La poeta, ensayista y traductora Teresa Arijón también ha sido modelo.
En La mujer pintada nos ofrece al menos dos contenidos: una memoria autobiográfica y una ventana al significado de lo femenino como sujeto —que no «objeto», enseguida podrá apreciarse la distinción, por encima de la semántica— de la historia del arte.
En cuanto a su propia trayectoria como musa, Teresa narra el inicio como estudiante de teatro y vendedora de libros a domicilio en Buenos Aires hasta que cierta amiga le sugiere una manera distinta de ganarse unos pesos.
Subida a una mesa, desnuda, inmóvil, los brazos cruzados tras la espalda, un hombre con barba y anteojos, otro menudo y una señora hacen deslizar por primera vez sus carbonillas.
La mirada se siente como tacto: te roza, te sacude, te pellizca.
Más tarde aparece Juan, Juan Lascano, que compartirá con ella el mayor tiempo dentro de un estudio: cada semana durante veinte años.
Hay creación. Incluso poesía en las sesiones con quienes la contratan. Plasmar el cristal es fácil, le enseñan, lo difícil es la carne. Pero también, alguna vez…
Miedo. Asco. Amenaza de que su cuerpo se convierta, precisamente, en «objeto», y la mirada en violencia por poseerlo.
En otras ocasiones no entiende el énfasis en una pose determinada, en un retrato. ¿Quién va a interesarse por comprarlo, por tener su figura o su rostro sobre una pared, admirando algo que ella no advierte en sí misma?
¿A qué llamamos belleza?, se pregunta.
Yo nunca me había pensado hermosa y ese hombre me colocaba, de manera tácita, en la situación de representar a una mujer bella.
Nos trasladamos ahora a la otra cara, un recorrido por siglos de pintura, escultura y, más recientemente, fotografía.
El mundo de las modelos, cuyos rasgos llenan los museos y galerías, no ha sido jamás el de las escenas enmarcadas. Por el contrario, la realidad ha carecido a menudo de virtud. De respeto.
El mundo de aquellas que han sostenido los pinceles, pese al talento que pudieran atesorar, recién empieza a mostrar su luz.
Algunas figuras que aquí aparecen:
Henrietta Moraes, la reina del Soho, dibujada por Lucien Freud, Francis Bacon y Maggi Hambling hasta dos días antes de fallecer.
Clara Peeters, que «se autorretrata a escala mínima en los bodegones que pinta», la primera mujer con exposición individual en El Prado.
Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo. Margherita Luti, la Fornarina, relacionada con Rafael. Sophie de Bouteiller.
Sofonisba Anguissola en la corte de Felipe II. Victorine Meurent y Manet. Carmen Gaudin y Toulouse-Lautrec. Sarah Brown. Suzanne Valadon, que da nombre a un asteroide.
Alice Prin —Kiki de Montparnasse, una placa en el parisino Hôtel Istria nos recuerda que en sus habitaciones se alojaron Man Ray, Satie, Aragon, Maiakovski, Rilke… y ella—. Apollonie Sabatier, admirada por Flaubert, a quien Baudelaire dedicó versos, esculpida en el instante del placer, la petite morte, por Clésinger.
Simonetta Cataneo, convertida por Botticelli de memoria en Venus, Atenea o La Primavera. Gala, amada por Dalí «más que el dinero». Lizzie Siddal, a quien evocamos como Ophelia en el famoso lienzo de John Everett Millais, pintado mientras ella flotaba en una bañera de agua fría. Emma Hamilton, de vida extraordinaria, ninguneada tras la muerte del gran héroe Nelson…
En fin, me detengo porque la entrada ya se alarga y no deseo aburriros. Pero a los que queráis descubrir a un conjunto distinto de personas, ya no personajes, glorias y tragedias que con gran probabilidad no os explicaron en la asignatura del colegio…
Leed este título. Os gustará.