Estas costumbres que voy a relatar me las contó un cubano que vivía en Saigón, de padre gallego y madre mezcla entre chino y africana. Curioso personaje.
Resulta que uno nace por esas latitudes y al llegar a ciertas edades se da cuenta de que le gustaría encontrar una pareja y quererse los dos mucho, mucho. Vaya manera de copiar a los de otras latitudes... Solución: se va a la cafetería.
Allí, ¿qué se encuentra? Aparte de café, claro. A un lado del local, todas las chicas. Al otro, todos los chicos. En tierra de nadie, el intermediario, en ciertas culturas denominado camarero.
Supongamos que es un chico (ah, y además heterosexual, cuidadín con equivocarse, porque otras posibilidades están fatal vistas). Se sienta, pide la consumición reglamentaria y despliega el radar óptico de búsqueda. Empieza a funcionar: bip, bip, bip...
Bipbipbipbipbiiiiiiiiiiip. Alerta de cercanía. Un objetivo se fija en la pantalla. ¿Que qué tiene de especial, dices? ¿Que se parece a todas las que están a su alrededor? Ay, iluso, eso te lo parecerá a ti. ¿Cómo puedes no darte cuenta de que es única?
Las chicas siguen a lo suyo. O quizá estén a varias cosas a la vez, haciendo barridos con su propio radar. Cuando otro las ilumina, ocurre como en las películas de aviones, que saltan luces de aviso.
Ella no tarda demasiado en identificarle, recordemos que la mirada de él está fija cual besugo en papillote. Pero se guarda mucho de darse por aludida. En sucesivos y espaciados movimientos le regalará uno, dos, hasta llegar a tres segundos como máximo de contacto visual. Y eso, si realmente le gusta.
Tres segundos significan OK. El chico hace una seña al camarero. ¿Ves a aquella monada de allí? No, no, más a la derecha. No, no, ahora a la izquierda. Esa es, exacto. Pregúntale de mi parte cuál es su número de teléfono.
El camarero cumple eficazmente con su labor. Hola, ¿ves a aquel mozo de allí? No, no, más a la derecha, etc. (como si no supiera ella quién es). Que dice que si le das tu número.
Mostrando escaso entusiasmo, arrugando la nariz, bostezando claramente para demostrar que lo hace por lástima, estando el mundo lleno de pretendientes detrás de su palmito, la joven apunta la preciada información.
La cosa va rodada, ahora empieza la fase dos: los mensajes de texto. Tacatá, tacatá, tacatá, enviar. Mira, que soy de buena familia, mis intenciones son honorables, me gustaría tener tres o cuatro hijos... Le cuenta hasta el número del carné de identidad.
Y hala, tras un intercambio de horas, ya tenemos idilio. Si él ha jugado bien sus cartas, quedarán en encontrarse el próximo domingo. Dos opciones: el cine o pasear por el parque. Pero cuidado: en cualquiera de ellas, que ni se les ocurra, NI SE LES OCURRA hacer manitas. Que corra el aire.
Huy, relaciones prematrimoniales en la República Socialista de Vietnam. Si te pillan, la has hecho buena. Ostracismo puro y duro, nadie volverá a dirigirte la palabra, y eso en el mejor de los casos. Aquí, o pasas por el juzgado, o de lo otro ni hablar.
Y si a la pareja le sale una vena de locura, claramente antipatriótica y hasta antirrevolucionaria... ¿Adónde podrían ir? En un hotel del Estado lo primero es enseñar el libro de familia, que el Estado no es tonto y el colega de la recepción tampoco.
Prosigamos. Hace meses que se citan para sus paseos, y en lo que a ellos respecta han llegado a un acuerdo de futuro. Ya es tiempo de que ella les presente al chico a sus padres.
¿A papá le gusta? ¿No es un vago? ¿No bebe? ¿No fuma? ¿Tiene empleo? ¿Y moto propia? Bueno, podría ser, podría ser. Le doy permiso para continuar el cortejo, joven. ¿Que no acaba de entrarle bien del todo? Mala suerte, habría que volver a la casilla de salida. A seguir buscando.
Como moraleja de esta historia, sólo te digo: si alguna vez tienes la sensación de que ligar cada vez se está haciendo más difícil, piensa en una tierra del lejano oriente... y tiembla.
