Antes de abordar El naufragio de la Segunda República, conviene tener un detalle en cuenta.
Inger Enkvist no es historiadora. Se especializa en filología y pedagogía (catedrática de lengua española en la Universidad de Lund, según el currículo). Las tesis que defiende no están basadas en un trabajo de investigación propio.
Es decir, no va al origen; como mucho, cita a terceros. Se trata de alguien con interés que plasma sus opiniones, pero cuya autoridad no alcanza a la de aquellos profesionales que de verdad se dedican a desentrañar los puntos oscuros del pasado.
Hecha la advertencia, su libro invita obviamente al debate.
Describe el sistema institucional que, entre 1931 y 1939 (o 1936, ya que el golpe de Estado lo habría liquidado tanto en la zona de su triunfo como en la de su fracaso), enmarcó la vida política de nuestra nación.
Los capítulos siguen un orden cronológico, desde Alfonso XIII hasta la guerra. Abarcan gobiernos, episodios que hubieron de afrontar (bajo sombras constantes de revolución o involución), contexto local y exterior y la herencia de todos conocida.
Incide en las peculiaridades legales que crearon un lastre de inicio. Así, a propuesta del presidente, unas elecciones podían dar como resultado un ejecutivo no sujeto al estricto número de votos (Lerroux).
Muy pocos, de acuerdo con esta hispanista, apreciaban la República de forma pura. Si no servía a los intereses de turno, había que retorcer su sentido o, incluso, acabar con ella desde dentro.
1934 resulta la prueba palmaria. Expone que la intención del PSOE fue atravesar el pecho de la tricolor y convertirla en «otra cosa», ya que los métodos violentos para obtener el poder y ejercerlo sin contrapesos, alternancias ni limitaciones figuraban en sus discursos (Largo Caballero).
La primera medida tomada por el Frente Popular fue la amnistía de los condenados por la intentona revolucionaria y el tratamiento como héroes, enviando así un mensaje inequívoco.
Al cabo, en las trincheras no se verían banderas de franja morada, sino rojas en su totalidad o rojinegras. Éramos, según sus palabras, «una democracia sin demócratas».
Sobraban en cambio utopías stalinistas, trotskistas, anarquistas, falangistas, papistas de misa y rosario, carlistas… Ninguna facción dominante, ninguna con respeto por las demás y, en consecuencia, ninguna comprometida en asegurar los pilares de la convivencia.
Los ciudadanos huérfanos se encontraban en medio, indecisos. Porque la utopía es bella… aunque exija librarse de unos cuantos para alcanzarla. Ese de ahí, ese, que tiene una tierra o una cuenta en el banco. No, mejor aquel, que anda revolviendo con soflamas al lumpen.
Y, si ninguna figura pública de entonces atesora parabienes, especial censura merecen los políticos que de nuevo fomentan la división. Aquellos con responsabilidades que quieren volver a polarizarnos.
La «memoria histórica», en tal sentido, supondría un ejercicio de adoctrinamiento espurio. Si uno osa cuestionarla, le cuelgan el sambenito de enemigo de la democracia, el progreso, el pueblo, defensor del fascio y «lindezas» por el estilo.
Hasta aquí, la descripción del contenido. ¿Me atrevo a comentar mis impresiones?
Claro que sí. Como he señalado, el texto invita al debate; varios aspectos en particular me generan reservas.
Su imagen de un país con crecimiento económico sólido, élites cultas y una burguesía industriosa acosada por la Komintern o los pistoleros de la FAI pasa por alto un grado de miseria y analfabetismo en amplias capas de desposeídos que no podían sino creer en promesas colectivizadoras como remedio. Los parias de la Tierra.
¿Se encontraba España en peligro de muerte? Hablamos de una época a las puertas del infierno global, qué duda cabe, no un fenómeno exclusivo de nuestro rincón. Pero otras sociedades tampoco podían presumir de bonanza y no por ello optaron por autodestruirse.
Se me ocurre la misma Suecia, tradicionalmente pobre, con elevados flujos migratorios, notables turbulencias y gobiernos breves.
Sobre la crítica de que el presidente contase entre sus atribuciones la de nombrar gabinetes no respaldados por mayorías parlamentarias… ¿No vemos similitudes en otra República tan prestigiosa como la francesa?
Asimismo, sugiere que el fraude no fue ajeno a los resultados que auparon a las izquierdas (urnas que solo se podían rellenar en el sentido ordenado por sus custodios, amenazas, cárceles clandestinas, asesinatos, recuento sin transparencia…). Para las muertes existen registros, pero echo a faltar más datos que superen la frontera de la mera sospecha.
En los días previos a las elecciones, una milicia socialista llamada la Motorizada apareció en Cuenca, sembrando el miedo a su alrededor. Había sido organizada por Prieto, circulaba en motocicletas y actuaba como una especie de cuerpo de asalto. El grupo se utilizó para tareas como interrumpir las reuniones de los adversarios y quemar instalaciones. Contribuyó a la victoria del Frente Popular en Cuenca, entre otras cosas, reemplazando documentos electorales. Uno de los métodos utilizados para hacerlo era irrumpir en la casa de un funcionario electoral y obligarlo a firmar un protocolo en blanco.
En conjunto, Enkvist compone un alegato de «si yo soy culpable, tú lo eres más». «Si yo no hubiera dado el golpe, lo habrías hecho tú de nuevo».
Argumento que, en aras de la historia como ciencia social, no arma cargada de emociones para la revancha (me da lo mismo quién exija esa revancha), resulta de validez dudosa.
Las noticias positivas, por ir terminando: esta lectura contrapesa a un oficialismo que quiere imponer su propio e igual de criticable sesgo. Se suma a una visión por necesidad poliédrica para entender (y no repetir) aquellos convulsos años.
Las negativas: le hace el juego al otro relato, el de siempre, reduciéndolo todo a unos «malos» que escondieron la mano tras haber arrojado la piedra y unos «menos malos» a quienes no quedó otro remedio que defenderse atacando.
Demasiado simple, creo yo. Demasiado, demasiado, demasiado…