No sé qué opinar, la verdad.
La duda no me surge sobre el libro en sí, digno en todo caso de elogio, sino acerca de la interrogación y respuesta que plantea.
Y mis quebraderos de cabeza se deben a que hablamos de algo tan atávico como esquivo de entender. ¿Es posible un mundo sin guerras? Es lo que se pregunta, ni más ni menos, Arno Gruen en este ensayo.
La base de estudio se apoya en las herramientas que nos proporciona el psicoanálisis, y las conclusiones —¿desafiando a la observación empírica?— resultan afirmativas. Sí, es posible.
La experiencia del autor le da desde luego voto de prestigio. Nacido en la Alemania de Weimar y emigrado forzoso junto con sus padres en el 36, entendía perfectamente el concepto de odio. Pero, en desacuerdo con el gigante Freud, que enraizaba el deseo por la violencia en nuestra propia naturaleza, él aboga por que se introduce de forma ajena, se cultiva en el subconsciente desde la infancia y acaba matando al niño original.
Nos supeditamos a un molde subrepticio relleno de pautas culturales y sociales que nos "obligan" a hacer cosas ante las que no acertamos a rebelarnos. Y según nos adentramos en la edad adulta, somos dueños de nuestras vidas cada vez en menor medida.
Entonces, ¿obedecemos a un ciego determinismo? ¿Quedamos reducidos a células que se amoldan a la corriente general o a una "voluntad superior"? ¿Estamos abocados a traicionar a nuestro yo íntimo que grita paz, amistad, concordia, compasión, solidaridad?
Gruen opina que no. No solo podemos ejercer la libertad, renunciando si es preciso a creencias o pretendidos valores inculcados por nuestro entorno, sino que debemos hacerlo. Sobre todo los más jóvenes, ya que, cuando los lustros se acumulan en nuestras sienes, tendemos a adaptarnos: lo desconocido nos da miedo.
«¿Qué lleva a los hombres a ejercer violencia sobre otros hombres? ¿Qué mueve a los soldados a obedecer incluso las órdenes más absurdas? ¿Qué conduce a un político a enviar a miles de hombres a la muerte, aparentando ante sí mismo y ante los demás que actúa correctamente?».
A través de ejemplos extraídos de su trayectoria como profesor y terapeuta, citas de novelas, poemas, personajes históricos o contemporáneos y fuentes de inspiración alternativas, nuestro Quijote de la mente desmenuza la ambición, la falta de escrúpulos, la competitividad extrema, el ansia de dominio, actitudes que triunfan…, para mostrárnoslas desnudas.
Olvidamos cómo en algún momento aprendimos a amar y consideramos débiles los sentimientos. Confundimos fortaleza con poder. Nuestra confianza emocional, pilar en una existencia equilibrada, se tambalea, creando sombras de rechazo a nosotros mismos que convertimos en daño hacia los demás. El dolor engendra dolor.
Hay que retornar a los sueños que valen la pena, es su mensaje. Aquellos procedentes de nuestros primeros pasos, no los anhelos de poseer aparatos de marca o presumir de famosos a los que nos acostumbran.
Hermoso pensamiento. Quisiera creerlo. Quisiera tener su misma visión de la esperanza. Quisiera…
Quizá a estas alturas ya sea tarde.
Música, libros, fotos, cosas que me pasan, que recuerdo, que se me ocurren, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
martes, 28 de febrero de 2023
martes, 21 de febrero de 2023
Brevísima y tibia nota sobre… (XI)
¿Qué haces, loco? ¡Deja de darle a las teclas! ¡Para! ¡Aléjate del enter, mano mala, mala, nnnnnnnnoooooooo!
Antes de que mi conciencia sensata me persuada de lo contrario, lo anoto aquí con todas sus letras: no me gusta Eugenia Grandet.
Tampoco es que me eche para atrás, aclaro, la pluma de Honoré de Balzac tiene un peso importante. Pero en ningún caso añadiré este libro a mi lista de clásicos universales. Enter.
