Nada más entrar en el local, nuestras miradas se cruzaron. Yo llevaba un esmoquin blanco y ella un vestido de noche, acariciado por la brisa.
Se acercó con pasos lentos, felinos, la melena negra cayendo como una cascada sobre su espalda.
Cuando llegó hasta mi mesa, el mundo quedó en suspenso. Las notas del piano y el bajo comenzaron a sonar.
Ella cantó. Sus labios cantaron sólo para mí.
¡Corten!
Pero, ¿pero cómo que corten? Si ya me había metido en el papel…
Que no, que no. Esto no está quedando realista. ¿Qué te crees, que es una de James Bond? Vamos a rodar otra vez la escena, a ver si ahora la cuentas mejor.
¡Acción!
Nada más empezar a cenar, se acercó taconeando con unas botarras que no pegaban ni con cola al clima tropical.
Ni tampoco la falda de cuero, ni los leggings, ni nada de lo que vestía con escaso gusto, francamente.
Cuando llegó hasta mi mesa, el tipo de los teclados y el del bajo, que por desgracia no andaban lejos, se pudieron a desafinar a más no poder.
A continuación, ella cantó, con voz de tiza puntiaguda arañando una pizarra y repitiendo unos estribillos inaguantables como cuarenta veces.
Que cantó, digo...
Vaya cenita me dio la tía.
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