(Nota: este comentario lo escribí originalmente para publicar en Chicoria, la revista de La Librería de Pimiango. Espero que el redactor principal no lo encuentre aquí de extranjis, o al menos que no encuentre luego los guantes. ¡Menuda dialéctica gasta el tío!).
Nos encontramos en ardoroso debate sobre teoría del Estado. Ocupa una esquina el redactor principal de Chicoria —sapiente, excelentísimo, de preclaro liderazgo moral y verbo como los guantes de Robert de Niro en Toro Salvaje—. La otra yo, aspirante a juntaletras sin trienios.
Apoyado en las cuerdas, intento hilar los argumentos. ¿Tendrá razón el jefe, al fin y al cabo? —hijo de la tinta, Prometeo de la garamond, gran panificador de editoriales—. ¡Me está noqueando!
En el momento de mayor apuro, sucede algo inesperado. Una figura atraviesa la puerta, saluda al redactor principal —cimiento de gloria, rugir de épica, digo yo que con esta coba ya será suficiente para sablearle un par de cañas—, me tiende también la mano y se queda escuchándonos.
A continuación, imagino que movido por caridad budista, pasa a arbitrar el ring. Pregunta, cuestiona, templa, encauza… Se le notan maneras, me da en la nariz que no es la primera vez.
Así trabo conocimiento con el autor cuya novela protagoniza esta entrada: Melina, de Juan Ramón Lucas.
El personaje que da nombre al título se basa en su propia madre y, gracias a ella, escuchamos la voz de miles de mujeres que, tras un punto de no retorno, volvieron a comenzar de la nada. Con la nada en la maleta y la nada frente a sí.
Amelia, Melina, nace en la Asturias de 1934, hoguera de desigualdad tanto entre clases sociales como entre sexos.
Su progenitor, Pepín, carpintero que asila a mineros revolucionarios, no se alegra de que venga al mundo. No ve a un varón que le sostenga en el futuro, cuando las fuerzas le abandonen, sino a una débil niña. Incluso se le pasa por la cabeza «solucionar el problema» de la boca adicional: cogéi una cuerda y afogáila.
La Guerra Civil, continuación de las violentas jornadas de dos años atrás, eleva al paroxismo el olor a cordita y el distanciamiento paterno hacia la pequeña.
Pero también hay personas —la madre, la abuela, la tía Lita, la maestra Lucrecia, Adela, la guisandera—, que le sirven de boya frente a ese represivo entorno.
¿Vencedores? ¿Vencidos? Nadie cuenta con ellas, de todas maneras. En ningún bando.
Aunque agachar la cabeza sería el fin. Por ello, a lo largo de cada capítulo asistimos a un despertar de voluntades que conducen a la protagonista hacia América del sur, tierra prometida de indianos. Y, cuando un giro del destino la empuje al retorno, ya no será lo mismo.
Una fuerza sobrehumana —o humana sin más— camina junto a ella, dentro de ella, en pos de una meta que parece imposible: ¡vivir! ¡Y hacer que valga la pena! ¡Con dignidad!
Has decidido ser fuerte, no someterte; vivir por ti. Y eso asusta, claro que sí. Pero ese temor te va a acompañar siempre. A los diecinueve y a los cuarenta y tres. Incluso cuando estés con un hombre. Sobre todo cuando estés con un hombre: no someterse es un extravagante y carísimo ejercicio.
Incluso con amor...
Si exigiéramos un realismo de tipo galdosiano como medida de valía literaria, ¿no encontraríamos ciertos hechos en estas páginas algo inverosímiles?
Un dictador que discute de tú a tú con el irreductible carpintero; una actriz famosa en el mismo camarote del barco; una novia que corre tras los pasos de un recuerdo justo antes de su boda; Clara Campoamor en aquel café bonaerense…
¿O quizá nos podría parecer el lenguaje demasiado solemne, como si cada frase pronunciada en cada escena reclamase su porción de trascendencia? Los halcones de la crítica podrían afilar sobre características por el estilo sus garras.
Sin embargo, ¿no he intentado demostraros al principio que lo inesperado es parte natural de la vida? ¿Que las puertas se abren por sorpresa y lo que creíamos inverosímil cinco minutos antes deja de serlo?
Resumo: Melina está bien concebida, igual de bien desarrollada y no menos bien escrita. Leed a Juan Ramón Lucas porque de verdad lo merece, no porque lo diga yo y esté dándole vueltas a cómo sacarle también a él un par de cañas…