jueves, 31 de marzo de 2022

El ángel de fuego

Mil y muchas personas se ponen —nos ponemos— en pie. La Orquesta del Teatro Real interpreta el himno de Ucrania.

«Es una historia extraña», canta Ruprecht tras escuchar el relato de Renata.

Ruprecht quiere saber por qué Renata espanta confusa a seres invisibles. Son espíritus malignos, le explica la joven de la bicicleta.

Cuando era niña conoció a Madiel. Cada día se presentaba para jugar con ella. «Sus ojos, azules como el cielo, y sus cabellos, hilos de oro».

Madiel, un ángel. El ángel de fuego.

Le prohibió que hablara de su existencia o de una complicidad que debía permanecer en secreto. De todas formas, nadie la creería.

Por fin, al cumplir dieciséis años, Renata le pidió que unieran sus cuerpos. Madiel, enfurecido, desapareció, tras advertirle de un retorno futuro bajo la forma de un hombre.

«Es una historia extraña». Y Ruprecht se desabrocha el pantalón. Se echa sobre ella. Se arrepiente. «No volverá a ocurrir».

La música, oscura, inquietante, comienza a introducirse en los rincones de cada alma. En las almas de mil y muchas personas.

Ruprecht viaja con Renata hasta Colonia. En el escenario da vueltas un cubo gigantesco, de varios pisos y múltiples habitaciones.

Un armario que hace de vivienda. Un salón con sillones y una mesilla. Un dormitorio infantil. Escaleras. Una consulta donde se practican abortos…

Renata ansía que vuelva Heinrich. Jamás fue tan feliz como en el tiempo que pasó con el conde Heinrich, segura de que se trataba de la encarnación del ángel.

Pero ahora, abandonada, solo puede desear su retorno. Si es necesario, forzándolo mediante conjuros.

Ruprecht declara que se ha enamorado. Renata le rechaza. ¿Se atreve a comparar sus pensamientos humanos con los divinos? ¡Heinrich, Heinrich!

Tres golpes de ultratumba resuenan en el cubo. «¿Heinrich está cerca?». Tres golpes. «¿Se ha parado frente al edificio?». Tres golpes. «¿Sube por la escalera?». Tres golpes. «¿Espera ya al otro lado de la puerta?». Tres golpes.

Mentira. Nadie aguarda a Renata, cuyas desesperadas visiones se redoblan.

La música es tan torrencial que mil y muchas personas apenas se atreven —nos atrevemos— a respirar bajo las máscaras. No existe la piedad. Ni el descanso.

Ruprecht, ciego a todo excepto a su corazón, obtiene fórmulas de magia de Glock, el librero. Incluso demanda la ayuda de Agrippa von Nettesheim, el médico, que desmiente su experiencia en artes ocultas.

Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo hostil. Le odia. Suplica a Ruprecht que le mate. Ruprecht no es capaz, pero… por ella lo hará.

Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo angelical. Le ama. Suplica a Ruprecht que no le haga daño. Ruprecht cae en la locura.

La música es un rayo de luz cuando Renata pronuncia el nombre de Madiel. Mil y muchas personas entrecierran —entrecerramos— los ojos.

Renata confiesa que en realidad ama a Ruprecht.

Renata desea encerrarse en un convento. Fausto y su mentor Mefistófeles dominan sus movimientos a cámara lenta, en el salón con los sillones y la mesilla. Ruprecht asiste sin fuerzas.

Un gran danés, blanco y negro, se recuesta junto a ellos. Mueve de vez en cuando la cabeza, observando lo que ocurre alrededor. ¿Qué piensa un perro de las cosas, las palabras, los sonidos de los humanos?

En el convento, la superiora acusa a Renata de posesión. Las demás novicias van rodeándolas, presas de espasmos histéricos. El coro entero las rodea.

El cubo del escenario se ha disgregado. Sus piezas se abren ahora en canal, como un puzle.

El inquisidor pronuncia el exorcismo: «Spiriti maligni, damnati interdicti…». Azota a Renata hasta hacer que sangre. Su garganta le exhorta a «confesar la verdad».

Surgen llamas de la bicicleta.

Inermes, entregados a Sergei Prokofiev, mil y muchas personas golpean —golpeamos— una contra otra las palmas de las manos. Una y otra vez. Y otra. Y otra.

Quizá no hayamos entendido completamente lo que hemos vivido esta noche en la ópera.

O quizá sí. ¿Quién sabe?


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