Valoración: Muy bueno ✮✮✮✮✮
Música recomendada: Concierto para una fiesta (III. Allegro moderato), de Joaquín Rodrigo ♪♪♪
Día grande de nuevo, este de la Constitución Española.
A lo largo de los años he dejado claro en el blog mi orgullo y defensa de la idea constitucional, a expensas de que una idea aún mejor viniera a renovarla. Una constructiva.
Ya que hasta ahora no la he encontrado —más bien al contrario, las piquetas de derribo suelen exhibirlas quienes quisieran algo pequeño, ajustado a su mezquina visión de la vida—, continúo celebrando lo que tenemos.
Como parte de la fiesta, traigo un libro del profesor Félix Ovejero: Secesionismo y democracia.
La emocionalidad que tanto influye a la hora de formarse criterios de cualquier cosa olvida demasiado a menudo la componente racional del binomio pensamiento-acción. En un mundo líquido, según la famosa metáfora de Bauman, parece que no hay tiempo para nada que no sea dejarse llevar por la corriente del instinto.
Aguas convenientemente dirigidas, añado yo. Sin cauces libres.
Por el contrario, este ensayo se estructura a la manera clasica: hipótesis, prueba y refutación. Es decir, recoge los planteamientos de quienes desean fragmentar España, clasifica sus razones en algún conjunto argumental reconocido y las examina. No se salvan.
La introducción aclara el marco de referencia. Por ejemplo, nos enseña a diferenciar entre democracia deliberativa y democracia de negociación o de mercado.
Continúa exponiendo la teoría plebiscitario-libertaria, basada en el principio de autonomía para decidir (suele hacerse una equivalencia con el derecho al divorcio).
La teoría adscriptiva alude a una voluntad mayoritaria dentro a su vez de una comunidad autoidentificada como «nacional» (las naciones sin Estado tendrían derecho al mismo).
También se lista la teoría de la minoría permanente, esgrimida cuando un grupo ve restringidos sus derechos al no contar con un elevado número de miembros (con posible explotación económica o desprecio cultural por parte de la mayoría abusadora).
Y no dejamos atrás a la teoría de la reparación, también denominada «de la causa justa» (ausencia de condiciones democráticas, un territorio soberano ocupado o violaciones persistentes de derechos).
Vale la pena subrayar que la teoría de la reparación no se ve afectada por las apelaciones a «voluntades democráticas», al menos mientras estas no dispongan de argumentos independientes —como la mencionada privación de derechos—. Si nos tomamos en serio que no hay un derecho incondicional a levantar fronteras, carece de relevancia moral que muchos quieran la secesión (teorías plebiscitarias), que existan comunidades culturales con voluntad de autogobierno (teorías adscriptivas) o que las minorías no consigan convertirse en mayorías (teoría de la minoría permanente). Estas circunstancias importarán solo si se acompañan de razones independientes. Lo importante aquí es la existencia de injusticias probadas y sistemáticas. Es más, sin injusticias, la apelación al número, a la identidad o a la condición minoritaria estaría en el origen de la defensa de privilegios o de limitaciones de derechos. En el caso español, tenemos las conocidas invocaciones de las comunidades más ricas a unos supuestos «derechos históricos» o a singularidades culturales para justificar un trato fiscal distinto. La secesión, sin injusticia, supondría una violación de elementales compromisos con la igualdad de los ciudadanos; de hecho, unos decidirían los derechos políticos de otros en su propio país; es más, se arrogarían la potestad de convertirlos en extranjeros. Desde esta perspectiva, no habría diferencia relevante entre la secesión y el racismo o el sexismo.
Bajo la lupa, en ningún caso pueden justificarse las reclamaciones independentistas. Ninguno. La política española adolece sin duda de defectos, inherentes por otra parte a toda la sociedad contemporánea, pero los derechos cimentan el ordenamiento jurídico. Ningún grupo, ni siquiera un gobierno —y mira que lo intentan—, puede romper el esquema básico de convivencia: que yo exista no significa que no existan los demás y viceversa.
¡Y viceversa! Lo voy a poner entre signos de exclamación. Si el respeto, el reconocimiento del «otro» como un igual y un interlocutor solo funciona en un sentido, se trata de una carretera que nos lleva directos al abismo.
En consecuencia, si estimamos la trayectoria recorrida desde que nació la noción de república (como concepto social, no necesariamente sistema de Estado), levantar una frontera interior entre «el que habla como yo quiera que hable» o «el que piensa como yo quiera que piense» a un lado, y el «extranjero usurpador» al otro, supone una amenaza ante cuyo calibre no podemos ceder ni un milímetro.
Si la democracia es nuestra virtud, por supuesto. Si acaso preferimos una fantasía solipsista…
Aunque, en cuestión de milímetros, los políticos no atiendan a intereses más allá de la distancia que les separa de sus amadas poltronas. Así nos va.
Título muy recomendado y hasta fundamental. De celebración o de indiferencia, espero que sea lo primero, ojalá paséis un buena jornada.