Para convencerme a mí mismo, he de definir primero qué atributos rodean a un clásico universal que se precie.
¿La atemporalidad, quizá? ¿Que los personajes, sus formas de pensar, sus actos, sus diálogos, la historia que nos cuentan, pertenezcan a la complejísima psique humana de cualquier tiempo y edad, más allá de que se vistan con túnicas, gorgueras o sombreros de copa, según quiera ambientarlos el autor?
¿Que se encuentre por encima de las convenciones? ¿Que nos arranque una exhalación de sorpresa? ¿Que se nos meta dentro y nos atrape, haciendo surgir tras nuestra piel un mundo tan real —o más real, o el único real— que lleguemos a dar de lado, insomnes, aquel al que se aferran de diario los sentidos?
Demasiada metáfora, lo sé. Con reglas tan vagas, alejadas de la escuadra y el tiralíneas, la consideración de clásico deviene en algo tan subjetivo que casi cualquier cosa que nos haga pasar un buen rato podría arrogarse el título.
Y si no soy capaz de explicarlo mejor, ¿por qué atreverme entonces a empujar a la Grandet desde unas alturas a las que tantos lectores de dos siglos acá la han aupado?
A mi juicio, esta novela solo cumple a medias con los valores exigibles, aunque sean metafóricos. El resto de su contenido se somete a premisas hoy anticuadas.
Por ejemplo, no presento quejas sobre la descripción que hace monsieur de Balzac de la emergente sociedad burguesa, donde la astucia comercial y la riqueza se convierten en aspiraciones absolutas y la caduca sangre azul del ancien régime intenta emparentar con los recién llegados para no perecer.
También en justicia, Grandet padre brillaría en un podio de avaros ilustres. Y secundarios como la criada Nanon o los pretendientes que conspiran por la mano de la joven se perfilan con trazo firme.
Lo que ocurre es que, ay, ni Eugenia ni su primo Adolphe pasan el corte de personajes polifacéticos. Me aburren. «No me entran».
Esa mujer virginal, pura y suspirante, dispuesta a esperar al príncipe azul igual que un objeto espera expuesto en un escaparate… Ese petimetre llorica que acaba yéndose a capturar unos cuantos esclavos cuya venta le devuelva la dignidad financiera con que reclamarla…
Estereotipos. Retratos tan acartonados que los pilares sobre los que se apoya la trama se agrietan sin remedio.
Cuando los protagonistas y sus problemas causan tal indiferencia… ¡En fin!
Anda que… Estarás contento, ¿no? ¿Y ahora qué? ¿Vas a publicarlo?
Pues sí, efectivamente. Ponemos unas corcheas adecuadas a la época como colofón y… Enter.
Antes de que mi conciencia sensata me persuada de lo contrario, lo anoto aquí con todas sus letras: no me gusta Eugenia Grandet.
Tampoco es que me eche para atrás, aclaro, la pluma de Honoré de Balzac tiene un peso importante. Pero en ningún caso añadiré este libro a mi lista de clásicos universales. Enter.
Para convencerme a mí mismo, he de definir primero qué atributos rodean a un clásico universal que se precie.
¿La atemporalidad, quizá? ¿Que los personajes, sus formas de pensar, sus actos, sus diálogos, la historia que nos cuentan, pertenezcan a la complejísima psique humana de cualquier tiempo y edad, más allá de que se vistan con túnicas, gorgueras o sombreros de copa, según quiera ambientarlos el autor?
¿Que se encuentre por encima de las convenciones? ¿Que nos arranque una exhalación de sorpresa? ¿Que se nos meta dentro y nos atrape, haciendo surgir tras nuestra piel un mundo tan real —o más real, o el único real— que lleguemos a dar de lado, insomnes, aquel al que se aferran de diario los sentidos?
