenzamos a encontrar aquí.
Al igual que cordura en las líneas siguientes, tras recordarnos que las crisis han sido y son consustanciales a la historia de la humanidad. ¿Qué hemos aprendido de ellas? ¿De qué manera evitar errores que podrían derivar ahora en una catástrofe planetaria?
¿Es preferible la seguridad a la libertad? ¿Están contrapuestas? ¿Y la razón versus los sentimientos en la toma de decisiones colectivas?
¿La evolución técnica nos salvará? ¿O podría conducirnos a la esclavitud encubierta? ¿Cuál es el papel de las humanidades en un mundo de bits?
¿Y el de las palabras? ¿Se construye la realidad en términos ideológicos? ¿Preferimos la posverdad, «un marco de valores simple, esquemático, desde el que los oyentes puedan interpretar los acontecimientos y en el que solo juegan dos equipos, nosotros y ellos»? Donde «la ancestral contraposición amigo-enemigo sigue siendo rentable para dotar a la ciudadanía de una identidad, sea desde la presunta izquierda o desde la presunta derecha».
Ética, cómo no. Un concepto alrededor del cual pivotan muchas respuestas. Donde Kant, por ejemplo, tiene aún un par de cosas que enseñarnos.
Si es que queremos aprender. Porque, visto lo visto, quizá seamos portadores de una semilla muy diferente: la de la autodestrucción.
Leed a Adela Cortina. Escuchadla. Aplicad sus palabras.
Por favor.
Un momento.
No estaba empezando la entrada con buen pie, me parece. Eso de tiempos aciagos… Llama a ponerse a la defensiva ante lo que se adivina como Weltschmerz, pesimismo existencial, que viene a continuación.
Y lo que quisiera es todo lo contrario: reivindicar la esperanza a través de un libro.
Un gran libro, que contribuye a crear un manto de cordura a nuestro alrededor: Ética cosmopolita, de Adela Cortina.
Elogiar a estas alturas la figura de la autora resulta casi innecesario, ya que brilla por derecho propio en el orbe del pensamiento contemporáneo. Su firma y el sustantivo ética van cogidos de la mano.
En esta ocasión, continúa su obra escrita contra las ideas absolutistas, el fanatismo, la ignorancia, el canibalismo social hacia el débil, el enfrentamiento irreflexivo como medio para resolver las diferencias…
En defensa de la democracia, no como bolsa hinchada de vocinglería o de intereses partidistas que venderían a su madre por un voto, sino como fortaleza que, para no perder su integridad, necesita de cuidados continuos en numerosos ámbitos.
No solo los que afectan a la calidad de la vida en común, como la educación, la economía o la justicia, sino intangibles que, por extensión, nos definen como entes individuales, ciudadanos…, personas.
De los once capítulos en que se estructura el volumen, la aspiración al cosmopolitismo se desarrolla explícitamente en los dos últimos, aunque en realidad sea una paráfrasis para solidificar los mensajes que nos transmite a lo largo de todo el texto.
Ya la introducción nos sitúa en un espectro muy concreto: el del coronavirus, ese factor que nos ha puesto a prueba al despertar y alimentar miedos atávicos. Y el miedo es un instinto peligroso en ambas vías: para quien lo sufre y para quien lo causa.
Desafíos, dilemas, fragilidad, interdependencia, son algunas expresiones que comenzamos a encontrar aquí.
Al igual que cordura en las líneas siguientes, tras recordarnos que las crisis han sido y son consustanciales a la historia de la humanidad. ¿Qué hemos aprendido de ellas? ¿De qué manera evitar errores que podrían derivar ahora en una catástrofe planetaria?
¿Es preferible la seguridad a la libertad? ¿Están contrapuestas? ¿Y la razón versus los sentimientos en la toma de decisiones colectivas?
¿La evolución técnica nos salvará? ¿O podría conducirnos a la esclavitud encubierta? ¿Cuál es el papel de las humanidades en un mundo de bits?
¿Y el de las palabras? ¿Se construye la realidad en términos ideológicos? ¿Preferimos la posverdad, «un marco de valores simple, esquemático, desde el que los oyentes puedan interpretar los acontecimientos y en el que solo juegan dos equipos, nosotros y ellos»? Donde «la ancestral contraposición amigo-enemigo sigue siendo rentable para dotar a la ciudadanía de una identidad, sea desde la presunta izquierda o desde la presunta derecha».
Ética, cómo no. Un concepto alrededor del cual pivotan muchas respuestas. Donde Kant, por ejemplo, tiene aún un par de cosas que enseñarnos.
Si es que queremos aprender. Porque, visto lo visto, quizá seamos portadores de una semilla muy diferente: la de la autodestrucción.
Leed a Adela Cortina. Escuchadla. Aplicad sus palabras.
Por favor.
martes, 2 de agosto de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (CI)
Existe un tipo de personas al que, por mucho que lo intente, no consigo comprender. De ninguna de las maneras.
¿Cómo? ¿Que piensas que la historia es qué? ¿Aburridaaaaaa?
¿De verdad, de verdad, de verdad?
Vale, ya sé que tiene que haber variedad en el mundo, pero si te cuentas entre esas filas, me da la impresión de que deberías leerte la Historia de Roma de Indro Montanelli. Con urgencia.
Si se ha escrito un libro ameno y con ánimo de despejar de mármoles y senadoconsultos los vaivenes de, quizá, la civilización más influyente de todos los tiempos, ese es el de nuestro autor.
Veterano en términos historiográficos, ya que se editó por vez primera en los años 50 del pasado siglo, el prólogo advierte de que no viene a descubrir nada nuevo. Solo a plasmarlo de manera «más sencilla y cordial».
Cosa que consigue, sin duda, y sin necesidad de infantilizar el relato, adobarlo con sal gruesa o dejar su contenido mondo y lirondo. ¿Cuál es su secreto? El sentido del humor.
Los romanos eran como nosotros (eran nosotros), unos tipos sujetos a todas las pasiones, fortalezas y debilidades humanas que queramos imaginar. Ni más tontos, ni más listos. Ni más trabajadores, ni más inventivos, ni menos ambiciosos que otras tribus. Si acaso, algo más brutos. Y con una resiliencia a prueba de pilum.
Aunque el imaginario popular ha formado una imagen basada en el Imperio y las legiones, en realidad Roma no llegó a su cúspide en dos días. La de vicisitudes, casualidades, golpes de suerte, choques, absorciones y pelotazos para dejar en el camino a otros candidatos, resulta asombrosa.
De hecho, Montanelli se recrea en la época más oscura ab Urbe condita, lo cual es muy de agradecer. César no asoma la calva hasta, más o menos, la mitad del volumen. La expansión al otro lado de las siete colinas, del Lazio, de la península italiana, de Europa y del Mediterráneo nos mantiene con los ojos amorosamente pegados al papel.
Como lo sigue haciendo, sin bajadas de tensión, hasta desembocar en la sociedad corrupta y «blandengue» que simboliza Rómulo Augústulo, mientras le entrega los laureles del mando al godo Odoacro. Finis ludi. Fin del juego.
Ah, ¿que te gusta, dices? ¿Que has cambiado de idea? Si ya lo sabía yo…
¿Cómo? ¿Que piensas que la historia es qué? ¿Aburridaaaaaa?
¿De verdad, de verdad, de verdad?
Vale, ya sé que tiene que haber variedad en el mundo, pero si te cuentas entre esas filas, me da la impresión de que deberías leerte la Historia de Roma de Indro Montanelli. Con urgencia.
Si se ha escrito un libro ameno y con ánimo de despejar de mármoles y senadoconsultos los vaivenes de, quizá, la civilización más influyente de todos los tiempos, ese es el de nuestro autor.
Veterano en términos historiográficos, ya que se editó por vez primera en los años 50 del pasado siglo, el prólogo advierte de que no viene a descubrir nada nuevo. Solo a plasmarlo de manera «más sencilla y cordial».
Cosa que consigue, sin duda, y sin necesidad de infantilizar el relato, adobarlo con sal gruesa o dejar su contenido mondo y lirondo. ¿Cuál es su secreto? El sentido del humor.
Los romanos eran como nosotros (eran nosotros), unos tipos sujetos a todas las pasiones, fortalezas y debilidades humanas que queramos imaginar. Ni más tontos, ni más listos. Ni más trabajadores, ni más inventivos, ni menos ambiciosos que otras tribus. Si acaso, algo más brutos. Y con una resiliencia a prueba de pilum.
Aunque el imaginario popular ha formado una imagen basada en el Imperio y las legiones, en realidad Roma no llegó a su cúspide en dos días. La de vicisitudes, casualidades, golpes de suerte, choques, absorciones y pelotazos para dejar en el camino a otros candidatos, resulta asombrosa.
De hecho, Montanelli se recrea en la época más oscura ab Urbe condita, lo cual es muy de agradecer. César no asoma la calva hasta, más o menos, la mitad del volumen. La expansión al otro lado de las siete colinas, del Lazio, de la península italiana, de Europa y del Mediterráneo nos mantiene con los ojos amorosamente pegados al papel.
Como lo sigue haciendo, sin bajadas de tensión, hasta desembocar en la sociedad corrupta y «blandengue» que simboliza Rómulo Augústulo, mientras le entrega los laureles del mando al godo Odoacro. Finis ludi. Fin del juego.
Ah, ¿que te gusta, dices? ¿Que has cambiado de idea? Si ya lo sabía yo…
jueves, 28 de julio de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (C)
Hubo un tiempo en el que fuimos así.
La gente vestía de pana. Las patillas se llevaban largas. El 124, el 131 y el Simca 1000 eran los reyes del asfalto. Boney M. y Los Pecos lideraban las listas de éxitos.
Hubo un tiempo en el que celebramos elecciones por vez primera desde...
Los candidatos se presentaban cara a cara a los potenciales votantes, aunque era mejor que no se cruzaran entre ellos. Los fantasmas de la sangre no se habían desvanecido aún bajo las urnas.
En los pueblos más inaccesibles, se conocían palabras antiguas. Nombres de árboles y de pájaros. Caminos que alguna vez fueron hollados y que se acercaban ya al olvido.
Mundos que nacen, mundos que desaparecen.
Miguel Delibes dibujó con su prosa aquel tiempo, en El disputado voto del señor Cayo.
Tiene esta breve novela varias vertientes. Estrictamente contemporánea a los hechos que narra, su valor documental es altísimo. El juego político, entonces en pañales, ya apuntaba algunas de las maneras que lo definirían en años sucesivos.
Junto a los idealistas, personas que se comprometían con sus actos, asomaban también aquellos que soñaban con el poder, un nuevo entorno del que beneficiarse.
Y mujeres en lucha por romper cadenas invisibles, las que, digan lo que digan las leyes, engrilletan desde las almas y los corazones.
Figuras encarnadas en los personajes del libro: Víctor, tras años en prisiones franquistas, se presenta a diputado en una lista de izquierdas. Le acompaña el ambicioso Rafa. Y Laly, una mujer hermosa que ha de demostrar su valía con el doble de esfuerzo.
El contrapunto, el "hombre común" a quien necesitan para cumplir sus deseos, es el señor Cayo.
Uno de los últimos habitantes de Cureña, al lado de su esposa muda y "ese", un vecino al que detesta.
¿Quién dejará huella sobre quién, cuando el coche lleno de pasquines y proclamas de mitin enfile la entrada del pueblo?
Valor histórico, entonces. Valor psicológico, valor social y uno que podríamos llamar, quizá recortando demasiado su importancia, valor geográfico.
Porque una parte fundamental de la fuerza del relato descansa sobre el paisaje. La tierra.
Aldeas castellanas de montaña con casas de piedra blasonadas y tejados vencidos. Con cereal, frutales y miel. Al pie de cascadas, cuevas y desfiladeros. De donde la juventud lleva siglos huyendo en busca de otro tipo de oportunidades.
Lugares donde el hombre no domeña a la naturaleza, antes al contrario: es la naturaleza la que define al hombre.
También de nosotros, en un futuro, alguien dirá: hubo un tiempo en el que fuimos así.
Lo que no sé es cómo continuarán.
La gente vestía de pana. Las patillas se llevaban largas. El 124, el 131 y el Simca 1000 eran los reyes del asfalto. Boney M. y Los Pecos lideraban las listas de éxitos.
Hubo un tiempo en el que celebramos elecciones por vez primera desde...
Los candidatos se presentaban cara a cara a los potenciales votantes, aunque era mejor que no se cruzaran entre ellos. Los fantasmas de la sangre no se habían desvanecido aún bajo las urnas.
En los pueblos más inaccesibles, se conocían palabras antiguas. Nombres de árboles y de pájaros. Caminos que alguna vez fueron hollados y que se acercaban ya al olvido.
Mundos que nacen, mundos que desaparecen.
