Comienzo del reclamo en la contraportada: «El libro que está cambiando el mundo».
Ah, pues lo leo.
Continuación del reclamo en la contraportada: «Buenos días, pereza pretende decir por fin la verdad, toda la verdad, no la que algunos quieren hacernos creer».
Sí, sí, ya lo creo que lo leo.
Resumen del contenido: hay que rascarse en el trabajo lo que cada uno tenga pero cobrar religiosamente a fin de mes, con ánimo de que todo el tinglado se hunda.
Ya... Me está bien empleado por mirar las contraportadas como un primo.
Nada, nada, no hay que esperar ni un segundo más. Vamos a leer El arte de amar, de Erich Fromm.
Por supuesto, la premisa de que no debemos dedicar nuestra energía vital a lograr el éxito y el dinero, el prestigio y el poder, sino a cultivar el arte de amar, me atrae como una piedra imán.
Pero cuando por fin llego a la última página, ¡por fin!…
Ya era hora...
Me parece que me quedo sin nada: ni éxito, ni pasta, ni prestigio ni expansión emocional ni gaitas. Voy a contracorriente de la opinión general.
¡Cómo me he aburrido!
P.D.: Como expiación por una crítica tan destructiva, pongo una música maravillosa de Abel Korzeniowski.
Primera vez en la vida que veo y escucho La prohibición de amar. A ver si me he enterado bien…
Estamos en Palermo: neones a tutiplén, night clubs, casinos... A Claudio le gusta la juerga. Friedrich opina lo contrario, que más cilicio y menos ayuntamiento. Isabella es una monja. Luzio piensa que ¡madre mía, qué bueno está el clero! Dorella anda detrás de Luzio. Los demás quieren apuntarse al carnaval. No, Brighella el guardia no, espera.
El rey se ha ido de viaje, así que Friedrich se queda de gobernador y de juez. Y decreta que el alcohol y los cariñitos se han acabado en la ciudad. Principalmente los cariñitos. Sopas de ajo, rigor y abstinencia para todo el mundo.
El guardia se lleva a toda la panda de pervertidos al trullo. Friedrich les quiere meter un puro, pero el amigo Luzio va corriendo al convento a buscar a Isabella, que es hermana de Claudio, por si ella puede convencer al gobernador de que eso del amor, tomándolo en sentido abstracto, no está tan mal.
Y en el convento vive también Mariana, la mujer de Friedrich, desde que él la abandonó para dedicarse a la política.
Al gobernador lo del sentido abstracto no le pasa por la cabeza cuando ve a la monja, más bien se pone como un mandril. Manda sus propias leyes a freír espárragos y le dice que si wanga wanga, libera al hermano. Pero no te fíes, nooooo.
Isabella le explica el trato a Claudio. El tenor, que esa es su cuerda, le contesta que ya está tardando (y eso que no sabe, como el público, que el gobernador es muy cuco y se lo piensa cepillar de todas maneras, después del otro cepillado). Isabella se mosquea y le quiere hacer sufrir un poquito, que no adivine lo que va a pasar. Se le está ocurriendo un plan...
Sale el coro, otra vez con lo del carnaval. Hay disfraces. La mujer del juez se da el cambiazo con la monja. Mientras tanto, a Brighella lo que lo que le mola es travestirse con pelucón rubio y que Dorella le dé azotillos. Nada, algunos enredos muy resumidos.
Al final tenemos a Claudio en la calle, Isabella se enrolla con Luzio (y parecía tonto), Dorella se olvida de él y se va con el guardia, a Friedrich le echan del gobierno por acostarse con su mujer...
Y regresa el rey de Sicilia en un avión de la Bundesrepublik y resulta que es la Merkel, con unos cuantos maletines repartiendo euros como caramelos, para que la gente se lo pase bien.
Mmmmm, estos directores de escena…
¿Y la música? Ah, ligera y chispeante. Con panderetas y todo en la obertura. Suena a Donizetti.
Vamos, que si no me dicen antes que esta es la primera ópera de Wagner, no me lo creo. Por ser tú, Richard, por ser tú...