¿Queréis saber de dónde viene el nombre de Akhtamar, una de las marcas de nicotina más populares de Armenia? Sí, ¿verdad? No os preocupéis, que os lo cuento.
Tamar era una lugareña que, como suele ocurrir en este tipo de historias, sólo puede ser descrita como auténtica belleza. Excelsa, sublime, la pera limonera. Y además simpática.
Tenía su morada en una isla, en medio del lago Sevan. Allí vivía feliz, entre guirnaldas de flores silvestres y melancólicos suspiros d’amour.
Porque el músculo cardíaco de Tamar golpeaba con fuerza los barrotes de su prisión. La hermosa bebía los vientos por…
Anda, pues no apunté cómo se llamaba el tipo. Para el caso, denominémosle «el Príncipe Azul».
El caso es que a los vecinos de Tamar no les caía bien este novio, porque venía de otro pueblo. Y cada noche se iban a dormir confiados en que la condición insular detendría el ardor de ambos jóvenes.
¡Ja! No contaban con que la fortuna favorece a los audaces, y la recompensa de besos, abrazos y demás arrumacos era para los dos irresistible.
Al caer el sol, las aguas circundantes se volvían turbias. Por ello, Tamar encendía un fanal en la ribera y su chico se lanzaba a nadar en pos de la luz. Brazada, brazada, brazada…
Vaya, tampoco pregunté por qué no se fabricó una barca con cuatro clavos o aunque fuera una tabla de surf, en vez de ponerse siempre en remojo. Estos armenios…
Retomando el hilo, todo fue bien durante un tiempo. Arrumacos, arrumacos, arrumacos…
Pero he aquí que, ooooooh, la fatalidad acabó cerniéndose sobre los amantes. Los vecinos descubrieron el pastel en el horno y, un crepúsculo sin luna, fueron a apagar la llama de la salvación.
¡Qué gentuza! El Príncipe Azul, ya puesto en camino, se encontró de repente sin faro. Y desesperado, a ciegas, sin poder adivinar hacia dónde dirigirse, se ahogó.
Sus últimas palabras, con voz tan potente para que todos pudieran escucharlas (y algún escribano trasladar al pergamino), fueron: «¡Akh, Tamar!». Lo que viene a significar «¡Ay, Tamar!». De esta manera, el nombre ganó la inmortalidad.
Hasta convertirse en reclamo de cigarrillos, no había más que un paso. ¿Y no es también una etiqueta de coñac, ahora que lo pienso? Ah, cómo tiran las cosas de l’amour…