Miguel Delibes dibujó con su prosa aquel tiempo, en El disputado voto del señor Cayo.
Tiene esta breve novela varias vertientes. Estrictamente contemporánea a los hechos que narra, su valor documental es altísimo. El juego político, entonces en pañales, ya apuntaba algunas de las maneras que lo definirían en años sucesivos.
Junto a los idealistas, personas que se comprometían con sus actos, asomaban también aquellos que soñaban con el poder, un nuevo entorno del que beneficiarse.
Y mujeres en lucha por romper cadenas invisibles, las que, digan lo que digan las leyes, engrilletan desde las almas y los corazones.
Figuras encarnadas en los personajes del libro: Víctor, tras años en prisiones franquistas, se presenta a diputado en una lista de izquierdas. Le acompaña el ambicioso Rafa. Y Laly, una mujer hermosa que ha de demostrar su valía con el doble de esfuerzo.
El contrapunto, el "hombre común" a quien necesitan para cumplir sus deseos, es el señor Cayo.
Uno de los últimos habitantes de Cureña, al lado de su esposa muda y "ese", un vecino al que detesta.
¿Quién dejará huella sobre quién, cuando el coche lleno de pasquines y proclamas de mitin enfile la entrada del pueblo?
Valor histórico, entonces. Valor psicológico, valor social y uno que podríamos llamar, quizá recortando demasiado su importancia, valor geográfico.
Porque una parte fundamental de la fuerza del relato descansa sobre el paisaje. La tierra.
Aldeas castellanas de montaña con casas de piedra blasonadas y tejados vencidos. Con cereal, frutales y miel. Al pie de cascadas, cuevas y desfiladeros. De donde la juventud lleva siglos huyendo en busca de otro tipo de oportunidades.
Lugares donde el hombre no domeña a la naturaleza, antes al contrario: es la naturaleza la que define al hombre.
También de nosotros, en un futuro, alguien dirá: hubo un tiempo en el que fuimos así.
Lo que no sé es cómo continuarán.
lunes, 25 de julio de 2022
25 de julio
¿Adónde va usted?
De súbito, como el efecto de un puñetazo, esas palabras desencadenan una tormenta en mi interior.
Lo veo todo claro. Es un único segundo de consciencia, de entendimiento del ser, entre las grietas del caos.
Un momento para que lo absurdo se convierta en fe. Para que el vórtice del tiempo me arrastre fuera de mi cuerpo, susurre una fecha y me devuelva, burlón, a este mundo que algunos creen real.
Frente a una puerta en penumbra, sellada con el lacre de un 25 de julio, a las ocho horas menos dos minutos de la mañana.
¿Adónde va usted?
¿Pero cómo que adónde…? ¡Ay! ¡Si hoy era fiesta! ¡Y yo he venido a trabajar!
La carcajada del guarda de seguridad aún anda resonando. Aquí y en Constantinopla.
De súbito, como el efecto de un puñetazo, esas palabras desencadenan una tormenta en mi interior.
Lo veo todo claro. Es un único segundo de consciencia, de entendimiento del ser, entre las grietas del caos.
Un momento para que lo absurdo se convierta en fe. Para que el vórtice del tiempo me arrastre fuera de mi cuerpo, susurre una fecha y me devuelva, burlón, a este mundo que algunos creen real.
Frente a una puerta en penumbra, sellada con el lacre de un 25 de julio, a las ocho horas menos dos minutos de la mañana.
¿Adónde va usted?
¿Pero cómo que adónde…? ¡Ay! ¡Si hoy era fiesta! ¡Y yo he venido a trabajar!
La carcajada del guarda de seguridad aún anda resonando. Aquí y en Constantinopla.
sábado, 16 de julio de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCIX)
Este sí. Este es un libro excelente.
Me "quejaba" en la última entrada de que Shólojov, buen escritor según los indicios, había impreso en su obra un sello de conformismo.
A expensas de la credibilidad literaria, había optado por desarrollar una historia que encajara dentro de directrices políticas, dándole una intención moralista que, hoy en día, se da de bruces con lo que conocemos sobre aquellos tiempos y los personajes que los definieron.
Leer El cero y el infinito supone, en todos los sentidos, un impactante contrapunto.
En primer lugar, nadie podría reprocharle a su autor una actitud reaccionaria frente a las inquietudes sociales que movilizaron a tantos en el siglo XX. Más bien al contrario.
Arthur Koestler, de nacimiento austrohúngaro, llegó a tener influencia mundial gracias a un espíritu inquieto, que le empujó allá donde fuera necesaria la presencia de un testigo que relatase con fidelidad los acontecimientos. Oriente Medio, Europa, una expedición al Círculo Polar…
Su paso por la Guerra Civil Española es casi novelesco. Cayó prisionero de las tropas rebeldes en Málaga, como corresponsal del News Chronicle, y fue encarcelado. Solo las negociaciones internacionales consiguieron la liberación y, posiblemente, evitaron que acabara sus días sin haber escrito el título que nos ocupa.
Koestler militó de forma activa en el Partido Comunista. Parecía que los desposeídos al fin tendrían su voz en el devenir de la humanidad. O ese era el mensaje que se deseaba hacer creer.
Por ello, la publicación de esta obra —en circunstancias de nuevo azarosas— le convirtió en una suerte de "traidor" ante determinados ojos. En una línea similar a la de Orwell, por ejemplo. Su desencanto, derivado del compromiso con la verdad, resultaba muy incómodo a los voceadores de eslóganes.
Nicolás Rubachof, héroe revolucionario, comisario del pueblo, artífice de grandes conquistas obreras, organizador de la Komintern, escucha cómo la puerta de la celda se cierra violentamente detrás de él.
No le sorprende. Ha estado ya en prisión tantas veces, aunque antes fuera por los enemigos de sus ideas, que una más…
Durante las próximas semanas, llevará a cabo un ejercicio de autocrítica: ¿qué habrá hecho mal para atraer la desaprobación del Número Uno? Si se encuentra entre barrotes es porque se lo merece. Ha de confesar. Pero, ¿el qué?
A través de los interrogatorios de sus captores, el antiguo camarada Ivanof —a quien quizá la familiaridad le suponga un peligro propio—, y el implacable Gletkin, Rubachof irá desgranando su vida al servicio del Partido, incluyendo los efectos inmediatos que sus decisiones tuvieron sobre las vidas de otros.
Sobre todo, de Arlova. Su querida camarada Arlova.
Podría haber sido él, de hecho, quien se sentase al otro lado de la mesa e hiciera las preguntas.
También las conversaciones con el preso zarista de la celda contigua, mediante golpes sobre el muro en alfabeto cuadrático, sacarán a la superficie numerosos aspectos personales del protagonista.
Que en todo momento defiende, hasta cuando firma su culpabilidad del cargo de intentar asesinar al Número Uno, que el Partido ha de tener razón. El Número Uno…
Un libro que, a quienes tengan un mínimo de amor por el pensamiento independiente, por no prestarse a repetir consignas alumbradas en un departamento de propaganda, les supondrá un gran enriquecimiento. Lo prometo.
Me "quejaba" en la última entrada de que Shólojov, buen escritor según los indicios, había impreso en su obra un sello de conformismo.
A expensas de la credibilidad literaria, había optado por desarrollar una historia que encajara dentro de directrices políticas, dándole una intención moralista que, hoy en día, se da de bruces con lo que conocemos sobre aquellos tiempos y los personajes que los definieron.
Leer El cero y el infinito supone, en todos los sentidos, un impactante contrapunto.
En primer lugar, nadie podría reprocharle a su autor una actitud reaccionaria frente a las inquietudes sociales que movilizaron a tantos en el siglo XX. Más bien al contrario.
Arthur Koestler, de nacimiento austrohúngaro, llegó a tener influencia mundial gracias a un espíritu inquieto, que le empujó allá donde fuera necesaria la presencia de un testigo que relatase con fidelidad los acontecimientos. Oriente Medio, Europa, una expedición al Círculo Polar…
Su paso por la Guerra Civil Española es casi novelesco. Cayó prisionero de las tropas rebeldes en Málaga, como corresponsal del News Chronicle, y fue encarcelado. Solo las negociaciones internacionales consiguieron la liberación y, posiblemente, evitaron que acabara sus días sin haber escrito el título que nos ocupa.
Koestler militó de forma activa en el Partido Comunista. Parecía que los desposeídos al fin tendrían su voz en el devenir de la humanidad. O ese era el mensaje que se deseaba hacer creer.
Por ello, la publicación de esta obra —en circunstancias de nuevo azarosas— le convirtió en una suerte de "traidor" ante determinados ojos. En una línea similar a la de Orwell, por ejemplo. Su desencanto, derivado del compromiso con la verdad, resultaba muy incómodo a los voceadores de eslóganes.
Nicolás Rubachof, héroe revolucionario, comisario del pueblo, artífice de grandes conquistas obreras, organizador de la Komintern, escucha cómo la puerta de la celda se cierra violentamente detrás de él.
No le sorprende. Ha estado ya en prisión tantas veces, aunque antes fuera por los enemigos de sus ideas, que una más…
Durante las próximas semanas, llevará a cabo un ejercicio de autocrítica: ¿qué habrá hecho mal para atraer la desaprobación del Número Uno? Si se encuentra entre barrotes es porque se lo merece. Ha de confesar. Pero, ¿el qué?
A través de los interrogatorios de sus captores, el antiguo camarada Ivanof —a quien quizá la familiaridad le suponga un peligro propio—, y el implacable Gletkin, Rubachof irá desgranando su vida al servicio del Partido, incluyendo los efectos inmediatos que sus decisiones tuvieron sobre las vidas de otros.
Sobre todo, de Arlova. Su querida camarada Arlova.
Podría haber sido él, de hecho, quien se sentase al otro lado de la mesa e hiciera las preguntas.
También las conversaciones con el preso zarista de la celda contigua, mediante golpes sobre el muro en alfabeto cuadrático, sacarán a la superficie numerosos aspectos personales del protagonista.
Que en todo momento defiende, hasta cuando firma su culpabilidad del cargo de intentar asesinar al Número Uno, que el Partido ha de tener razón. El Número Uno…
Un libro que, a quienes tengan un mínimo de amor por el pensamiento independiente, por no prestarse a repetir consignas alumbradas en un departamento de propaganda, les supondrá un gran enriquecimiento. Lo prometo.
martes, 12 de julio de 2022
Brevísima y tibia nota sobre… (VIII)
El ataque ruso a Ucrania me dejó muy deprimido. Y solo me he recuperado a medias.
No podía creerme que las mismas taras, las mismas acciones (in)humanas que hemos ejecutado desde el principio de los tiempos, en nombre de ¿las cosechas, el oro, la raza, los dioses, la razón de Estado? —rellénese a voluntad— no estuvieran aún sepultadas y malditas. No, apenas dormían. Junto a nosotros. Dentro de nosotros.
Quienes hemos tenido la fortuna, de momento al menos, de vivir alejados de una guerra abierta, construimos nuestro imaginario bélico a partir de testimonios de otros, de la literatura o el cine. Se han escrito y filmado estupendos títulos desde todo punto de vista: épico, trágico, heroico, incluso cómico, con la guerra como eje.
Cuando me topé por casualidad con el libro de hoy, pensé: vaya, un Premio Nobel, malo no ha de ser.
Un ruso precisamente, Mijail Shólojov.
Y que nos habla sobre la II Guerra Mundial, sobre el sufrimiento y la voluntad de no rendirse, de no tumbarse sin más en la tierra para poder alcanzar el descanso. La paz.
Lucharon por la patria narra la historia de un grupo de koljosianos que, sorprendidos por la ofensiva nazi, han de abandonar sus hogares y pelear con uñas y dientes a orillas del Don.
Nikolai Streltsof es un ingeniero agrónomo que despierta una manaña en la granja colectiva Vía al Comunismo. La cabeza de su mujer, Olga, con la cabellera rubia de un ligero reflejo cobrizo, reposa sobre la almohada. A Nikolai le gusta la lluvia y contemplar los campos de trigo.
Pero enseguida, lo que le rodea deja de tener esos colores idílicos. Las huellas de los tractores son sustituidas por las cadenas de los panzer.
Marchando extenuados, los supervivientes de su regimiento se retiran hacia el río. Hacen alto para descansar en una aldea.
Nikolai conversa junto al pozo con Sviaguintsev. Olga le ha abandonado y comparte sin entusiasmo sus desventuras familiares con las de su camarada.
Lisichenko, el cocinero, prepara las gachas que todos detestan.
Lopajin no se separa de su fusil antitanque.
Ellos y un puñado más, Golostchiekov, Kopytovski, Popristshenko, detendrán a un enemigo que parece invencible. Ellos llevarán la bandera a la que el gran Stalin rindió honores durante la revolución, hasta que ondee sobre Alemania, cuna de violadores y asesinos.