Demasiada metáfora, lo sé. Con reglas tan vagas, alejadas de la escuadra y el tiralíneas, la consideración de clásico deviene en algo tan subjetivo que casi cualquier cosa que nos haga pasar un buen rato podría arrogarse el título.
Y si no soy capaz de explicarlo mejor, ¿por qué atreverme entonces a empujar a la Grandet desde unas alturas a las que tantos lectores de dos siglos acá la han aupado?
A mi juicio, esta novela solo cumple a medias con los valores exigibles, aunque sean metafóricos. El resto de su contenido se somete a premisas hoy anticuadas.
Por ejemplo, no presento quejas sobre la descripción que hace monsieur de Balzac de la emergente sociedad burguesa, donde la astucia comercial y la riqueza se convierten en aspiraciones absolutas y la caduca sangre azul del ancien régime intenta emparentar con los recién llegados para no perecer.
También en justicia, Grandet padre brillaría en un podio de avaros ilustres. Y secundarios como la criada Nanon o los pretendientes que conspiran por la mano de la joven se perfilan con trazo firme.
Lo que ocurre es que, ay, ni Eugenia ni su primo Adolphe pasan el corte de personajes polifacéticos. Me aburren. «No me entran».
Esa mujer virginal, pura y suspirante, dispuesta a esperar al príncipe azul igual que un objeto espera expuesto en un escaparate… Ese petimetre llorica que acaba yéndose a capturar unos cuantos esclavos cuya venta le devuelva la dignidad financiera con que reclamarla…
Estereotipos. Retratos tan acartonados que los pilares sobre los que se apoya la trama se agrietan sin remedio.
Cuando los protagonistas y sus problemas causan tal indiferencia… ¡En fin!
Anda que… Estarás contento, ¿no? ¿Y ahora qué? ¿Vas a publicarlo?
Pues sí, efectivamente. Ponemos unas corcheas adecuadas a la época como colofón y… Enter.
martes, 14 de febrero de 2023
Brevísima y tibia nota sobre… (X)
Hoy, un título al que faltan puntos para subirle la nota. Y no es que Emilio Ruiz Barrachina deje de ofrecernos en él noticias de interés.
El hándicap para calificarlo con tibieza es que Brujos, reyes e inquisidores no alcanza los ambiciosos objetivos que declara. Al menos, a mí no me lo parece.
Los cuales consisten en demostrar que la persecución de la brujería por el fanatismo religioso —inherente al cristianismo—, el ejercicio de la violencia por las clases dominantes para mantener su estatus político y el malvado orden capitalista que ahoga el libre pensamiento actual son una y la misma cosa a través de los tiempos.
Religión, política y economía en el mismo lote históricamente opresivo.
Respetable intento y tema jugoso. Siempre que se den a la imprenta argumentos de peso, claro está.
Justo el problema de que adolece el texto: la solidez de arenas movedizas en la lógica que maneja el autor. ¿No será quizá un alegato de sus filias y fobias personales —insisto, respetables—, en lugar de un discurso científico?
Comienza planteando la evolución del Cristo perseguido al perseguidor, ya que la Iglesia católica, existiera realmente o no la figura a la que adora, tuviese carácter divino, humano o un refrito de ideas sacadas del mito de Osiris-Dioniso, lleva en su seno la semilla del oscurantismo. Pablo de Tarso se erige en el sumo sacerdote umbrío, secundado por otros que llaman santos.
Resulta de especial interés en este primer bloque la creencia triunfante en la literalidad de las escrituras sagradas, que avasalló en los siglos de creación de los dogmas a corrientes alternativas más humanísticas, representadas por el gnosticismo.
Pasamos ipso facto a los brujos, no inventados por la Iglesia, ya que sus atributos son reconocibles en culturas previas de varios continentes, pero que entraron en la fama popular a partir del Malleus Malleficarum, compendio de artes nigrománticas editado en la Edad Media europea. Aquelarres diabólicos, pócimas, maldiciones, vuelos nocturnos…
Aunque más que los brujos, las verdaderas protagonistas del relato son sus equivalentes femeninas: las brujas.
