Resulta poco habitual, pero al dar forma a esta entrada me he dado cuenta de que sale larguísima para los estándares del blog. Como no deseo aburrir —el título de hoy me parece hasta gracioso—, quizá sea mejor dividirla en dos partes. Comencemos, pues:
Allá por el XIX, diligencias en los caminos y vapores de palas en los mares, a un editor alemán se le ocurrió publicar guías de viaje con el reclamo de su apellido. Y tan exitosa idea sigue figurando como entrada en el diccionario de la Real Academia: baedeker.
Las guías baedeker aconsejaban a los curiosos qué visitar, el tiempo a detenerse ante tal o cual monumento, cantinas y hoteles para comer y dormir, e incluían además una descripción de los aborígenes con los que iban a cruzarse al descender del estribo: usos, carácter, historia…
Bajo lentes estereotipadas, claro. El exotismo se imponía con largueza, y hacer hincapié en lo «rarita» que es la peña de rincones diferentes al propio cautivaba los ojos y la imaginación de los turistas pioneros.
Lo menciono porque la obra a comentar me recuerda en bastantes rasgos a una de aquellas estampas costumbristas, adaptada a «raritos» un siglo posteriores, de los años 70 concretamente: los escandinavos.
Se trata de El amor en Suecia, de Sandro Sciara.
A los lectores surpirenaicos de 1974, más que imaginación cautiva, se les debía de hacer la boca agua. ¿Suecia no es ese lugar lleno de rubias potentes (o guaperas con melenita a lo Björn Borg, dependiendo de los gustos) donde se liga tanto? ¿Donde todo el mundo se enrolla con todo el mundo? Uuuuuuuuh, Perpiñán a lo grande…
La verdad es que Sciara (seudónimo de José Repollés) hace algo de trampa. Si bien dedica al reino de los svear la mitad del volumen, escribe también sobre Dinamarca, Noruega y Finlandia (incluso Laponia), y el análisis de cómo anda el tema de la liberación sexual en su meca y centro comparte espacio con detalles de provecho para jugar al Trivial: geografía, instituciones políticas, nivel de electrificación, balanza comercial, personajes célebres… Un baedeker hasta la médula.
Los cuentos de Andersen ilustran la llegada al puerto de Copenhague igual que la tragedia hamletiana el castillo de Kronborg. Aunque lo trágico no sea el denominador común de «un país encantador». Publican quince veces más libros por habitante que los Estados Unidos y en las escuelas se dan de lado esos generadores de estrés llamados exámenes.
¿Cómo se divierten los daneses? Aparte de acudir al Tívoli, está de moda el barrio de «Sing-Sing», que toma su nombre de un local decorado con estilo carcelario. En él se juntan «burgueses, obreros, estudiantes, bohemios, jovenzuelos con rostro de ascetas y panzudos caballeros, quinceañeras con minifaldas de colorines y damas bien metidas en carnes». Y cuentan lo que ellos llaman chistes hasta la madrugada.
Luego disfrutan de la playa, donde las jóvenes se cambian el bikini mojado como si tal cosa, a cielo abierto, sin miradas libidinosas alrededor. Estas chicas «tienen cabellos de oro pálido y piel fresca, bronceada a veces, son graciosas y femeninas como no saben serlo las atléticas noruegas y poseen un charme espontáneo y alegre que no tienen las suecas a pesar de ser en general más bellas».
Las bicicletas circulan por doquier y por quince coronas sirven caldo, filete de lenguado a la Walewska, pollo asado en olla con compota de ruibarbo y ensalada de pepino, medallón de queso con apio blanco y rabanitos y, de postre, helado mantecoso con fresones.
La idiosincrasia noruega hunde sus raíces en eddas y sagas. Odín y las valquirias contemplan su montañoso relieve y profundos fiordos desde las quinientas cuarenta puertas del valhalla (como curiosidad, la palabra española fiordo deriva en línea recta de fjord).
El historiador romano Tácito señala que la tribu de los sitones estaba gobernada por una mujer. Luego se desarrolla la cultura normanda, se funda Oslo, se destila snaps, se asiste a las obras teatrales de Ibsen y Holberg, se desayuna con las aventuras de Amundsen…
No olvidemos, por supuesto, el vínculo entre las familias de Håkon IV y Alfonso X el Sabio: la princesa Kristina, hija del primero, casó con el infante Felipe de Castilla en 1258, aunque la palmó pronto, en 1262, agobiada por el solecito de Sevilla.
«A partir de 1960, las personas casadas tienen el derecho de poder pagar los impuestos conjuntamente o por separado, lo que simplifica algunas situaciones embarazosas». Que lo sepáis.
En Finlandia, al gusto por los sones musicales de Sibelius se le une el sisu, un concepto que adorna a cada uno de sus habitantes. En la lengua local significa «integridad, resistencia, decisión, valor, independencia, hondo sentido de la naturaleza y del arte». Que lo sepáis también.
Árboles, árboles, árboles… Lagos, lagos, lagos…
Mosquitos, mosquitos, mosquitos…
«No existen distinciones sociales ni barreras de clase que saltar en la cuesta que lleva al éxito. Gran parte de los estadistas finlandeses proceden de familias pobres y laboriosas».
Si te pillan conduciendo con una copa de más, seas albañil o ministro, se te caen los calzoncillos largos. No te libra de la cárcel (o tres meses picando piedra para construir aeropuertos) ni saber recitar de memoria el Kalevala.
En tales ocasiones se emplea un eufemismo que explique la ausencia del penado: ha partido «tres meses a Canarias».
Ah, la sauna…
En otros países se invita al extranjero a un aperitivo o una comida en familia. Aquí, la primera pregunta es si te apetece compartir una sauna, y rehusar no es la opción educada. Aunque por desgracia ya no sean tan habituales como antes las cabinas mixtas.
«Un baño para el espíritu más que para el cuerpo».
Los lapones constituyen un enigma desde el momento en que eligen como hábitat la tundra boreal, en compañía de sus queridos renos. «Cráneo corto, cara ancha y pequeña, arcos cigomáticos salientes, nariz de dorso cóncavo…».
No han desaparecido entre ellos los brujos y chamanes, que baten panderos en pos del trance (para acompañar la entrada tengo tantas posibilidades de recomendación musical, que la cabeza me retumba en similar medida).
En el Festival del Sol de Medianoche peregrinan a Krysoten, el monasterio más septentrional del orbe. Se arrodillan ante antiquísimos iconos de plata y despluman divertidos a los alemanes y estadounidenses que acuden a comprar sus puñales con mango de hueso.
Toman el café depositando antes azúcar en la lengua. ¿Se extinguirán por culpa de los adelantos modernos?
(Continuará).