A cualquier precio personal. Porque, tras su corazón de gente sencilla, esperan ocultos los héroes.
Hasta aquí, la sinopsis del argumento. Ahora, las razones de que no me haya gustado.
La única virtud que le encuentro es cierto realismo (¿realismo socialista?) en algunos pasajes de las batallas. Un esfuerzo por poner en palabras la crudeza del frente al que son arrojados los personajes.
Pero es que casi nada de lo que dicen, hacen o piensan me resulta creíble.
Investigando algo sobre el autor, fue un miembro relevante del Partido y puso su presumible talento (ya digo, Premio Nobel), a las órdenes incondicionales de la "causa".
Cuando leo qué noble era la existencia en los koljoses, qué nobles son todos y cada uno de los soldados, oficiales y comisarios politicos, y qué noble es el liderazgo del "gran Stalin", a menudo no sé si reír o llorar.
No en desdoro de las personas reales que se vieron empujadas a la muerte, como lo están siendo ahora mismo, por la mera voluntad de homicidas todopoderosos, sino por las motivaciones, en mi opinión teatrales, que expone el relato.
En suma, propaganda. Lícita quizás, hija de su época, legible, pero propaganda. Lejos de un buen libro.
No podía creerme que las mismas taras, las mismas acciones (in)humanas que hemos ejecutado desde el principio de los tiempos, en nombre de ¿las cosechas, el oro, la raza, los dioses, la razón de Estado? —rellénese a voluntad— no estuvieran aún sepultadas y malditas. No, apenas dormían. Junto a nosotros. Dentro de nosotros.
Quienes hemos tenido la fortuna, de momento al menos, de vivir alejados de una guerra abierta, construimos nuestro imaginario bélico a partir de testimonios de otros, de la literatura o el cine. Se han escrito y filmado estupendos títulos desde todo punto de vista: épico, trágico, heroico, incluso cómico, con la guerra como eje.
Cuando me topé por casualidad con el libro de hoy, pensé: vaya, un Premio Nobel, malo no ha de ser.
Un ruso precisamente, Mijail Shólojov.
Y que nos habla sobre la II Guerra Mundial, sobre el sufrimiento y la voluntad de no rendirse, de no tumbarse sin más en la tierra para poder alcanzar el descanso. La paz.
Lucharon por la patria narra la historia de un grupo de koljosianos que, sorprendidos por la ofensiva nazi, han de abandonar sus hogares y pelear con uñas y dientes a orillas del Don.
Nikolai Streltsof es un ingeniero agrónomo que despierta una manaña en la granja colectiva Vía al Comunismo. La cabeza de su mujer, Olga, con la cabellera rubia de un ligero reflejo cobrizo, reposa sobre la almohada. A Nikolai le gusta la lluvia y contemplar los campos de trigo.
Pero enseguida, lo que le rodea deja de tener esos colores idílicos. Las huellas de los tractores son sustituidas por las cadenas de los panzer.
Marchando extenuados, los supervivientes de su regimiento se retiran hacia el río. Hacen alto para descansar en una aldea.
Nikolai conversa junto al pozo con Sviaguintsev. Olga le ha abandonado y comparte sin entusiasmo sus desventuras familiares con las de su camarada.
Lisichenko, el cocinero, prepara las gachas que todos detestan.
Lopajin no se separa de su fusil antitanque.
Ellos y un puñado más, Golostchiekov, Kopytovski, Popristshenko, detendrán a un enemigo que parece invencible. Ellos llevarán la bandera a la que el gran Stalin rindió honores durante la revolución, hasta que ondee sobre Alemania, cuna de violadores y asesinos.
A cualquier precio personal. Porque, tras su corazón de gente sencilla, esperan ocultos los héroes.
Hasta aquí, la sinopsis del argumento. Ahora, las razones de que no me haya gustado.
La única virtud que le encuentro es cierto realismo (¿realismo socialista?) en algunos pasajes de las batallas. Un esfuerzo por poner en palabras la crudeza del frente al que son arrojados los personajes.
Pero es que casi nada de lo que dicen, hacen o piensan me resulta creíble.
Investigando algo sobre el autor, fue un miembro relevante del Partido y puso su presumible talento (ya digo, Premio Nobel), a las órdenes incondicionales de la "causa".
Cuando leo qué noble era la existencia en los koljoses, qué nobles son todos y cada uno de los soldados, oficiales y comisarios politicos, y qué noble es el liderazgo del "gran Stalin", a menudo no sé si reír o llorar.
No en desdoro de las personas reales que se vieron empujadas a la muerte, como lo están siendo ahora mismo, por la mera voluntad de homicidas todopoderosos, sino por las motivaciones, en mi opinión teatrales, que expone el relato.
En suma, propaganda. Lícita quizás, hija de su época, legible, pero propaganda. Lejos de un buen libro.
martes, 5 de julio de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCVIII)
Todo lo que sube, baja.
Pero no todo lo que se alza sobre la superficie terrestre cae luego con la aceleración que postulan las leyes de la física: algunas cosas de este mundo parece que van más lentas. O al contrario, a lo mejor más rápidas.
La decadencia económica de los imperios nos proporciona unos cuantos ejemplos de colapso a diferentes velocidades, en el ámbito de la historia y la ciencia de los dineros.
¿Qué destino tuvo Roma, después de trece siglos de existencia? ¿Por qué un edificio que parecía eterno dejó de sostenerse sobre sus pilares en un tiempo relativamente corto? Bárbaros aparte, ¿tuvo algo que ver el consumo excesivo? ¿El Estado del bienestar desproporcionado con respecto a los recursos disponibles?
Los dos ensayos dedicados por Aurelio Bernardi y M. I. Finley a estas cuestiones ocupan buena parte del libro.
¿Y Bizancio, su heredera natural? Mil años después de que vándalos y ostrogodos asentaran sus reales en occidente, el imperio de oriente aún seguía existiendo, pero… ¿servían los impuestos para solucionar los problemas reales de la gente? ¿O para dar una pátina dorada a un escenario de puro cartón piedra? ¿Corrupción, quién dijo corrupción? Charles Diehl nos lo explica.
Ah, España. España en la edad del Quijote, que Cervantes era manco pero tenía un ojo muy vivo. Oro, plata, acero, galeones que arriban hasta China, el sol que no se pone… Y si el mismísimo don Miguel percibió los males detrás de la gloria, ¿por qué nadie hizo nada? Agricultura, industria, política, comercio… Es más, ¿por qué se empeñaron en hacer aposta tantas cosas tan mal?
Los prestigiosos hispanistas Pierre Vilar y J. H. Elliot nos dan luz sobre ello.
Carlo M. Cipolla, el de las leyes infalibles de la estupidez humana, escribe aquí sobre la decadencia de Italia (también, como compilador, un opúsculo de presentación del conjunto). De faro del Renacimiento, foco de innovaciones, banca y fábrica de Europa, pasó la península itálica a la ruina en el siglo XVII. Aumento de costes, cierre de rutas mercantiles, rigidez de los gremios, incapacidad para mantener las exportaciones…
El Imperio otomano llega de la mano de Bernard Lewis. De nuevo el paradigma: auge, poder, prosperidad y un aparato burocrático para gobernar con eficiencia, que desembocan en una nave con el maderamen carcomido por el retraso técnico y las élites incompetentes.
Holanda, finalmente. C. R. Boxer firma el capítulo dedicado a comparar el estancado «período Periwig» dieciochesco con los éxitos pretéritos. Y lo relaciona con la pugna surgida con Inglaterra, que de aliada fundamental en los tiempos filipinos pasó a obstáculo y abierta enemiga, hasta conseguir que perdieran el espíritu emprendedor.
Un clásico que los nuevos lectores podemos hoy disfrutar igual que lo hicieran los primeros, hace ya varias décadas. Muy recomendable, leedlo y ya veréis.
Pero no todo lo que se alza sobre la superficie terrestre cae luego con la aceleración que postulan las leyes de la física: algunas cosas de este mundo parece que van más lentas. O al contrario, a lo mejor más rápidas.
La decadencia económica de los imperios nos proporciona unos cuantos ejemplos de colapso a diferentes velocidades, en el ámbito de la historia y la ciencia de los dineros.
¿Qué destino tuvo Roma, después de trece siglos de existencia? ¿Por qué un edificio que parecía eterno dejó de sostenerse sobre sus pilares en un tiempo relativamente corto? Bárbaros aparte, ¿tuvo algo que ver el consumo excesivo? ¿El Estado del bienestar desproporcionado con respecto a los recursos disponibles?
Los dos ensayos dedicados por Aurelio Bernardi y M. I. Finley a estas cuestiones ocupan buena parte del libro.
¿Y Bizancio, su heredera natural? Mil años después de que vándalos y ostrogodos asentaran sus reales en occidente, el imperio de oriente aún seguía existiendo, pero… ¿servían los impuestos para solucionar los problemas reales de la gente? ¿O para dar una pátina dorada a un escenario de puro cartón piedra? ¿Corrupción, quién dijo corrupción? Charles Diehl nos lo explica.
Ah, España. España en la edad del Quijote, que Cervantes era manco pero tenía un ojo muy vivo. Oro, plata, acero, galeones que arriban hasta China, el sol que no se pone… Y si el mismísimo don Miguel percibió los males detrás de la gloria, ¿por qué nadie hizo nada? Agricultura, industria, política, comercio… Es más, ¿por qué se empeñaron en hacer aposta tantas cosas tan mal?
Los prestigiosos hispanistas Pierre Vilar y J. H. Elliot nos dan luz sobre ello.
Carlo M. Cipolla, el de las leyes infalibles de la estupidez humana, escribe aquí sobre la decadencia de Italia (también, como compilador, un opúsculo de presentación del conjunto). De faro del Renacimiento, foco de innovaciones, banca y fábrica de Europa, pasó la península itálica a la ruina en el siglo XVII. Aumento de costes, cierre de rutas mercantiles, rigidez de los gremios, incapacidad para mantener las exportaciones…
El Imperio otomano llega de la mano de Bernard Lewis. De nuevo el paradigma: auge, poder, prosperidad y un aparato burocrático para gobernar con eficiencia, que desembocan en una nave con el maderamen carcomido por el retraso técnico y las élites incompetentes.
Holanda, finalmente. C. R. Boxer firma el capítulo dedicado a comparar el estancado «período Periwig» dieciochesco con los éxitos pretéritos. Y lo relaciona con la pugna surgida con Inglaterra, que de aliada fundamental en los tiempos filipinos pasó a obstáculo y abierta enemiga, hasta conseguir que perdieran el espíritu emprendedor.
Un clásico que los nuevos lectores podemos hoy disfrutar igual que lo hicieran los primeros, hace ya varias décadas. Muy recomendable, leedlo y ya veréis.
jueves, 30 de junio de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCVII)
La roda cortando filosa las olas.
Todo el trapo largado: mayor, gavia, mesana, foque…
Los hombres amolando los sables en el pedernal, cebando cañones y falconetes, preparando los garfios de abordaje en cubierta…
Recortada en el horizonte, una posible presa. Gloria y botín si los vientos les son favorables para darle caza. Botín y gloria.
La verdad es que el cine, las películas de aventuras marinas, le ha hecho daño a la comprensión de lo que debió de ser la vida real en los siglos de la navegación a vela. Errol Flynn o sus émulos asaltando temerariamente galeones entre Tortuga y Jamaica y obteniendo la victoria —y, de añadido, el favor de una dama—. Ya, ya…
No quiere eso decir que debamos renunciar al disfrute de los grandes títulos del género, solo tener en cuenta que entre la imagen popular de ciertos hechos históricos, y los hechos en sí mismos, puede alzarse una cortina muy gruesa.
Hecho el preámbulo, Corsarios españoles intenta, con gran resultado a mi parecer, traernos lo mejor de ambos mundos: el de la aventura y el de la historia.
Agustín R. Rodríguez González es un autor que siempre ha demostrado erudición sobre la base de su labor investigadora. Goza de prestigio en el tema.
Al mismo tiempo, en todos los libros que he leído salidos de su pluma, aprecio que se apoye en un estilo abierto y divulgativo, muy agradable de seguir.
El que comento hoy no es una excepción.
Comienza recordándonos que un corsario es algo diferente a un pirata: se trata de «un particular que, por las razones que fuesen, había obtenido una patente o permiso del rey para atacar y apresar embarcaciones de países enemigos, tras haber depositado previamente una fianza y comprometiéndose a cumplir una serie de normas».
A continuación, narra las vicisitudes de unos cuantos que actuaron a favor de la monarquía hispánica entre el XVI y el XIX. Gran parte de las cuales resultan, sorprendentemente, desconocidas en nuestro acervo.
