jueves, 13 de junio de 2024

Nuestro mundo (XIX)

Museo Memorial de la Guerra en Lofoten.

En cierta ocasión comenté un libro titulado ¿Quién soy yo… y cuántos?, del filósofo alemán Richard David Precht.

Al comienzo de aquella entrada me preguntaba si la persona que hoy lleva mi nombre es la misma de hace veinte o veinticinco años, ya que el transcurso del tiempo nos modela no solo en un evidente sentido físico, sino creando, matizando o haciendo desaparecer múltiples capas de pensamiento.

¿Podría alguien que volviese a encontrarme tras un intermedio de lustros creer que no he cambiado? O al contrario, manifestar que yo ya no soy yo, sino «otro»… ¿Para mejor? ¿Para peor?

¿Quizá debería aplicar el aforismo de Goethe según el cual si me conociera a mí mismo saldría corriendo?

Con motivo del aniversario del desembarco en Normandía celebrado hace una semana, han proliferado los documentales televisivos que analizan la histórica jornada.

En uno de los que he visto, diversos supervivientes comparten sus recuerdos: las horas previas al «Día D», las impresiones nada más caer el portón de las lanchas —desde su interior y desde la orilla—, si consideran que el objetivo valía de verdad la pena habida cuenta del riesgo personal, si volverían a participar…

Y las palabras de un entrevistado, el tercer señor tudesco que aparece en estas líneas, me llaman tanto la atención como para buscar bolígrafo y dejarlas anotadas:

Si hubiéramos llegado con suficiente rapidez habríamos evitado la invasión […]. No éramos fanáticos, teníamos valor para combatir. Era nuestro deber. Habíamos aprendido a morir por la patria […]. Lo digo sin reservas: sigo estando muy orgulloso de haber pertenecido a las Waffen SS.

Es decir, a alguien que vive en un continente con reglas democráticas de las que imagino se habrá beneficiado desde 1945, le pones delante todo el conocimiento acumulado sobre los «valores» por los que luchó, se los sacude de la conciencia igual que una mota de polvo en la guerrera y responde que fuera arrepentimientos, que sus camaradas y él eran la élite de la humanidad y solo por la insuficiente punta de velocidad de sus Panzer no vivimos aún bajo el felicísimo Reich.

Podría buscar excusas por haber estado sometido a un condicionamiento psicológico que anuló su capacidad de distinguir entre lo moralmente justo y lo abyecto, pedir perdón por el error de juventud, por los millones de víctimas, y dedicarse a trabajar para compensarlo.

Y no. Sus múltiples capas de pensamiento, amalgamadas en una sola, no han olvidado nada ni han aprendido nada.

Esa democracia plural que le ampara, al compararla con los infames «honor» y «fidelidad» grabados en letra gótica sobre la hoja de su antigua daga, no le merece el mismo aprecio.

Tiene albedrío pero no lo quiere. Añora estar bajo las órdenes de un solo hombre, un solo caudillo, y su «visión».

Así siente aún una parte de nuestro mundo en este calendario de 2024.

Qué curioso…

Qué triste…

Qué desalentador.

P. D.: Si alguien tiene curiosidad, saqué la foto en un pequeño museo de la localidad noruega de Svolvær, el Lofoten Krigsminnemuseum, dedicado a la ocupación durante la Segunda Guerra Mundial.

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