A cada anuncio del orador, el público se pone en pie extasiado (menos el mandatario cuadragésimo sexto y algunos pocos más, que sonríen desde, imagino, su dolor de entrañas).
La mirada, la pose, las reacciones, me trasladan a congresos en los que se escudriñaba quién silenciaría primero las manos.
(Como relata Solzhenitsyn, el sufrimiento causado por los continuos golpes piel contra piel era menos fuerte que el pánico a ser el primero en dejar de aplaudir).
También, la llamada al «destino manifiesto», a la superioridad en todo sobre todos, me traslada a concentraciones presididas por un antiguo símbolo oriental, budista, hinduista…
Rezo colectivo a la hora de la cena. Supongo que la divinidad es aquella de «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división».
¿Solucionar problemas? Por la espada. ¿Naturaleza? Perforar. ¿Justicia? Indultos. ¿Valores humanísticos? A la basura. ¿Que los votos en democracia no signifiquen arrumbar a los demás en un gueto? ¡Vencer, vencer, vencer!
¿Qué más estará pasando últimamente en nuestro mundo?
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