En el Atlántico, dentro del marco de las disputas con Francia, destacó Pedro Menéndez de Avilés —sí, el fundador de la primera ciudad de los actuales Estados Unidos— que, tras numerosas singladuras, pasó de grumete a capitán general. También Pedro de Zubiaur, mixtura de lobo de mar, diplomático y espía, ocupado contra los enemigos de Felipe II.
Durante la misma época, las del Mediterráneo fueron aguas de grandes peligros. En ellas desplegaron sus esfuerzos personajes como Pedro Fernández de Bobadilla o el mismísimo y más que novelesco capitán Alonso de Contreras.
Al paso de la centuria, en 1621 se redactó una ordenanza de corso con objeto de incentivarlo. Los armadores privados organizarían flotas en su provecho y los costes del monarca se abaratarían. Guerra y negocio…
Las villas guipuzcoanas, por ejemplo, acogieron la oportunidad con entusiasmo, si bien la principal y más exitosa fuerza echó el ancla en Flandes. Sobre todo, en el puerto de Dunquerque.
Había nacido el primer prototipo de fragata, que atemorizó el tráfico militar, mercantil y pesquero desde el canal de la Mancha hasta Groenlandia durante muchos años.
Ya en el XVIII, los sempiternos conflictos facilitaron, incluso potenciaron, la continuidad de esta figura. La guerra del Asiento sería una "edad dorada" para los corsarios, con cientos y cientos de capturas a los británicos, y miles y miles de libras en sus manos.
Durante la rebelión de las Trece Colonias, la Armada regular se encontraba en mejor forma, por lo que el protagonismo tornó a sus bordas. El apresamiento de un convoy de cincuenta y dos velas de una tacada, cerca de San Vicente, se convirtió en la joya de la campaña.
De nuevo en las costas del Mare Nostrum, los jabeques del mallorquín Antonio Barceló se apuntaron bastantes éxitos frente a los piratas berberiscos. Y el catalán Martín Badía vio sus encuentros a menudo descritos en la Gazeta de Madrid. El canto del cisne llegó contra el viejo adversario, su graciosa majestad, cuando Napoleón le sacaba brillo al bicornio.
Así que estupendo título para entretenerse a la par que aprender. ¡A la orza! ¡A la orza! ¡Asegurad los juanetes!
Todo el trapo largado: mayor, gavia, mesana, foque…
Los hombres amolando los sables en el pedernal, cebando cañones y falconetes, preparando los garfios de abordaje en cubierta…
Recortada en el horizonte, una posible presa. Gloria y botín si los vientos les son favorables para darle caza. Botín y gloria.
La verdad es que el cine, las películas de aventuras marinas, le ha hecho daño a la comprensión de lo que debió de ser la vida real en los siglos de la navegación a vela. Errol Flynn o sus émulos asaltando temerariamente galeones entre Tortuga y Jamaica y obteniendo la victoria —y, de añadido, el favor de una dama—. Ya, ya…
No quiere eso decir que debamos renunciar al disfrute de los grandes títulos del género, solo tener en cuenta que entre la imagen popular de ciertos hechos históricos, y los hechos en sí mismos, puede alzarse una cortina muy gruesa.
Hecho el preámbulo, Corsarios españoles intenta, con gran resultado a mi parecer, traernos lo mejor de ambos mundos: el de la aventura y el de la historia.
Agustín R. Rodríguez González es un autor que siempre ha demostrado erudición sobre la base de su labor investigadora. Goza de prestigio en el tema.
Al mismo tiempo, en todos los libros que he leído salidos de su pluma, aprecio que se apoye en un estilo abierto y divulgativo, muy agradable de seguir.
El que comento hoy no es una excepción.
Comienza recordándonos que un corsario es algo diferente a un pirata: se trata de «un particular que, por las razones que fuesen, había obtenido una patente o permiso del rey para atacar y apresar embarcaciones de países enemigos, tras haber depositado previamente una fianza y comprometiéndose a cumplir una serie de normas».
A continuación, narra las vicisitudes de unos cuantos que actuaron a favor de la monarquía hispánica entre el XVI y el XIX. Gran parte de las cuales resultan, sorprendentemente, desconocidas en nuestro acervo.
En el Atlántico, dentro del marco de las disputas con Francia, destacó Pedro Menéndez de Avilés —sí, el fundador de la primera ciudad de los actuales Estados Unidos— que, tras numerosas singladuras, pasó de grumete a capitán general. También Pedro de Zubiaur, mixtura de lobo de mar, diplomático y espía, ocupado contra los enemigos de Felipe II.
Durante la misma época, las del Mediterráneo fueron aguas de grandes peligros. En ellas desplegaron sus esfuerzos personajes como Pedro Fernández de Bobadilla o el mismísimo y más que novelesco capitán Alonso de Contreras.
Al paso de la centuria, en 1621 se redactó una ordenanza de corso con objeto de incentivarlo. Los armadores privados organizarían flotas en su provecho y los costes del monarca se abaratarían. Guerra y negocio…
Las villas guipuzcoanas, por ejemplo, acogieron la oportunidad con entusiasmo, si bien la principal y más exitosa fuerza echó el ancla en Flandes. Sobre todo, en el puerto de Dunquerque.
Había nacido el primer prototipo de fragata, que atemorizó el tráfico militar, mercantil y pesquero desde el canal de la Mancha hasta Groenlandia durante muchos años.
Ya en el XVIII, los sempiternos conflictos facilitaron, incluso potenciaron, la continuidad de esta figura. La guerra del Asiento sería una "edad dorada" para los corsarios, con cientos y cientos de capturas a los británicos, y miles y miles de libras en sus manos.
Durante la rebelión de las Trece Colonias, la Armada regular se encontraba en mejor forma, por lo que el protagonismo tornó a sus bordas. El apresamiento de un convoy de cincuenta y dos velas de una tacada, cerca de San Vicente, se convirtió en la joya de la campaña.
De nuevo en las costas del Mare Nostrum, los jabeques del mallorquín Antonio Barceló se apuntaron bastantes éxitos frente a los piratas berberiscos. Y el catalán Martín Badía vio sus encuentros a menudo descritos en la Gazeta de Madrid. El canto del cisne llegó contra el viejo adversario, su graciosa majestad, cuando Napoleón le sacaba brillo al bicornio.
Así que estupendo título para entretenerse a la par que aprender. ¡A la orza! ¡A la orza! ¡Asegurad los juanetes!
miércoles, 15 de junio de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCVI)
¿Puede escribirse otro libro sobre nuestra mayor tragedia? ¿Uno de historia?
¿Uno que no dé vueltas alrededor del victimismo, sino que se apoye en la investigación rigurosa, los hechos indiscutibles, las interpretaciones serias y ponderadas?
¿Un libro del que no quede otro remedio que alabar, por parte de cualquier lector sin una venda en los ojos y en la conciencia, la calidad de su escritura y la luz que aporta al conocimiento?
¿Puede ocurrir tal cosa?
Pues sí. Así serían, sin ir más lejos, algunas de las virtudes que exhibe Enrique Moradiellos en su Historia mínima de la Guerra Civil española.
El nombre y el trabajo de Moradiellos descollan enseguida si nos preguntan por un historiador de los que sientan cátedra, al tiempo que "con gancho" para comunicar. Al menos, mis impresiones sobre aquellas de sus obras que he leído han sido siempre la fluidez y la riqueza intelectual.
El título que recomiendo hoy no supone una excepción. Si acaso, por exponer un conato de queja, se hace corto.
Lo de historia mínima va de veras.
Esta característica deriva en que, por ejemplo, resuma demasiado panorámicamente la parte militar. Por supuesto, plantea las visiones estratégicas que motivaron a los responsables de ambos bandos a efectuar sus movimientos en el tablero, pero no profundiza en el desarrollo, en por qué cada acción tuvo el resultado que tuvo.
A destacar, por su especial perspicacia, el primer capítulo: La Guerra Civil entre el mito y la historia, donde se recuerdan las diferentes posturas dominantes en el relato a lo largo de los años, con respuestas simplificadas que cada simpatizante quería escuchar de antemano y que aún hoy siguen causando más daño que bien en la educación de la memoria común.
Aunque no le vayan a la zaga en detalles interesantes los demás apartados sobre el entorno político, la economía, la sociedad o las implicaciones internacionales del conflicto.
Ni el inmenso e irreparable coste humano que fue su consecuencia.
Por todo ello, gracias, don Enrique.
¿Uno que no dé vueltas alrededor del victimismo, sino que se apoye en la investigación rigurosa, los hechos indiscutibles, las interpretaciones serias y ponderadas?
¿Un libro del que no quede otro remedio que alabar, por parte de cualquier lector sin una venda en los ojos y en la conciencia, la calidad de su escritura y la luz que aporta al conocimiento?
¿Puede ocurrir tal cosa?
Pues sí. Así serían, sin ir más lejos, algunas de las virtudes que exhibe Enrique Moradiellos en su Historia mínima de la Guerra Civil española.
El nombre y el trabajo de Moradiellos descollan enseguida si nos preguntan por un historiador de los que sientan cátedra, al tiempo que "con gancho" para comunicar. Al menos, mis impresiones sobre aquellas de sus obras que he leído han sido siempre la fluidez y la riqueza intelectual.
El título que recomiendo hoy no supone una excepción. Si acaso, por exponer un conato de queja, se hace corto.
Lo de historia mínima va de veras.
Esta característica deriva en que, por ejemplo, resuma demasiado panorámicamente la parte militar. Por supuesto, plantea las visiones estratégicas que motivaron a los responsables de ambos bandos a efectuar sus movimientos en el tablero, pero no profundiza en el desarrollo, en por qué cada acción tuvo el resultado que tuvo.
A destacar, por su especial perspicacia, el primer capítulo: La Guerra Civil entre el mito y la historia, donde se recuerdan las diferentes posturas dominantes en el relato a lo largo de los años, con respuestas simplificadas que cada simpatizante quería escuchar de antemano y que aún hoy siguen causando más daño que bien en la educación de la memoria común.
Aunque no le vayan a la zaga en detalles interesantes los demás apartados sobre el entorno político, la economía, la sociedad o las implicaciones internacionales del conflicto.
Ni el inmenso e irreparable coste humano que fue su consecuencia.
Por todo ello, gracias, don Enrique.
martes, 31 de mayo de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCV)
En el pueblo de mis mayores hay una estatua. Un busto, por ser más preciso.
Según la hemeroteca, el día de su inauguración se reunió la crème de la crème de los felices veinte: el gobernador civil, el militar, el alcalde, los mandos del Regimiento del Príncipe, de Carabineros, de la Guardia Civil, el delegado gubernativo…
El señor alcalde presentó el acto. El secretario leyó los telegramas de altos oficiales en memoria del homenajeado. Una señorita pronunció un discurso "muy elocuente y oportuno". Otro caballero aportó unas "cuartillas tan brillantes como patriotas y poéticas". El mencionado gobernador militar propuso que cada año los niños acudieran allí desde las escuelas, para inculcarles "el amor a la patria".
El gobernador civil abundó en el tema, "entonando un canto a nuestra gloriosa tradición militar, cuando nuestros soldados asombraron a Europa dirigidos por sus valientes capitanes y escribieron las inmortales páginas de Gravelinas y otras".
Al finalizar, el cronista se lamentó de no haber podido asistir al lunch en casa del alcalde, por premuras de tiempo.
El teniente coronel don Emilio Villegas Bueno, hijo predilecto de la localidad, fue a morir gloriosamente en el norte de África. Aplausos.
En la guerra más absurda e infame, y esto lo digo ya sin ironías, que imaginarnos podamos en nuestra rica historia. Al menos, mientras algo aún peor se preparaba.
El libro cuya lectura propongo para sustentar estos rigurosos calificativos es Annual 1921, de Manuel Leguineche. El desastre de España en el Rif.
Siguiendo la imperecedera tradición humana de descuartizarnos unos a otros con regularidad, en los conflictos que llaman coloniales no faltan ejemplos de ejércitos "modernos" masacrados por los "brutos" nativos. Se me ocurren, así a bote pronto: el Séptimo de Caballería en Little Big Horn, los británicos en Isandlwana, los italianos en Adua, los franceses en Dien Bien Phu…
Annual fue la tumba de miles de soldados de reemplazo cuya suerte, al ser llamados a filas, dictó que habían de civilizar un erial de piedras y arena, habitado por tribus con la gumía afilada. Hasta que la sustituyeron por fusiles y cañones sobrantes en Europa, gran parte aportados por negociantes del mismo país cuyos vástagos iban a alimentar a los buitres. La pela es la pela.
Manu Leguineche, como es más conocido el autor, plantea un relato que no se parece a un tomo de historia académica al uso. Más bien se trata de un inmenso reportaje periodístico, o una sucesión de ellos, con una fuerza expresiva y una fidelidad a lo ocurrido impresionantes. Su pluma nos hace sentirnos verdaderamente allí.