Música, libros, fotos, cosas que me pasan, que recuerdo, que se me ocurren, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
lunes, 30 de agosto de 2010
martes, 24 de agosto de 2010
Angkor Wat
Has cruzado ya el puente sobre la laguna, protegido por serpientes de siete cabezas. Has franqueado ya la puerta de la muralla externa. El sudor que desciende por la frente te obliga a entrecerrar los ojos, y sin embargo necesitas mantenerlos abiertos, muy abiertos. Pasas el dorso de la mano por la piel humedecida y sigues adelante. Porque está ahí, justo enfrente, aguardándote, llenando a cada paso tu asombrada pupila.
Cada torre se alza como un milagro. Tallados en las galerías del primer piso, miles de relieves relatan batallas más propias de dioses que de seres humanos. En el Ramayana, Rama con su arco, secundado por Hanuman al frente del ejército de los monos, se opone a las huestes del demonio Ravana, que ha raptado a su esposa, la princesa Sita. Mas allá, en la epopeya del Mahabharata, chocan los dos reinos de los Pandavas y los Kauravas, cuyas tropas avanzan incontenibles desde direcciones opuestas.
Asciendes al segundo nivel. Paseas por los patios, al pie de las elevaciones con forma de loto, una en cada esquina, rindiendo homenaje a su hermana principal en el centro. Parece como si no quedara una piedra sin esculpir. Al principio era la morada de Vishnu, sólo soberanos y altos sacerdotes tenían derecho a estar allí. Más tarde cambió la religión y se cincelaron imágenes de Buda por doquier. Quieres verlas más de cerca, subes nuevamente por los empinados escalones y alcanzas la cima.
El olor a incienso es señal de que el templo aún se encuentra activo. Desde allí, en cualquier dirección, te rodea el mar vegetal que lo ocultó durante centurias. Son incontables los restos, algunos restaurados por los arquólogos, otros preservados en el mismo estado en que se hallaron, con raíces y troncos de árboles que abrazan sus muros. Simbólicamente, sobre las mismas losas que pisas, nace un arbusto en flor.
Y deseas darle gracias a la vida por haber tenido la oportunidad de llegar a este lugar. Y en el momento de abandonarlo vuelves continuamente la cabeza, como si al segundo siguiente el sol fuera a llevárselo en su carrera por alcanzar el límite del horizonte. Es entonces cuando susurras su nombre, suavemente.
Angkor Wat...
Cada torre se alza como un milagro. Tallados en las galerías del primer piso, miles de relieves relatan batallas más propias de dioses que de seres humanos. En el Ramayana, Rama con su arco, secundado por Hanuman al frente del ejército de los monos, se opone a las huestes del demonio Ravana, que ha raptado a su esposa, la princesa Sita. Mas allá, en la epopeya del Mahabharata, chocan los dos reinos de los Pandavas y los Kauravas, cuyas tropas avanzan incontenibles desde direcciones opuestas.
Asciendes al segundo nivel. Paseas por los patios, al pie de las elevaciones con forma de loto, una en cada esquina, rindiendo homenaje a su hermana principal en el centro. Parece como si no quedara una piedra sin esculpir. Al principio era la morada de Vishnu, sólo soberanos y altos sacerdotes tenían derecho a estar allí. Más tarde cambió la religión y se cincelaron imágenes de Buda por doquier. Quieres verlas más de cerca, subes nuevamente por los empinados escalones y alcanzas la cima.
El olor a incienso es señal de que el templo aún se encuentra activo. Desde allí, en cualquier dirección, te rodea el mar vegetal que lo ocultó durante centurias. Son incontables los restos, algunos restaurados por los arquólogos, otros preservados en el mismo estado en que se hallaron, con raíces y troncos de árboles que abrazan sus muros. Simbólicamente, sobre las mismas losas que pisas, nace un arbusto en flor.
Y deseas darle gracias a la vida por haber tenido la oportunidad de llegar a este lugar. Y en el momento de abandonarlo vuelves continuamente la cabeza, como si al segundo siguiente el sol fuera a llevárselo en su carrera por alcanzar el límite del horizonte. Es entonces cuando susurras su nombre, suavemente.
Angkor Wat...
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