En efecto, poco queda para imaginarse una acusación orlada con el moderno adjetivo heteropatriarcal. La histeria sexista de los padres de la fe se registra en numerosos pasajes bíblicos.
El mensaje del capítulo se resume en que, «debido al carácter individual de sus prácticas, se escapaban del control del sistema global-cristiano, y la Iglesia, utilizando la Inquisición como un organismo policial de orden jurídico y represivo, […] los combate y los reprime hasta la exterminación, como se hace y se hará en nuestros días con sistemas económicos diferentes o perjudiciales para el sistema económico global».
Que sigo sin ver la ilación, pero bueno…
Los movimientos milenaristas, las cruzadas, el catarismo, son algunos fenómenos que acompañan a la aparición del Santo Oficio en escena. El poder papal y la corona francesa se alían contra los albigenses del Languedoc, aunque su interés por la salvación de las almas oculta lo primordial del oro y las tierras como factores motivadores para pasarlos por la espada. Ya les llegará el turno, a no demasiado tardar, a los templarios.
El funcionamiento de la Inquisición española, con preocupaciones diferentes al tronco europeo, merece un lugar destacado. En particular sus trabajos en las Indias, ya que las nuevas sociedades americanas constituían un rico caldo de cultivo sincretista para las andanzas del maligno. Salen a relucir actas de juicios a ambos lados del Atlántico y casos extraordinarios como el de Eleno de Céspedes, nacido(a) como esclava, mulata y hermafrodita, que llevó a cabo una erudita defensa de su naturaleza contra los cargos de sodomía y posesión.
«Inquisión hoy» es el título recopilatorio de las páginas finales, donde Ruiz hace balance de sus cuentas con el todopoderoso capital, heredero de La Suprema en métodos y espíritu de exclusión de la diversidad, según se ha referido.
Termino ya: léase con todo el aprovechamiento posible, que alguno tiene, si bien el empeño en la polémica como objeto en sí, no como medio dialéctico para convencer, le impide ganarse el nihil obstat.
El hándicap para calificarlo con tibieza es que Brujos, reyes e inquisidores no alcanza los ambiciosos objetivos que declara. Al menos, a mí no me lo parece.
Los cuales consisten en demostrar que la persecución de la brujería por el fanatismo religioso —inherente al cristianismo—, el ejercicio de la violencia por las clases dominantes para mantener su estatus político y el malvado orden capitalista que ahoga el libre pensamiento actual son una y la misma cosa a través de los tiempos.
Religión, política y economía en el mismo lote históricamente opresivo.
Respetable intento y tema jugoso. Siempre que se den a la imprenta argumentos de peso, claro está.
Justo el problema de que adolece el texto: la solidez de arenas movedizas en la lógica que maneja el autor. ¿No será quizá un alegato de sus filias y fobias personales —insisto, respetables—, en lugar de un discurso científico?
Comienza planteando la evolución del Cristo perseguido al perseguidor, ya que la Iglesia católica, existiera realmente o no la figura a la que adora, tuviese carácter divino, humano o un refrito de ideas sacadas del mito de Osiris-Dioniso, lleva en su seno la semilla del oscurantismo. Pablo de Tarso se erige en el sumo sacerdote umbrío, secundado por otros que llaman santos.
Resulta de especial interés en este primer bloque la creencia triunfante en la literalidad de las escrituras sagradas, que avasalló en los siglos de creación de los dogmas a corrientes alternativas más humanísticas, representadas por el gnosticismo.
Pasamos ipso facto a los brujos, no inventados por la Iglesia, ya que sus atributos son reconocibles en culturas previas de varios continentes, pero que entraron en la fama popular a partir del Malleus Malleficarum, compendio de artes nigrománticas editado en la Edad Media europea. Aquelarres diabólicos, pócimas, maldiciones, vuelos nocturnos…
Aunque más que los brujos, las verdaderas protagonistas del relato son sus equivalentes femeninas: las brujas.