A lo largo de entrevistas, recuerdos, informes, diarios personales, se tejen hilos para ilustrar una época de corrupción e ineptitud sin límites, del rey abajo. Donde se rapiñaban medicinas, agua o comida hacia bolsillos particulares. Donde las ambiciones de ascensos y medallas primaban sobre toda lógica. Y donde, como suele convenir, los que al final cargaron con las culpas habían muerto "gloriosamente".
Qué tiempos… ¿aquellos?
No deja de lado, desde luego, la crónica de la batalla en sí, sus prolegómenos, actores y consecuencias. Pero se centra en cómo vivieron los hechos los protagonistas más que en descripciones a ojo de águila que podamos encontrar en una enciclopedia.
Alfonso XIII, Berenguer, Silvestre, Abdelkrim, el Raisuni, Franco, Indalecio Prieto, Picasso, el general cuyo demoledor informe sobre las causas de la derrota precipitó la dictadura veladora de Primo de Rivera…
El recluta Eulogio de Vega, el recluta José Cañizo, el recluta Julián Sanz, el recluta Mariano Gálbez…
La defensa sin esperanza de los blocaos, el aterrador destino de los prisioneros, la última carga del Regimiento Alcántara…
Una obra sobresaliente.
Según la hemeroteca, el día de su inauguración se reunió la crème de la crème de los felices veinte: el gobernador civil, el militar, el alcalde, los mandos del Regimiento del Príncipe, de Carabineros, de la Guardia Civil, el delegado gubernativo…
El señor alcalde presentó el acto. El secretario leyó los telegramas de altos oficiales en memoria del homenajeado. Una señorita pronunció un discurso "muy elocuente y oportuno". Otro caballero aportó unas "cuartillas tan brillantes como patriotas y poéticas". El mencionado gobernador militar propuso que cada año los niños acudieran allí desde las escuelas, para inculcarles "el amor a la patria".
El gobernador civil abundó en el tema, "entonando un canto a nuestra gloriosa tradición militar, cuando nuestros soldados asombraron a Europa dirigidos por sus valientes capitanes y escribieron las inmortales páginas de Gravelinas y otras".
Al finalizar, el cronista se lamentó de no haber podido asistir al lunch en casa del alcalde, por premuras de tiempo.
El teniente coronel don Emilio Villegas Bueno, hijo predilecto de la localidad, fue a morir gloriosamente en el norte de África. Aplausos.
En la guerra más absurda e infame, y esto lo digo ya sin ironías, que imaginarnos podamos en nuestra rica historia. Al menos, mientras algo aún peor se preparaba.
El libro cuya lectura propongo para sustentar estos rigurosos calificativos es Annual 1921, de Manuel Leguineche. El desastre de España en el Rif.
Siguiendo la imperecedera tradición humana de descuartizarnos unos a otros con regularidad, en los conflictos que llaman coloniales no faltan ejemplos de ejércitos "modernos" masacrados por los "brutos" nativos. Se me ocurren, así a bote pronto: el Séptimo de Caballería en Little Big Horn, los británicos en Isandlwana, los italianos en Adua, los franceses en Dien Bien Phu…
Annual fue la tumba de miles de soldados de reemplazo cuya suerte, al ser llamados a filas, dictó que habían de civilizar un erial de piedras y arena, habitado por tribus con la gumía afilada. Hasta que la sustituyeron por fusiles y cañones sobrantes en Europa, gran parte aportados por negociantes del mismo país cuyos vástagos iban a alimentar a los buitres. La pela es la pela.
Manu Leguineche, como es más conocido el autor, plantea un relato que no se parece a un tomo de historia académica al uso. Más bien se trata de un inmenso reportaje periodístico, o una sucesión de ellos, con una fuerza expresiva y una fidelidad a lo ocurrido impresionantes. Su pluma nos hace sentirnos verdaderamente allí.
A lo largo de entrevistas, recuerdos, informes, diarios personales, se tejen hilos para ilustrar una época de corrupción e ineptitud sin límites, del rey abajo. Donde se rapiñaban medicinas, agua o comida hacia bolsillos particulares. Donde las ambiciones de ascensos y medallas primaban sobre toda lógica. Y donde, como suele convenir, los que al final cargaron con las culpas habían muerto "gloriosamente".
Qué tiempos… ¿aquellos?
No deja de lado, desde luego, la crónica de la batalla en sí, sus prolegómenos, actores y consecuencias. Pero se centra en cómo vivieron los hechos los protagonistas más que en descripciones a ojo de águila que podamos encontrar en una enciclopedia.
Alfonso XIII, Berenguer, Silvestre, Abdelkrim, el Raisuni, Franco, Indalecio Prieto, Picasso, el general cuyo demoledor informe sobre las causas de la derrota precipitó la dictadura veladora de Primo de Rivera…
El recluta Eulogio de Vega, el recluta José Cañizo, el recluta Julián Sanz, el recluta Mariano Gálbez…
La defensa sin esperanza de los blocaos, el aterrador destino de los prisioneros, la última carga del Regimiento Alcántara…
Una obra sobresaliente.
miércoles, 18 de mayo de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCIV)
Bromeaba el otro día sobre la "culpabilidad" por leer un libro considerado clásico en la, digamos, mediana edad. Lo cual implicaría haber postergado algún conocimiento valioso a cambio de cien de "inferior" importancia.
Pero también venía a decir que quizá sea ahora la oportunidad idónea para apreciar ciertas obras en toda su dimensión. Quizá la vida, los años, las experiencias personales acumuladas, ayuden a tender puentes hacia el mensaje del autor o autora.
¿Significa que he entendido mejor a estas alturas el Siddhartha de Hermann Hesse, por ejemplo? ¿Qué he sabido interiorizar con más aprovechamiento sus palabras? No me atrevo a contestar categóricamente, pero me gustaría pensar que sí.
Siddhartha es un hombre que no halla su sitio. Incluso cuando, bajo el prisma de los demás, ocupa el hueco correcto en el engranaje del mundo, él cree que ha de seguir buscando.
Que la búsqueda es tanto un proceso como un estado.
¿Por qué estamos aquí? ¿Somos una casualidad cósmica? ¿El juego de un demiurgo? ¿Tiene todo esto algún sentido?
¿Sabiduría? ¿Amor? ¿Espiritualidad? ¿Riqueza? ¿Dogmas?
Como hijo de brahmán, la religión oficial le proporciona "certezas" muy cómodas. Una comodidad vacía.
Como samana o asceta vagabundo, la renuncia a lo material en realidad le detrae, le quita una parte de su ser, al negar las sensaciones obtenidas a través de su cuerpo.
Su encuentro con Buda parece el final del camino. Es tanta la impronta del Ser Perfecto en los corazones… Así lo decide Govinda, el amigo que le acompaña en su viaje. Aunque Siddhartha opta por no detenerse.
Kamala, la bella cortesana que le elige como compañero. Kamaswami, el adinerado mercader de quien se convierte en mano derecha. ¿Décadas aprendiendo junto a ellos no son aún suficientes?
Un sencillo barquero, Vasudeva, es su última esperanza. Compartir su cabaña, su alimento, el lenguaje secreto del río que habla a quien quiera escuchar… ¿Es eso? ¿Lo ha conseguido entonces?
¿Y qué papel reserva el destino a su hijo, nacido tras dejar atrás a Kamala, cuando ambos sepan de la existencia del otro?
Nadie más que Siddhartha puede darse a sí mismo una respuesta.
Igual que cada uno de nosotros.
Pero también venía a decir que quizá sea ahora la oportunidad idónea para apreciar ciertas obras en toda su dimensión. Quizá la vida, los años, las experiencias personales acumuladas, ayuden a tender puentes hacia el mensaje del autor o autora.
¿Significa que he entendido mejor a estas alturas el Siddhartha de Hermann Hesse, por ejemplo? ¿Qué he sabido interiorizar con más aprovechamiento sus palabras? No me atrevo a contestar categóricamente, pero me gustaría pensar que sí.
Siddhartha es un hombre que no halla su sitio. Incluso cuando, bajo el prisma de los demás, ocupa el hueco correcto en el engranaje del mundo, él cree que ha de seguir buscando.
Que la búsqueda es tanto un proceso como un estado.
¿Por qué estamos aquí? ¿Somos una casualidad cósmica? ¿El juego de un demiurgo? ¿Tiene todo esto algún sentido?
¿Sabiduría? ¿Amor? ¿Espiritualidad? ¿Riqueza? ¿Dogmas?
Como hijo de brahmán, la religión oficial le proporciona "certezas" muy cómodas. Una comodidad vacía.
Como samana o asceta vagabundo, la renuncia a lo material en realidad le detrae, le quita una parte de su ser, al negar las sensaciones obtenidas a través de su cuerpo.
Su encuentro con Buda parece el final del camino. Es tanta la impronta del Ser Perfecto en los corazones… Así lo decide Govinda, el amigo que le acompaña en su viaje. Aunque Siddhartha opta por no detenerse.
Kamala, la bella cortesana que le elige como compañero. Kamaswami, el adinerado mercader de quien se convierte en mano derecha. ¿Décadas aprendiendo junto a ellos no son aún suficientes?
Un sencillo barquero, Vasudeva, es su última esperanza. Compartir su cabaña, su alimento, el lenguaje secreto del río que habla a quien quiera escuchar… ¿Es eso? ¿Lo ha conseguido entonces?
¿Y qué papel reserva el destino a su hijo, nacido tras dejar atrás a Kamala, cuando ambos sepan de la existencia del otro?
Nadie más que Siddhartha puede darse a sí mismo una respuesta.
Igual que cada uno de nosotros.
jueves, 5 de mayo de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCIII)
El pianista Glenn Gould explica por qué eligió cada pieza específica de Bach que suena en la película. Su intención habría sido trascender las escenas, no acompañarlas en segundo plano. Crear con la música una intrahistoria, un viaje a través de las diversas etapas en la existencia del personaje principal.
Billy vagando por los bosques de las Ardenas, conmocionado por el estruendo de la artillería y los panzer… Su traslado a un campo de prisioneros en Dresde… La destrucción de la hermosa ciudad por el bombardeo de 1945… El retorno a casa… Su trabajo, su esposa, sus hijos… Los paseos por el espacio y el tiempo entre la Tierra y el planeta Tralfámador, donde Billy, según su testimonio, es expuesto en el zoo en compañía de la actriz Montana…
Antes de la película, Kurt Vonnegut había escrito el libro en el que se inspira. Escucho el disco de Bach mientras pergeño la nota sobre Matadero cinco.
Personas más sabias que yo han catalogado esta novela como uno de los grandes clásicos del pasado siglo, así que supongo que mi tardanza en acercarme a ella me hace reo de alguna falta. Al menos, de un pensamiento culpable. So it goes, es lo que hay.
Pero, por otro lado, en un mundo donde la guerra sigue siendo la rueda que gira bajo la vida —la "antivida", sería más adecuado decir— siento que no hay mejor ocasión para leerla.
Siento que la sencillez y la profundidad de sus páginas, sin ninguna contradicción entre ambos términos, se manifiestan hoy con pleno significado.
No sé qué podría reseñar con un mínimo de originalidad. Algo que compense a quien haya llegado a las Tres corcheas y se encuentre leyendo estas líneas. Es tanta, precisamente, la libertad de pensamiento que nos ofrece Vonnegut…
La figura de Billy, lo contrario al arquetipo del soldado, inmerso en la lucha de forma risible, sujeto a un cautiverio humillante, testigo de acontecimientos inabarcables, y que, como si fuera idiota, resume cada una de sus experiencias con un descuidado «es lo que hay», nos desvela el destino del ser humano.
Peleles, ni siquiera marionetas movidas por hilos, muñecos de trapo lanzados aquí y allá por fuerzas que no vemos, no elegimos, no sabemos controlar.
Las continuas líneas cruzadas entre la cotidianidad —empleo, familia, amigos— y lo extraordinario —la capacidad de Billy para recorrer el universo a voluntad, con su presente, pasado y futuro abiertos ante él, convirtiéndose así en "inmortal"—, nos sugieren una vía de escape.
Quizá interior —nadie le cree cuando cuenta algo tan fantasioso, incluso los más allegados se lo reprochan, como salidas de tono impropias de un hombre de clase media acomodado—, pero una puerta al fin y al cabo.
Y, en conjunto, no me cabe duda de que Matadero cinco merece con creces el podio al que personas más sabias que yo la han elevado.
Memorable. Es lo que hay.
Billy vagando por los bosques de las Ardenas, conmocionado por el estruendo de la artillería y los panzer… Su traslado a un campo de prisioneros en Dresde… La destrucción de la hermosa ciudad por el bombardeo de 1945… El retorno a casa… Su trabajo, su esposa, sus hijos… Los paseos por el espacio y el tiempo entre la Tierra y el planeta Tralfámador, donde Billy, según su testimonio, es expuesto en el zoo en compañía de la actriz Montana…
Antes de la película, Kurt Vonnegut había escrito el libro en el que se inspira. Escucho el disco de Bach mientras pergeño la nota sobre Matadero cinco.
