viernes, 17 de enero de 2025

El rostro

Anciana en un mercado de Xizhou.

No es joven. Viste mal. Camina encorvada, llevando casi a rastras cuatro o cinco bolsas de plástico en cada mano.

Apenas la contemplo un par de segundos, al cruzarme con ella mientras salgo de la estación.

Y, durante ese par de segundos, veo algo en su rostro que…

Desamparo. Soledad. Angustia.

Tristura.

Cuántas veces habré asistido a la misma «letanía» en los vagones del metro: ayuda, por favor, ayuda, soy padre de familia, nadie me auxilia, pido algo para comer…

Cuántas veces habré desviado los ojos, repitiéndome como un mantra protector: ¡no me lo creo, no me lo creo, no me lo creo!

Aquel hombre arrodillado a la puerta del supermercado, a quien invito a entrar para proveerle y que añade a la cesta, entre extraños productos «básicos», tinte de pelo.

E insiste en que necesita más. Quiere papeles con hermosos arcos y puentes.

Aquel otro que pone mala cara y deja de saludarme los días en que el donativo —cosas del cash en la economía moderna— es de cifras más cortas.

Aquella mujer que me maldice tras ignorarla, una ocasión de —he olvidado el motivo— mal humor por mi parte.

Las madres mostrándome a sus hijos en Myanmar, en Camboya, mientras palabras tan desconocidas como comprensibles salen de sus labios.

El orfanato en la India, hijas condenadas, madres ausentes, donde pugno por impedir las lágrimas.

Aquella abuela en un mercado callejero de Xizhou cuyo sencillísimo gesto, en la foto de arriba que saco por instinto, refleja la lucha diaria de la vida…

Una lucha con ganadores y perdedores, un juego de dados donde los puños se aprietan hasta hacer sangre, mientras aguardamos el resultado de la tirada.

Con los años he aprendido a endurecer el corazón. A seguir mi propio sendero estrecho. No sé si son injustas o quizá merezco las maldiciones.

Lo que sé es que, durante dos segundos, me atormenta un rostro.

Tristura…

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