En efecto, poco queda para imaginarse una acusación orlada con el moderno adjetivo heteropatriarcal. La histeria sexista de los padres de la fe se registra en numerosos pasajes bíblicos.
El mensaje del capítulo se resume en que, «debido al carácter individual de sus prácticas, se escapaban del control del sistema global-cristiano, y la Iglesia, utilizando la Inquisición como un organismo policial de orden jurídico y represivo, […] los combate y los reprime hasta la exterminación, como se hace y se hará en nuestros días con sistemas económicos diferentes o perjudiciales para el sistema económico global».
Que sigo sin ver la ilación, pero bueno…
Los movimientos milenaristas, las cruzadas, el catarismo, son algunos fenómenos que acompañan a la aparición del Santo Oficio en escena. El poder papal y la corona francesa se alían contra los albigenses del Languedoc, aunque su interés por la salvación de las almas oculta lo primordial del oro y las tierras como factores motivadores para pasarlos por la espada. Ya les llegará el turno, a no demasiado tardar, a los templarios.
El funcionamiento de la Inquisición española, con preocupaciones diferentes al tronco europeo, merece un lugar destacado. En particular sus trabajos en las Indias, ya que las nuevas sociedades americanas constituían un rico caldo de cultivo sincretista para las andanzas del maligno. Salen a relucir actas de juicios a ambos lados del Atlántico y casos extraordinarios como el de Eleno de Céspedes, nacido(a) como esclava, mulata y hermafrodita, que llevó a cabo una erudita defensa de su naturaleza contra los cargos de sodomía y posesión.
«Inquisión hoy» es el título recopilatorio de las páginas finales, donde Ruiz hace balance de sus cuentas con el todopoderoso capital, heredero de La Suprema en métodos y espíritu de exclusión de la diversidad, según se ha referido.
Termino ya: léase con todo el aprovechamiento posible, que alguno tiene, si bien el empeño en la polémica como objeto en sí, no como medio dialéctico para convencer, le impide ganarse el nihil obstat.
martes, 7 de febrero de 2023
Nuestro mundo (XXV)
Paseo en calma por el centro de Berlín, de Jerusalén, de Varsovia. Tanta sangre en la memoria de sus calles…
Asciendo por las laderas del Etna, con risas de niños jugando en la nieve. Contemplo latidos de luz crepuscular sobre los amenazantes volcanes de Guatemala.
Tras los ecos del Coliseo, las piedras gritan. En el Madrid que nunca duerme se alzan los muros, ahora silentes, del viejo tribunal de la Inquisición.
Escaleras del templo de Hatshepsut. Mezquita omeya de Damasco. La hermosa Lisboa, una vez arrasada. Todos esos lugares recuerdo.
Como también, mientras leo palabras como terremoto, desastre, víctimas, recuerdo los milenarios mosaicos y columnas ante los que me detuve en la lejana Gaziantep.
Muerte y vida. Vida y muerte. Y de nuevo la vida.
En cualquier rincón de nuestro mundo. Nuestro ciclo por siempre.
Asciendo por las laderas del Etna, con risas de niños jugando en la nieve. Contemplo latidos de luz crepuscular sobre los amenazantes volcanes de Guatemala.
Tras los ecos del Coliseo, las piedras gritan. En el Madrid que nunca duerme se alzan los muros, ahora silentes, del viejo tribunal de la Inquisición.
Escaleras del templo de Hatshepsut. Mezquita omeya de Damasco. La hermosa Lisboa, una vez arrasada. Todos esos lugares recuerdo.
Como también, mientras leo palabras como terremoto, desastre, víctimas, recuerdo los milenarios mosaicos y columnas ante los que me detuve en la lejana Gaziantep.
Muerte y vida. Vida y muerte. Y de nuevo la vida.
En cualquier rincón de nuestro mundo. Nuestro ciclo por siempre.
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