Personas más sabias que yo han catalogado esta novela como uno de los grandes clásicos del pasado siglo, así que supongo que mi tardanza en acercarme a ella me hace reo de alguna falta. Al menos, de un pensamiento culpable. So it goes, es lo que hay.
Pero, por otro lado, en un mundo donde la guerra sigue siendo la rueda que gira bajo la vida —la "antivida", sería más adecuado decir— siento que no hay mejor ocasión para leerla.
Siento que la sencillez y la profundidad de sus páginas, sin ninguna contradicción entre ambos términos, se manifiestan hoy con pleno significado.
No sé qué podría reseñar con un mínimo de originalidad. Algo que compense a quien haya llegado a las Tres corcheas y se encuentre leyendo estas líneas. Es tanta, precisamente, la libertad de pensamiento que nos ofrece Vonnegut…
La figura de Billy, lo contrario al arquetipo del soldado, inmerso en la lucha de forma risible, sujeto a un cautiverio humillante, testigo de acontecimientos inabarcables, y que, como si fuera idiota, resume cada una de sus experiencias con un descuidado «es lo que hay», nos desvela el destino del ser humano.
Peleles, ni siquiera marionetas movidas por hilos, muñecos de trapo lanzados aquí y allá por fuerzas que no vemos, no elegimos, no sabemos controlar.
Las continuas líneas cruzadas entre la cotidianidad —empleo, familia, amigos— y lo extraordinario —la capacidad de Billy para recorrer el universo a voluntad, con su presente, pasado y futuro abiertos ante él, convirtiéndose así en "inmortal"—, nos sugieren una vía de escape.
Quizá interior —nadie le cree cuando cuenta algo tan fantasioso, incluso los más allegados se lo reprochan, como salidas de tono impropias de un hombre de clase media acomodado—, pero una puerta al fin y al cabo.
Y, en conjunto, no me cabe duda de que Matadero cinco merece con creces el podio al que personas más sabias que yo la han elevado.
Memorable. Es lo que hay.
lunes, 4 de abril de 2022
Nuestro mundo (XXIV)
Srebrenica. Babi Yar. Buchenwald.
Varían los números, claro. Quizá no sean lo mismo seis millones, que cien mil, que trescientos cincuenta. Quizá.
Katyn. Wounded Knee. Masacre de Manila.
Dicen que la guerra saca a la superficie lo mejor y lo peor que cada uno lleve dentro.
Holocausto. Holodomor. Genocidio armenio.
Y que, salvo contados casos de ángeles y demonios, como metáforas del bien y el mal absolutos, todos los demás somos capaces del mayor sacrificio o la mayor degradación si nos ponen a prueba.
La Jerusalén de la Primera Cruzada.
Solo hace falta encontrar la "tecla exacta" para que el ser humano se desdoble y cualquier criterio moral sea sustituido por el predatorio.
Tapias escondidas. Cunetas al amanecer. Paracuellos.
Los predadores alfa y omega de nuestro mundo. Los que dan órdenes y los que las cumplen.
Bucha, Mariúpol…
Varían los números, claro. Quizá no sean lo mismo seis millones, que cien mil, que trescientos cincuenta. Quizá.
Katyn. Wounded Knee. Masacre de Manila.
Dicen que la guerra saca a la superficie lo mejor y lo peor que cada uno lleve dentro.
Holocausto. Holodomor. Genocidio armenio.
Y que, salvo contados casos de ángeles y demonios, como metáforas del bien y el mal absolutos, todos los demás somos capaces del mayor sacrificio o la mayor degradación si nos ponen a prueba.
La Jerusalén de la Primera Cruzada.
Solo hace falta encontrar la "tecla exacta" para que el ser humano se desdoble y cualquier criterio moral sea sustituido por el predatorio.
Tapias escondidas. Cunetas al amanecer. Paracuellos.
Los predadores alfa y omega de nuestro mundo. Los que dan órdenes y los que las cumplen.
Bucha, Mariúpol…
jueves, 31 de marzo de 2022
El ángel de fuego
Mil y muchas personas se ponen —nos ponemos— en pie. La orquesta interpreta el himno de Ucrania.
«Es una historia extraña», canta Ruprecht tras escuchar el relato de Renata.
Ruprecht quiere saber por qué Renata espanta confusa a seres invisibles. Son espíritus malignos, le explica la joven de la bicicleta.
Cuando era niña conoció a Madiel. Cada día se presentaba para jugar con ella.
«Sus ojos, azules como el cielo, y sus cabellos, hilos de oro».
Madiel, un ángel.
El ángel de fuego.
Le prohibió que hablara de su existencia o de una complicidad que debía permanecer en secreto. De todas formas, nadie la creería.
Por fin, al cumplir dieciséis años, Renata le pidió que unieran sus cuerpos. Madiel, enfurecido, desapareció, tras advertirle de un retorno futuro bajo la forma de un hombre.
«Es una historia extraña». Y Ruprecht se desabrocha el pantalón. Se echa sobre ella. Se arrepiente. «No volverá a ocurrir».
La música, oscura, inquietante, comienza a introducirse en los rincones de cada alma. En las almas de mil y muchas personas.
Ruprecht viaja con Renata hasta Colonia. En el escenario da vueltas un cubo gigantesco, de varios pisos y múltiples habitaciones.
Un armario que hace de vivienda. Un salón con sillones y una mesilla. Un dormitorio infantil. Escaleras. Una consulta donde se practican abortos…
Renata ansía que vuelva Heinrich. Jamás fue tan feliz como en el tiempo que pasó con el conde Heinrich, segura de que se trataba de la encarnación del ángel.
Pero ahora, abandonada, solo puede desear su retorno. Si es necesario, forzándolo mediante conjuros.
Ruprecht declara que se ha enamorado. Renata le rechaza. ¿Se atreve a comparar sus pensamientos humanos con los divinos? ¡Heinrich, Heinrich!
Tres golpes de ultratumba resuenan en el cubo. «¿Heinrich está cerca?». Tres golpes. «¿Se ha parado frente al edificio?». Tres golpes. «¿Sube por la escalera?». Tres golpes. «¿Espera ya al otro lado de la puerta?». Tres golpes.
Mentira. Nadie aguarda a Renata, cuyas desesperadas visiones se redoblan.
La música es tan torrencial, que mil y muchas personas apenas se atreven —nos atrevemos— a respirar bajo las máscaras. No existe la piedad. Ni el descanso.
Ruprecht, ciego a todo excepto a su corazón, obtiene fórmulas de magia de Glock, el librero. Incluso demanda la ayuda de Agrippa von Nettesheim, el médico, que desmiente su experiencia en artes ocultas.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo hostil. Le odia. Suplica a Ruprecht que le mate. Ruprecht no es capaz, pero… por ella lo hará.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo angelical. Le ama. Suplica a Ruprecht que no le haga daño. Ruprecht cae en la locura.
La música es un rayo de luz cuando Renata pronuncia el nombre de Madiel. Mil y muchas personas entrecierran —entrecerramos— los ojos.
Renata confiesa que en realidad ama a Ruprecht.
Renata desea encerrarse en un convento. Fausto y su mentor Mefistófeles dominan sus movimientos a cámara lenta, en el salón con los sillones y la mesilla. Ruprecht asiste sin fuerzas.
Un gran danés, blanco y negro, se recuesta junto a ellos. Mueve de vez en cuando la cabeza, observando lo que ocurre alrededor. ¿Qué piensa un perro de las cosas, las palabras, los sonidos de los humanos?
En el convento, la superiora acusa a Renata de posesión. Las demás novicias van rodeándolas, presas de espasmos histéricos. El coro entero las rodea.
El cubo del escenario se ha disgregado. Sus piezas se abren en canal, como un puzle.
El inquisidor pronuncia el exorcismo. «Spiriti maligni, damnati interdicti…». Azota a Renata hasta hacer que sangre. Su garganta le exhorta a "confesar la verdad".
Surgen llamas de la bicicleta.
Inermes, entregados a la música de Sergei Prokófiev, mil y muchas personas golpean —golpeamos— una contra otra las palmas de las manos. Una y otra vez. Y otra. Y otra.
Quizá no hayamos entendido completamente lo que hemos vivido esta noche.
O quizá sí. ¿Quién sabe?
«Es una historia extraña», canta Ruprecht tras escuchar el relato de Renata.
Ruprecht quiere saber por qué Renata espanta confusa a seres invisibles. Son espíritus malignos, le explica la joven de la bicicleta.
Cuando era niña conoció a Madiel. Cada día se presentaba para jugar con ella.
«Sus ojos, azules como el cielo, y sus cabellos, hilos de oro».
Madiel, un ángel.
El ángel de fuego.
Le prohibió que hablara de su existencia o de una complicidad que debía permanecer en secreto. De todas formas, nadie la creería.
Por fin, al cumplir dieciséis años, Renata le pidió que unieran sus cuerpos. Madiel, enfurecido, desapareció, tras advertirle de un retorno futuro bajo la forma de un hombre.
«Es una historia extraña». Y Ruprecht se desabrocha el pantalón. Se echa sobre ella. Se arrepiente. «No volverá a ocurrir».
La música, oscura, inquietante, comienza a introducirse en los rincones de cada alma. En las almas de mil y muchas personas.
Ruprecht viaja con Renata hasta Colonia. En el escenario da vueltas un cubo gigantesco, de varios pisos y múltiples habitaciones.
Un armario que hace de vivienda. Un salón con sillones y una mesilla. Un dormitorio infantil. Escaleras. Una consulta donde se practican abortos…
Renata ansía que vuelva Heinrich. Jamás fue tan feliz como en el tiempo que pasó con el conde Heinrich, segura de que se trataba de la encarnación del ángel.
Pero ahora, abandonada, solo puede desear su retorno. Si es necesario, forzándolo mediante conjuros.
Ruprecht declara que se ha enamorado. Renata le rechaza. ¿Se atreve a comparar sus pensamientos humanos con los divinos? ¡Heinrich, Heinrich!
Tres golpes de ultratumba resuenan en el cubo. «¿Heinrich está cerca?». Tres golpes. «¿Se ha parado frente al edificio?». Tres golpes. «¿Sube por la escalera?». Tres golpes. «¿Espera ya al otro lado de la puerta?». Tres golpes.
Mentira. Nadie aguarda a Renata, cuyas desesperadas visiones se redoblan.
La música es tan torrencial, que mil y muchas personas apenas se atreven —nos atrevemos— a respirar bajo las máscaras. No existe la piedad. Ni el descanso.
Ruprecht, ciego a todo excepto a su corazón, obtiene fórmulas de magia de Glock, el librero. Incluso demanda la ayuda de Agrippa von Nettesheim, el médico, que desmiente su experiencia en artes ocultas.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo hostil. Le odia. Suplica a Ruprecht que le mate. Ruprecht no es capaz, pero… por ella lo hará.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo angelical. Le ama. Suplica a Ruprecht que no le haga daño. Ruprecht cae en la locura.
La música es un rayo de luz cuando Renata pronuncia el nombre de Madiel. Mil y muchas personas entrecierran —entrecerramos— los ojos.
Renata confiesa que en realidad ama a Ruprecht.
Renata desea encerrarse en un convento. Fausto y su mentor Mefistófeles dominan sus movimientos a cámara lenta, en el salón con los sillones y la mesilla. Ruprecht asiste sin fuerzas.
Un gran danés, blanco y negro, se recuesta junto a ellos. Mueve de vez en cuando la cabeza, observando lo que ocurre alrededor. ¿Qué piensa un perro de las cosas, las palabras, los sonidos de los humanos?
En el convento, la superiora acusa a Renata de posesión. Las demás novicias van rodeándolas, presas de espasmos histéricos. El coro entero las rodea.
El cubo del escenario se ha disgregado. Sus piezas se abren en canal, como un puzle.
El inquisidor pronuncia el exorcismo. «Spiriti maligni, damnati interdicti…». Azota a Renata hasta hacer que sangre. Su garganta le exhorta a "confesar la verdad".
Surgen llamas de la bicicleta.
Inermes, entregados a la música de Sergei Prokófiev, mil y muchas personas golpean —golpeamos— una contra otra las palmas de las manos. Una y otra vez. Y otra. Y otra.
Quizá no hayamos entendido completamente lo que hemos vivido esta noche.
O quizá sí. ¿Quién sabe?
martes, 22 de marzo de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCII)
Otto von F., poeta ucraniano, despierta un nuevo día en Moscú.
Las actividades de sus vecinos en la residencia de escritores le impiden continuar en la cama como sería su gusto.
