Asisto a una representación de Eugenio Oneguin.
Es una obra de verdad hermosa. La manera en que se funden orquesta y canto, esas frases de los violonchelos, esa secuencia del oboe, la flauta, la trompa, el arpa… Chaikovski dice: «Aquí estoy yo».
Además, las voces, las dotes actorales, incluso el aspecto físico de los protagonistas sobre el escenario, se ajustan perfectamente a cada carácter salido de la pluma de Pushkin: Oneguin, Lenski, Tatiana, Olga… Gran velada.
Lo que se me ocurre mientras desciendo las escaleras del Real, tarareando la escena del baile, es una pregunta… facilona.
¿Qué es el amor?
O mejor dicho, para no sonar empalagoso: ¿qué cree la gente que es el amor?
Las grandes historias operísticas sobre el tema (que alcanzan el noventa por ciento del repertorio) lo presentan en forma de tragedia.
(Bueno, no el noventa. Bajémoslo al ochenta, para dar cabida a las tragicomedias de Mozart o a los simpáticos enredos rossinianos).
Y, aunque la calidad de los libretos sea dispar, muchos beben de fuentes (el citado Pushkin, Goethe, Shakespeare, Hofmannsthal…) con reconocida excelencia. No hablamos de lágrima gorda.
¿Por qué resulta el amor tan melodramático? ¿Por qué atrae tanto esa faceta? ¿Nos identificamos con ella en la vida personal?
En el acto primero, Tatiana le pregunta al aya si se enamoró de joven y qué sintió, y la respuesta es clara: en aquellos tiempos nadie pensaba en tal cosa. Sus padres la casaron a los trece años con su marido, aún más joven, y amor solucionado.
Por su parte, a nuestra soprano le da un flash nada más conocer al apuesto (y sobrado de sí mismo) barítono, de un calibre que la convence de que los cielos se lo han enviado, envuelto con lazo, para toda la vida. ¡Este, este, me lo quedo!
(Oneguin, con toda su chulería, por lo menos es sincero: le advierte de que ha leído demasiadas novelas).
La atracción de Lenski por Olga parece más «razonable». Son amigos desde niños, compañeros de juegos, y el roce…
Ya tenemos el «amor» conformista del aya, la ilusión de buenas a primeras de Tatiana (tanto en el sentido de alegría como de autoengaño), el pasotismo sentimental de Oneguin (se le ve, en segundo plano, abandonando la mansión con gestos de desapego hacia su compañera nocturna, que por supuesto no ha sido Tatiana), y el tranquilo «nos conocemos de toda la vida» de Lenski y Olga.
Pero esperad: cuando su amigo flirtea con Olga en el acto segundo para hacerle rabiar, el buen Lenski, Lenski el poeta, se convierte en un manojo de celos. ¿Otro hombre bailando con su chica? ¿Aquella a quien su alma dedica cada pensamiento? ¡Faltaría más! ¿Dónde están las pistolas de duelo?
O sea, el amor tóxico. ¡Mía, mía, mía y de nadie más!
Repito, en la historia de la ópera esto no es nada inhabitual. Si alguien «posee» a quien otro desea… pasan cosas: el Conde de Luna, Amneris, Don José, Scarpia…
En el acto tercero, el príncipe Gremin declara que no hay un límite para el amor, que en cualquier momento puede abrazarnos la felicidad. Incluso a él, que lleva unas cuantas batallas en el cuerpo y disfruta a su lado de una maravillosa… ¡Tatiana!
Amor igual a felicidad, entonces. Pero… ¿amor correspondido? ¿Basta con amar o es necesario que nos amen?
Porque la heroína, que se supone ha dejado atrás los desvaríos románticos aunque la presencia de Oneguin la turbe (jamás recuperado él a su vez de la muerte de Lenski ni de la soledad), vuelve a confesarle: «Te amo». Y en el antiguo descreído nace la esperanza de la redención.
«Te amo» y se acabó. Permanece con su feliz marido el príncipe. Abandona a Oneguin en su propio infierno.
Alcanzo el hall sin concluir nada (y eso que los escalones desde el paraíso son unos cuantos). Me ajusto la bufanda, salgo a la calle y me dirijo al lugar habitual de las pintas y las patatas bravas.
¿Qué será el amor, qué será?
Tengo que averiguarlo: una jarra de rubia, por favor…
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