Una foto de otoño que saqué...
En verano.
Música, libros, fotos, historias, pensamientos, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
En Pimiango llueve.
Y cuando llueve..., llueve.
Sin madreñas ni escarpines, no queda otra que esperar, mirando por la ventana, a que escampe.
Tengo en gran estima este libro de un señor que se llamaba Abraham Lincoln: El Discurso de Gettysburg y otros escritos sobre la Unión.
Donde el más famoso podrá ser el de Gettysburg, sin duda. Hasta sale en el título que los compila. O la misma Proclama de emancipación.
Pero mi favorito es el de inauguración de su primer mandato como presidente, en el que Abe declara que cumplirá y hará cumplir las leyes de la República.
Incluidas aquellas que los diferentes Estados federales proclamen en sus ámbitos de competencia, aunque él pudiera personalmente no estar de acuerdo (como sería el caso de la esclavitud).
Pero en ese mismo discurso les recuerda a los Estados del sur cuáles son las piedras angulares de la democracia sobre las que existe dicha República.
Les recuerda que no, no pueden elegir separarse de la Unión. Su carácter es inquebrantable.
Y se lo argumenta.
Afirmo que, a la vista de la ley universal y de la Constitución, la Unión de estos Estados es perpetua. La perpetuidad está implícita, si no es expresa, en la ley fundamental de todos los gobiernos nacionales. Es seguro afirmar que ningún gobierno en sentido estricto ha incluido una disposición en su ley orgánica para su propia terminación.
Con tanta transparencia que parece haber sido escrito hoy mismo.
Para volver a leerlo en el siglo XXI.
Hoy voy a cambiar el tono habitual de la bitácora, más o menos relajado, sobre libros, músicas y demás entretenimientos.
Hoy voy a ponerme serio.
Hay aspectos de la vida pública, de la sociedad en la que vivo, de la que formo parte y, por lo tanto, cuyo bienestar me importa, que sobrepasan los términos del puro debate político.
Hay nacionalistas en Cataluña que, a tenor de sus objetivos y medios con los que pretenden alcanzarlos, merecen cambiar una letra de su denominación genérica. Pasar de la «c» a la «z».
Y no lo digo en caliente, porque esa palabra suele aplicarse de una forma muy burda, distorsionando su significado histórico. Incluso como insulto cuando escasean los argumentos racionales ante un pensamiento contrario.
No, si acuso a alguien de nazionalista lo hago, creo, con conocimiento de causa. Tras un proceso autocrítico. Porque sé cómo una vez alcanzaron el poder sus antepasados en un gran país. Y cómo lo aplicaron.
Cómo lo imposible terminó ocurriendo y delirios aberrantes agarraron a muchos millones por el cuello, mientras se quedaban silenciosos.
Su mensaje vuelve a ser el mismo. Pura demencia.
Así que, ante el intento moderno de subvertir la democracia, ese conjunto de equilibrios que nos hemos dado en España como norma básica, y que nuevos delirios puedan alzarse en su lugar…
Pues eso, que ha llegado el momento de ponerse serios.
En La espada rota, de Poul Anderson, sale la Inglaterra dominada por vikingos como Orm el Fuerte.
Y salen su mujer Aelfrida y el hijo recién nacido de ambos, Valgard.
Y enseguida Imric, conde de los elfos de Britania, lo cambia por su doble Skafloc, engendrado por él mismo con su prisionera Gora, que es descendiente del rey Illrede de los trolls.
Va bien, ¿eh?
Y ahora Valgard es Skafloc y Skafloc es Valgard.
Y cuando crecen y se convierten en guerreros, pasa de todo: batallas, magia, traición, irrefrenables pasiones (¡ay, la hermosa y prohibida Freda!).
Las frías y astutas hembras de los elfos tenían muchos poderes; pero, quizá debido a que siempre habían mantenido cerrados sus corazones, jamás habían podido arrebatarle el suyo. Freda…
Y salen enanos, brujas, goblins, shen, oni, gigantes… Aparte de los Sídh de Irlanda, claro. Para verlos, los humanos sólo han de tener la vista encantada.