El uzbeco y su música oriental, el judío presto para redactar siete poemas en yidis antes de comer, el administrador daguestano, los chechenos que apalizan en el ascensor a quienes les caen mal, el fundador de la literatura yakuta, bastante "perjudicado" por otras razones en el mismo ascensor…
Y unos cuantos rusos y rusas, claro.
Otto von F. suele soñar con el rey de Ucrania, Olelko II —Gran Príncipe de Kiev y de Chernígov, Rey de Galitzia y de Volyn, Patrón de Pskov, de Peremyshl y de Koziatin, Duque de Dniprodzerzhinsk, etc., etc.— con quien ejerce de confidente y consejero de las cosas de la vida.
Lo que no anticipa es que, en cuanto se levante, la jornada se va a convertir en una Moscoviada inefable.
Primero el encuentro, en las duchas de la planta baja, con la visitante malgache de hipnótico canto.
Más tarde, los tres amigos que insisten en llevarle a la cervecería de la calle Fonvizin, delimitada por alambre de espino, con colas frente a las máquinas de monedas que expenden el ambarino líquido —no hay vodka suficiente para todos en el imperio—.
La sicalíptica visita a su amante Galia, cazadora de serpientes, tras recoger el tesoro de una casete de Mike Oldfield.
La explosión de la granada en el Merendero.
Los sótanos del Mundo del Niño, en persecución del barón gitano y su cartera birlada.
Los túneles secretos del metro, reservados al gobierno.
Hasta la extraña reunión a la que los asistentes acuden disfrazados, donde se proclama la sagrada unidad eslava al precio que sea.
Experiencias salpimentadas aquí y allá con otras que acuden a su memoria, como los requerimientos de la KGB para incorporarlo a su ejército de colaboradores patrióticos.
Y las ratas. Las ratas que se agitan ansiosas, que chillan al otro lado de la pared donde le interrogan…
Novela nada fácil de describir de Yuri Andrujovich, con tantos mensajes subliminales que bordea —qué digo, bordea—, que se instala en el puro caos.
¿Surrealista?
¿Panrealista, metarrealista, transrealista, sovietrealista?
Y que, sin embargo, quizá no demasiado sorprendentemente, construye una historia con mucho sentido.
El mismo que rige nuestros tiempos de sinrazón.
Las actividades de sus vecinos en la residencia de escritores le impiden continuar en la cama como sería su gusto.
El uzbeco y su música oriental, el judío presto para redactar siete poemas en yidis antes de comer, el administrador daguestano, los chechenos que apalizan en el ascensor a quienes les caen mal, el fundador de la literatura yakuta, bastante "perjudicado" por otras razones en el mismo ascensor…
Y unos cuantos rusos y rusas, claro.
Otto von F. suele soñar con el rey de Ucrania, Olelko II —Gran Príncipe de Kiev y de Chernígov, Rey de Galitzia y de Volyn, Patrón de Pskov, de Peremyshl y de Koziatin, Duque de Dniprodzerzhinsk, etc., etc.— con quien ejerce de confidente y consejero de las cosas de la vida.
Lo que no anticipa es que, en cuanto se levante, la jornada se va a convertir en una Moscoviada inefable.
Primero el encuentro, en las duchas de la planta baja, con la visitante malgache de hipnótico canto.
Más tarde, los tres amigos que insisten en llevarle a la cervecería de la calle Fonvizin, delimitada por alambre de espino, con colas frente a las máquinas de monedas que expenden el ambarino líquido —no hay vodka suficiente para todos en el imperio—.
La sicalíptica visita a su amante Galia, cazadora de serpientes, tras recoger el tesoro de una casete de Mike Oldfield.
La explosión de la granada en el Merendero.
Los sótanos del Mundo del Niño, en persecución del barón gitano y su cartera birlada.
Los túneles secretos del metro, reservados al gobierno.
Hasta la extraña reunión a la que los asistentes acuden disfrazados, donde se proclama la sagrada unidad eslava al precio que sea.
Experiencias salpimentadas aquí y allá con otras que acuden a su memoria, como los requerimientos de la KGB para incorporarlo a su ejército de colaboradores patrióticos.
Y las ratas. Las ratas que se agitan ansiosas, que chillan al otro lado de la pared donde le interrogan…
Novela nada fácil de describir de Yuri Andrujovich, con tantos mensajes subliminales que bordea —qué digo, bordea—, que se instala en el puro caos.
¿Surrealista?
¿Panrealista, metarrealista, transrealista, sovietrealista?
Y que, sin embargo, quizá no demasiado sorprendentemente, construye una historia con mucho sentido.
El mismo que rige nuestros tiempos de sinrazón.
lunes, 14 de marzo de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XCI)
De nuevo entro en la librería de lance, y de nuevo acabo hincando la rodilla. ¿Penitencia quizás?
En realidad, es que a partir de la letra S en el apellido de los autores, o disfrutas de cierta flexibilidad articular o te pierdes los colocados más abajo. Ay, esos de la W…
Pero la penitencia obtiene su recompensa, mil veces multiplicada.
Un título brilla más que cualquier otro, por la S de Luis Sepúlveda.
Desde la primera página, en que una extracción de muelas congrega alrededor a los escasos habitantes de El Idilio, me siento atrapado por él. Tiene lugar en un muelle y también asisten aventureros de las cercanías.
Un muelle con racimos de banano, costales de café en grano, cerveza, aguardiente Frontera… El río Nangaritza… Aventureros… Jíbaros… La amazonía…
Recorro las líneas, descubro el lugar y a los personajes: el inquieto doctor Rubicundo Loachamín, para quien todo lo malo es por definición culpa del Gobierno; el orondo alcalde sin nombre, conocido como la Babosa; el viejo.
Antonio José Bolívar Proaño llegó de joven, atraído por la promesa de tierras a quienes quisieran colonizar ese rincón perdido, y apenas siguió adelante gracias a que los aborígenes shuar se apiadaron de él y le enseñaron las artes para sobrevivir en la selva.
A su edad, mucho tiempo después, se conforma con su mísera choza de cañas, la hamaca de yute y una mesa alta para leer de pie.
Porque, aunque no sepa escribir, lee. Lentamente, con una lupa, murmurando las palabras.
Novelas de amor. Pasiones, esfuerzos, desencuentros, la perra suerte que quiere separar a los enamorados pero nunca consigue apagar su deseo de estar juntos.
Cuantas más dificultades arrostren, más se le ilumina la mirada. El doctor se las consigue en las dos visitas que hace al año.
Traen a un cazador gringo muerto. El alcalde quiere culpar a los shuar que lo han hallado y devuelto en su canoa.
El viejo demuestra que solo pueden haber sido las garras de una hembra de tigrillo, en venganza porque el gringo acabó con sus cachorros, cuyas pequeñas pieles acribilladas no le hubieran reportado ningún beneficio.
Y ahora que ha probado la carne humana y merodea furiosa a este lado del río…
Ya no digo más. Qué hermoso libro. Qué maravilloso lenguaje. Qué historia tan subyugante.
Un viejo que leía novelas de amor.
En realidad, es que a partir de la letra S en el apellido de los autores, o disfrutas de cierta flexibilidad articular o te pierdes los colocados más abajo. Ay, esos de la W…
Pero la penitencia obtiene su recompensa, mil veces multiplicada.
Un título brilla más que cualquier otro, por la S de Luis Sepúlveda.
Desde la primera página, en que una extracción de muelas congrega alrededor a los escasos habitantes de El Idilio, me siento atrapado por él. Tiene lugar en un muelle y también asisten aventureros de las cercanías.
Un muelle con racimos de banano, costales de café en grano, cerveza, aguardiente Frontera… El río Nangaritza… Aventureros… Jíbaros… La amazonía…
Recorro las líneas, descubro el lugar y a los personajes: el inquieto doctor Rubicundo Loachamín, para quien todo lo malo es por definición culpa del Gobierno; el orondo alcalde sin nombre, conocido como la Babosa; el viejo.
Antonio José Bolívar Proaño llegó de joven, atraído por la promesa de tierras a quienes quisieran colonizar ese rincón perdido, y apenas siguió adelante gracias a que los aborígenes shuar se apiadaron de él y le enseñaron las artes para sobrevivir en la selva.
A su edad, mucho tiempo después, se conforma con su mísera choza de cañas, la hamaca de yute y una mesa alta para leer de pie.
Porque, aunque no sepa escribir, lee. Lentamente, con una lupa, murmurando las palabras.
Novelas de amor. Pasiones, esfuerzos, desencuentros, la perra suerte que quiere separar a los enamorados pero nunca consigue apagar su deseo de estar juntos.
Cuantas más dificultades arrostren, más se le ilumina la mirada. El doctor se las consigue en las dos visitas que hace al año.
Traen a un cazador gringo muerto. El alcalde quiere culpar a los shuar que lo han hallado y devuelto en su canoa.
El viejo demuestra que solo pueden haber sido las garras de una hembra de tigrillo, en venganza porque el gringo acabó con sus cachorros, cuyas pequeñas pieles acribilladas no le hubieran reportado ningún beneficio.
Y ahora que ha probado la carne humana y merodea furiosa a este lado del río…
Ya no digo más. Qué hermoso libro. Qué maravilloso lenguaje. Qué historia tan subyugante.
Un viejo que leía novelas de amor.
martes, 8 de marzo de 2022
A la escucha (XXV)
Ohoi sinda, rauda raiska…
Hierro maldito, tú, miserable…
Que consumes la carne, que devoras el hueso…
Que derramas la sangre inocente…
Golpes sobre una piel curtida, tirante. Explosiones. Golpes de dolor.
¿Cuál es tu origen, hierro maldito? Muerte, plaga, odio.
Saliva venenosa de serpiente.
Cañones, tanques, armas guiadas por control remoto…
Sirenas antiaéreas, desafíos, injusticia.
Las gargantas son la vida. Cantan con desesperación.
Contra la desesperación.
Hasta que el sonido ya no puede más. Se apaga.
Veljo Tormis.
Maldición sobre el hierro.
martes, 1 de marzo de 2022
Nuestro mundo (XXIII)
Camino entre las filas de los caídos. No encuentro su fin. No lo encuentro.
W.A. Adamson. Veintitrés años. Concédele, Señor, el descanso eterno.
E.E. Ludbrook. Veintidós años. Duerme en paz, siempre amado.
A. Wharton. Treinta y nueve años. De naturaleza generosa.
W.J. Dann. Veintisiete años. Cumplió con su deber, noble y sin miedo.
W.L. Manuel. Veintidós años. Reposa en el seno de Dios.
G. Stephenson. Veintiocho años. Dulce es tu memoria.
A.S. Culliford. Veintisiete años. Nuestro único hijo, te recuerdan papá y mamá.
Hay quienes buscan que su nombre quede en los libros de historia. Es su meta de vida, lo ansían a sangre y fuego. Y lo consiguen.
Otros tienen el recuerdo de papá y mamá.
W.A. Adamson. Veintitrés años. Concédele, Señor, el descanso eterno.
E.E. Ludbrook. Veintidós años. Duerme en paz, siempre amado.
A. Wharton. Treinta y nueve años. De naturaleza generosa.
W.J. Dann. Veintisiete años. Cumplió con su deber, noble y sin miedo.
W.L. Manuel. Veintidós años. Reposa en el seno de Dios.
G. Stephenson. Veintiocho años. Dulce es tu memoria.
A.S. Culliford. Veintisiete años. Nuestro único hijo, te recuerdan papá y mamá.
Hay quienes buscan que su nombre quede en los libros de historia. Es su meta de vida, lo ansían a sangre y fuego. Y lo consiguen.
Otros tienen el recuerdo de papá y mamá.
jueves, 24 de febrero de 2022
Nuestro mundo (XXII)
No sé lo que podría decir hoy. No sé lo que podría escribir. Es tanta de nuevo la decepción…
Otra puñalada del ser humano sobre el ser humano.
Esta noche, solo busco el sonido de la voz.
Una voz, diez voces, cien…
Juntas.
El instrumento más antiguo y poderoso, frente a la más poderosa bomba.
Mil voces, millones de voces…
Otra puñalada del ser humano sobre el ser humano.
Esta noche, solo busco el sonido de la voz.
Una voz, diez voces, cien…
Juntas.
El instrumento más antiguo y poderoso, frente a la más poderosa bomba.
Mil voces, millones de voces…
lunes, 21 de febrero de 2022
Brevísima y tibia nota sobre… (VII)
A mi entender, este es un libro parcialmente acertado. O, lo que es lo mismo, parcialmente fallido.
En La Tierra plana y el nacionalismo encuentro algunos argumentos irreprochables. Aunque solo sea porque yo mismo, casualmente, los he utilizado cuando he tenido que discutir sobre la aberración, tanto en origen como en consecuencias, que suponen los nacionalismos secesionistas.
Esos que suelo denominar, con pruebas por delante, nazionalismos.
