A veces, cuando publico una entrada donde la imagen resulta protagonista, utilizo la expresión «historia fotográfica» para describir el contenido.
De vez en cuando la historia se cuenta por sí sola. No necesita apenas texto. Lo que se ve es lo que hay.
En otras ocasiones, sin embargo, una fotografía, no importa lo simple que parezca, puede llevar en su interior varios mundos.
Mundos que nacen, se transforman, desaparecen o viven en un parpadeo.
Este señor, por ejemplo, acarreaba bolsas de agua cuando pasé a su lado. «Vaciaba» el mar para obtener sal. La especie de balanza atravesada sobre los hombros, a modo de yugo, convertía cada paso en un esfuerzo encorvado.
No sabía si iba a molestarse por la cámara. De manera tan instintiva como el ojo se acercó al visor, una disculpa asomó en mis labios. Aunque quizá tampoco entendiera inglés…
Pero, nada más descargar el líquido sobre la artesa, al percatarse de mi presencia, tuvo una reacción algo inesperada. Ni de indiferencia, ni de alejamiento, ni de fastidio.
Se le iluminó la expresión. Se irguió para posar, con sus dientes cubriendo una anchísima sonrisa.
Un turista, cuya motivación debían de ser los amaneceres balineses, los paisajes, la música eterna de las olas, se había detenido ante lo que estaba haciendo.
Le había «retratado».
La sonrisa tan franca y su inmediato gesto de saludo me traen ahora a la cabeza pensamientos de sencillez, de afabilidad, de alegría incluso ante los pequeños acontecimientos cotidianos.
La historia del trabajo esclavo, sin reconocimiento ni redención durante siglos, que quise componer en un primer momento, quedó de alguna forma velada.
¿Y él? ¿Cuáles serían las palabras que elegiría si pudiese contemplar aquí su rostro? ¿Cuál sería su propio relato del fugaz encuentro?
Nunca podré saberlo.
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