Y entre sombras, aquí y allá, sale alguien con un solo ojo, sombrero de ala ancha y un sospechoso parecido a Odín.
Y los pedazos de una espada maldita, destinada a Skafloc, parecen ser claves en la guerra eterna entre los Ases y los Jötuns, en espera del fin del mundo.
Ya te digo yo que, aburrirte, no te vas a aburrir.
Navegué por el río Irrawaddy.
Contemplé la imagen de Mahamuni, oro, zafiros y esmeraldas. Me uní a los peregrinos en Shwedagon. Subí hasta la cima del Monte Meru. Saludé a los gatos de Phaung Daw Oo.
Crucé el puente de U Bein, con sus pilares de teca desapareciendo en la distancia. En Bagan, la de las mil pagodas, el crepúsculo turbó mis sentidos. Me adentré bajo la lluvia en Inpawkhon.
Visité Chaukhatgyi, Bargayar y Kuthodaw la blanca. Deambulé lentamente por Htilominlo. Hollé descalzo la pirámide de Dhammayangyi. El sonido de los cascos del caballo me acompañó hasta las puertas de Menu Okkyaung.
En el camino hacia Mandalay.
Siento afinidad hacia este libro, Acantilados de Howth, el primero en la producción de David Pérez Vega.
A lo mejor es una cuestión generacional. Reconozco tan fácilmente las situaciones, las vivencias, los pensamientos de los personajes...
Esto es igual que aquella vez que... Esto es como lo que le pasó a... Esto me recuerda cuando...
Todos esperan el éxito del protagonista. Las dos carreras de su currículo y su trabajo en una multinacional de prestigio le han puesto en el camino.
Aunque lleva también consigo su fondo oculto de poeta.
Y una vida emocional que se cuartea.
No abandonan su memoria aquellos tiempos en que llegó a Dublín para perfeccionar su inglés y se quedó allí a vivir. ¿Hace apenas cinco años?
Así que esto era lo que sentía uno cuando conseguía un trabajo de verdad, un trabajo en serio, rumiaba. Cansancio y el deseo feroz de meterme en la cama y dormir. Un día y otro, acarreando piezas en un carrito.
Sí, apenas cinco años. Pero son ya otros tiempos. Es ya otra vida.
¿La que él esperaba? No los demás, sino él...
Hoy, una canción de un bluesero sueco, Rolf Wikström: Dina Ögons Språk.
El lenguaje de tus ojos...
Esperé a que no hubiera nadie cerca y entonces caí de rodillas.
Recuerdo Auschwitz como un no lugar.
El fin del mundo.
Que se va la luz, oye.
Y no entra por la ventana ni un mísero rayo de sol, ¿qué hago?
A tientas, recupero las velas de adorno del salón.
Pero el fuego, je, el fuego... Va a haber que redescubrirlo. No tengo cerillas.
Y es así como, de repente, acudo a este interesante libro de Lewis Dartnell: Abrir en caso de apocalipsis. Da solución a (casi) todo.
Explica cómo los supervivientes podrían volver a empezar después de alguna catástrofe gorda, a nivel planetario. Cómo obtener alimento, vestido, jabón, energía, transporte, medicina…
Por ejemplo, ¿a que nadie imaginaba que lo primero debería ser asegurarse de que haya carbonato cálcico cerca?
Este sencillo compuesto, y sus derivados fácilmente producibles, puede utilizarse para reactivar la productividad agrícola, mantener la higiene y purificar agua potable, fundir metales y fabricar vidrio; asimismo ofrece un material esencial para la reconstrucción y proporciona reactivos fundamentales para reiniciar la industria química.
Un repaso por la historia de la ciencia y la invención muy ameno de leer. Al menos, cuando vuelva la luz.
Conservémoslo a mano por si acaso...