El problema, como bien plantea Paco Álvarez, es que las pruebas no tienen efecto en un "mundo paralelo" de acólitos donde la lógica brilla por su ausencia.
Por ejemplo, me viene a la memoria un documental −de National Geographic, no quisiera equivocarme−, en el que antiguos miembros de las Juventudes Hitlerianas, ya ancianos, narraban su niñez en el Reich.
Entonces no percibían lo perverso de su entorno, de los eslóganes, de las doctrinas pseudomísticas que les inculcaban como base de su educación.
Para ellos era "lo normal", el ideal por el que, llegado el momento, habrían de sacrificar sus vidas.
Luchaban, en su particular visión de la realidad, por "lo justo".
De igual manera, razonar con un nazionalista supone que el sistema de valores en el que se ha formado, que le ha permitido ser un miembro aceptado de su grupo en vez de un paria, quede desarticulado.
Si lo intentas, eres el enemigo. Y al enemigo hay que odiarlo.
De acuerdo: ¿por qué, entonces, si sus intenciones morales me resultan más o menos adecuadas, considero el esfuerzo del autor fallido?
Me temo que debido a las formas.
Es una opinión muy personal, evidentemente, pero si hay algo que aprecio en un ensayo es la inteligencia. La finura, el savoir dire, el estilo de un Boadella en ¡Viva Tabarnia! o de un Savater en Contra el separatismo.
Esa virtud no alumbra aquí a Álvarez, que parece escribir a gritos, combativo pero en un sentido tosco, populista, de discusión de bar.
Por tal motivo, con la mano en el corazón, no puedo recomendarlo. Lo siento.
En La Tierra plana y el nacionalismo encuentro algunos argumentos irreprochables. Aunque solo sea porque yo mismo, casualmente, los he utilizado cuando he tenido que discutir sobre la aberración, tanto en origen como en consecuencias, que suponen los nacionalismos secesionistas.
Esos que suelo denominar, con pruebas por delante, nazionalismos.
El problema, como bien plantea Paco Álvarez, es que las pruebas no tienen efecto en un "mundo paralelo" de acólitos donde la lógica brilla por su ausencia.
Por ejemplo, me viene a la memoria un documental −de National Geographic, no quisiera equivocarme−, en el que antiguos miembros de las Juventudes Hitlerianas, ya ancianos, narraban su niñez en el Reich.
Entonces no percibían lo perverso de su entorno, de los eslóganes, de las doctrinas pseudomísticas que les inculcaban como base de su educación.
Para ellos era "lo normal", el ideal por el que, llegado el momento, habrían de sacrificar sus vidas.
Luchaban, en su particular visión de la realidad, por "lo justo".
De igual manera, razonar con un nazionalista supone que el sistema de valores en el que se ha formado, que le ha permitido ser un miembro aceptado de su grupo en vez de un paria, quede desarticulado.
Si lo intentas, eres el enemigo. Y al enemigo hay que odiarlo.
De acuerdo: ¿por qué, entonces, si sus intenciones morales me resultan más o menos adecuadas, considero el esfuerzo del autor fallido?
Me temo que debido a las formas.
Es una opinión muy personal, evidentemente, pero si hay algo que aprecio en un ensayo es la inteligencia. La finura, el savoir dire, el estilo de un Boadella en ¡Viva Tabarnia! o de un Savater en Contra el separatismo.
Esa virtud no alumbra aquí a Álvarez, que parece escribir a gritos, combativo pero en un sentido tosco, populista, de discusión de bar.
Por tal motivo, con la mano en el corazón, no puedo recomendarlo. Lo siento.
lunes, 14 de febrero de 2022
Brevísima y tibia nota sobre… (VI)
Termino de ver Mientras dure la guerra, la película que narra los últimos días de Miguel de Unamuno.
Enseguida dirijo la mirada a la biblioteca. No recuerdo haber leído nada suyo desde hace tiempo, así que ya tengo una excusa para enmendarme.
Escojo una edición doble de San Manuel Bueno, mártir y Cómo se hace una novela.
Al finalizar, pues…
Mi problema es que ninguno de ambos títulos me provoca emoción.
En el primero aprecio la fábrica, la manera en que su hábil pluma nos planta en el mundo de los personajes: don Manuel, el cura; Lázaro, el indiano refractario a cualquier manifestación religiosa; Ángela, su hermana y narradora…
Para la comunidad, don Manuel es un santo. Incluso Lázaro experimenta una profunda transformación con su trato. Y Ángela, que ha estudiado en la ciudad, prefiere enterrarse en el pueblo para vivir cerca de él.
Solo que don Manuel oculta algo. No puede revelar a sus paisanos, para no hacerles daño, la duda que se ha instalado en su espíritu, que afecta como un dardo a su misma fe.
En cuanto al segundo, nos traslada al otro lado de la frontera pirenaica, donde Unamuno, que sufre exilio, piensa en escribir una novela protagonizada por U. Jugo de la Raza. Y relata cómo la desarrollaría, qué obsesiones atormentarían a tan singular figura, que prevé una muerte cercana.
Obsesiones, reflexiones, que no por casualidad son las mismas de su creador. Porque «toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuanto es vivo, es autobiográfico».
De nuevo, un constructo cuya complejidad debería atraerme y, mísero de mí, no lo hace. Me confieso respetuoso pero tibio a lo que don Miguel nos quiere contar.
Qué le vamos a hacer.
Enseguida dirijo la mirada a la biblioteca. No recuerdo haber leído nada suyo desde hace tiempo, así que ya tengo una excusa para enmendarme.
Escojo una edición doble de San Manuel Bueno, mártir y Cómo se hace una novela.
Al finalizar, pues…
Mi problema es que ninguno de ambos títulos me provoca emoción.
En el primero aprecio la fábrica, la manera en que su hábil pluma nos planta en el mundo de los personajes: don Manuel, el cura; Lázaro, el indiano refractario a cualquier manifestación religiosa; Ángela, su hermana y narradora…
Para la comunidad, don Manuel es un santo. Incluso Lázaro experimenta una profunda transformación con su trato. Y Ángela, que ha estudiado en la ciudad, prefiere enterrarse en el pueblo para vivir cerca de él.
Solo que don Manuel oculta algo. No puede revelar a sus paisanos, para no hacerles daño, la duda que se ha instalado en su espíritu, que afecta como un dardo a su misma fe.
En cuanto al segundo, nos traslada al otro lado de la frontera pirenaica, donde Unamuno, que sufre exilio, piensa en escribir una novela protagonizada por U. Jugo de la Raza. Y relata cómo la desarrollaría, qué obsesiones atormentarían a tan singular figura, que prevé una muerte cercana.
Obsesiones, reflexiones, que no por casualidad son las mismas de su creador. Porque «toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuanto es vivo, es autobiográfico».
De nuevo, un constructo cuya complejidad debería atraerme y, mísero de mí, no lo hace. Me confieso respetuoso pero tibio a lo que don Miguel nos quiere contar.
Qué le vamos a hacer.
lunes, 7 de febrero de 2022
Brevísima y elogiosa nota sobre… (XC)
Novela muy, muy curiosa… Me gusta.
Tanto la ucronía como su prima hermana la distopía disfrutan de una tradición literaria consolidada. Incluso señera, me atrevería a defender.
Si uno busca la recomendación de hoy, encontrará también el término steampunk para adscribirla. Una especie de movimiento donde la acción se sitúa en escenarios históricos pero alternativos, con la presencia de invenciones "retrofuturistas". Al estilo del Nautilus del capitán Nemo o el Albatros de Robur el Conquistador, por ejemplo.
En Danza de tinieblas, de Eduardo Vaquerizo, dicha acción tiene lugar en Madrid, un año indeterminado del primer tercio del siglo XX.
Madrid, capital de un imperio, ciudad ruidosa y sucia, donde se come un cocido de padre y muy señor mío y donde coexisten, mal que bien, millones de personas de todas las razas y credos.
Aunque el oficial siga siendo el protestante, desde luego. Profesantes de la fe reformada llegan con esperanza desde paises acosados por los malditos papistas o los anglíticos, para iniciar una nueva vida.
Porque, tiempo atrás, Felipe II murió de una herida de caza, y su hermanastro Juan de Austria, el mismo día en que se alzaba vencedor en Lepanto, proclamó su derecho a ocupar el trono. Las consecuencias fueron inmensas.
El cabo de alguaciles Joannes Salamanca, hijo de refugiados flamencos, está de guardia en el cuartel, tras uno de esos pantagruélicos cocidos, cuando le avisan para un servicio: escoltar de incógnito al duque de Mier, favorito de la corte, que acude a solazarse al teatrón.
Lo que debería suponer una tarea rutinaria, sin necesidad de desenfundar el Villegas reglamentario del calibre 32, se complica sin embargo terriblemente.
Un asesinato en Lavapiés, corazón de la judería –tampoco los judíos fueron expulsados por Isabel y Fernando, al darse cuenta este de las ventajas de contar con sus servicios– desencadena una cadena de acontecimientos que llega a afectar a la estabilidad de la corona.
Un perspicaz inquisidor, fray Faustino, asignado a la investigación junto con Joannes, nota que ya son cinco los fallecidos en similares circunstancias. Parecen "aplastados" por alguna fuerza sobrehumana.
Casi todos, relacionados con el cabalismo y con las Haciendas Imperiales.
Altos cargos del Estado, influyentes banqueros –granatas–, ladrones, confidentes, marginados, anarcolistas que promueven disturbios sin tregua…
El mismo duque de Mier…
La fascinante Rebeca, hermana del último asesinado…
Personajes que confluyen en una trama en la que nuestro cabo pasa de perseguidor a perseguido. Quizá le encomendaran a él el caso porque es "prescindible".
Un mundo de automóviles movidos con hulla, de máquinas de cálculo similares a computadoras, de armas de repetición, sin que sobre por otra parte la espada al costado, el sombrero de ala ancha ni, como en cualquier realidad, una bolsa llena para salir del paso.
Repito, novela muy, muy curiosa.
Tanto la ucronía como su prima hermana la distopía disfrutan de una tradición literaria consolidada. Incluso señera, me atrevería a defender.
Si uno busca la recomendación de hoy, encontrará también el término steampunk para adscribirla. Una especie de movimiento donde la acción se sitúa en escenarios históricos pero alternativos, con la presencia de invenciones "retrofuturistas". Al estilo del Nautilus del capitán Nemo o el Albatros de Robur el Conquistador, por ejemplo.
En Danza de tinieblas, de Eduardo Vaquerizo, dicha acción tiene lugar en Madrid, un año indeterminado del primer tercio del siglo XX.
Madrid, capital de un imperio, ciudad ruidosa y sucia, donde se come un cocido de padre y muy señor mío y donde coexisten, mal que bien, millones de personas de todas las razas y credos.
Aunque el oficial siga siendo el protestante, desde luego. Profesantes de la fe reformada llegan con esperanza desde paises acosados por los malditos papistas o los anglíticos, para iniciar una nueva vida.
Porque, tiempo atrás, Felipe II murió de una herida de caza, y su hermanastro Juan de Austria, el mismo día en que se alzaba vencedor en Lepanto, proclamó su derecho a ocupar el trono. Las consecuencias fueron inmensas.
El cabo de alguaciles Joannes Salamanca, hijo de refugiados flamencos, está de guardia en el cuartel, tras uno de esos pantagruélicos cocidos, cuando le avisan para un servicio: escoltar de incógnito al duque de Mier, favorito de la corte, que acude a solazarse al teatrón.
Lo que debería suponer una tarea rutinaria, sin necesidad de desenfundar el Villegas reglamentario del calibre 32, se complica sin embargo terriblemente.
Un asesinato en Lavapiés, corazón de la judería –tampoco los judíos fueron expulsados por Isabel y Fernando, al darse cuenta este de las ventajas de contar con sus servicios– desencadena una cadena de acontecimientos que llega a afectar a la estabilidad de la corona.
Un perspicaz inquisidor, fray Faustino, asignado a la investigación junto con Joannes, nota que ya son cinco los fallecidos en similares circunstancias. Parecen "aplastados" por alguna fuerza sobrehumana.
Casi todos, relacionados con el cabalismo y con las Haciendas Imperiales.
Altos cargos del Estado, influyentes banqueros –granatas–, ladrones, confidentes, marginados, anarcolistas que promueven disturbios sin tregua…
El mismo duque de Mier…
La fascinante Rebeca, hermana del último asesinado…
Personajes que confluyen en una trama en la que nuestro cabo pasa de perseguidor a perseguido. Quizá le encomendaran a él el caso porque es "prescindible".
Un mundo de automóviles movidos con hulla, de máquinas de cálculo similares a computadoras, de armas de repetición, sin que sobre por otra parte la espada al costado, el sombrero de ala ancha ni, como en cualquier realidad, una bolsa llena para salir del paso.
Repito, novela muy, muy curiosa.
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