He hablado en varias ocasiones sobre el mayor reto de la humanidad si queremos tener no ya futuro, sino un presente en el que la palabra «vida» nos ofrezca algún pequeño significado:
La guerra. Abolir la guerra. Desterrarla de nuestras mentes, de nuestros corazones, de lo más profundo de nuestro ser, donde siempre acaba renaciendo.
También he hablado sobre muchos libros que la retratan fielmente, lejos de compases musicales para alegrar desfiles.
Pero quizá no he dicho tanto sobre los hombres y mujeres que la han sufrido. Sobre todo aquellos que, tras acudir a su llamada, pensaron que sería la última si conseguían atravesar una playa, un campo de alambre, una muralla de ametralladoras con rojas bocas hambrientas.
Aquellos que pagaron por su anhelo un precio.
El 6 de junio de 1944, la esvástica ondeaba en Europa. Uno de los mayores símbolos de devastación de cualquier tiempo.
Esa madrugada, el crucero Belfast, encabezando la flota aliada, abrió fuego sobre el «Muro del Atlántico».
Las lanchas de desembarco, el resto del «Día D», son historia.
La historia de aquellos hombres.
Nuestra historia.
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