Billy vagando por los bosques de las Ardenas, conmocionado por el estruendo de la artillería y los tanques. Su traslado a un campo de prisioneros en Dresde. La destrucción de la ciudad por el bombardeo de 1945. El retorno a casa.
Los paseos por el espacio y el tiempo entre la Tierra y el planeta Tralfámador, donde Billy, según su testimonio, es expuesto en el zoo en compañía de la actriz Montana…
Dicen que Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, es una de las mejores novelas del siglo XX.
La figura de Billy, testigo de acontecimientos incomprensibles, que resume cada una de sus experiencias con un descuidado «es lo que hay», nos desvela el destino desarticulado del ser humano.
Muñecos de trapo lanzados aquí y allá por fuerzas que no vemos, no elegimos, no sabemos controlar.
Las continuas líneas cruzadas entre la cotidianidad —empleo, familia, amigos— y lo extraordinario —la capacidad de Billy para recorrer el universo a voluntad, con su presente, pasado y futuro abiertos ante él—, nos sugieren una vía de escape.
Quizá interior, ya que nadie le cree cuando cuenta algo tan fantasioso. Incluso los más allegados se lo reprochan, como salidas de tono impropias de un hombre de clase media acomodado. Pero una puerta, al fin y al cabo.
En conjunto, no me cabe duda de que Matadero cinco merece con creces el calificativo que personas más sabias que yo le han dedicado.
Mil y muchas personas se ponen —nos ponemos— en pie. La Orquesta del Teatro Real interpreta el himno de Ucrania.
«Es una historia extraña», canta Ruprecht tras escuchar el relato de Renata.
Ruprecht quiere saber por qué Renata espanta confusa a seres invisibles. Son espíritus malignos, le explica la joven de la bicicleta.
Cuando era niña conoció a Madiel. Cada día se presentaba para jugar con ella. «Sus ojos, azules como el cielo, y sus cabellos, hilos de oro».
Madiel, un ángel. El ángel de fuego.
Le prohibió que hablara de su existencia o de una complicidad que debía permanecer en secreto. De todas formas, nadie la creería.
Por fin, al cumplir dieciséis años, Renata le pidió que unieran sus cuerpos. Madiel, enfurecido, desapareció, tras advertirle de un retorno futuro bajo la forma de un hombre.
«Es una historia extraña». Y Ruprecht se desabrocha el pantalón. Se echa sobre ella. Se arrepiente. «No volverá a ocurrir».
La música, oscura, inquietante, comienza a introducirse en los rincones de cada alma. En las almas de mil y muchas personas.
Ruprecht viaja con Renata hasta Colonia. En el escenario da vueltas un cubo gigantesco, de varios pisos y múltiples habitaciones.
Un armario que hace de vivienda. Un salón con sillones y una mesilla. Un dormitorio infantil. Escaleras. Una consulta donde se practican abortos…
Renata ansía que vuelva Heinrich. Jamás fue tan feliz como en el tiempo que pasó con el conde Heinrich, segura de que se trataba de la encarnación del ángel.
Pero ahora, abandonada, solo puede desear su retorno. Si es necesario, forzándolo mediante conjuros.
Ruprecht declara que se ha enamorado. Renata le rechaza. ¿Se atreve a comparar sus pensamientos humanos con los divinos? ¡Heinrich, Heinrich!
Tres golpes de ultratumba resuenan en el cubo. «¿Heinrich está cerca?». Tres golpes. «¿Se ha parado frente al edificio?». Tres golpes. «¿Sube por la escalera?». Tres golpes. «¿Espera ya al otro lado de la puerta?». Tres golpes.
Mentira. Nadie aguarda a Renata, cuyas desesperadas visiones se redoblan.
La música es tan torrencial que mil y muchas personas apenas se atreven —nos atrevemos— a respirar bajo las máscaras. No existe la piedad. Ni el descanso.
Ruprecht, ciego a todo excepto a su corazón, obtiene fórmulas de magia de Glock, el librero. Incluso demanda la ayuda de Agrippa von Nettesheim, el médico, que desmiente su experiencia en artes ocultas.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo hostil. Le odia. Suplica a Ruprecht que le mate. Ruprecht no es capaz, pero… por ella lo hará.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo angelical. Le ama. Suplica a Ruprecht que no le haga daño. Ruprecht cae en la locura.
La música es un rayo de luz cuando Renata pronuncia el nombre de Madiel. Mil y muchas personas entrecierran —entrecerramos— los ojos.
Renata confiesa que en realidad ama a Ruprecht.
Renata desea encerrarse en un convento. Fausto y su mentor Mefistófeles dominan sus movimientos a cámara lenta, en el salón con los sillones y la mesilla. Ruprecht asiste sin fuerzas.
Un gran danés, blanco y negro, se recuesta junto a ellos. Mueve de vez en cuando la cabeza, observando lo que ocurre alrededor. ¿Qué piensa un perro de las cosas, las palabras, los sonidos de los humanos?
En el convento, la superiora acusa a Renata de posesión. Las demás novicias van rodeándolas, presas de espasmos histéricos. El coro entero las rodea.
El cubo del escenario se ha disgregado. Sus piezas se abren ahora en canal, como un puzle.
El inquisidor pronuncia el exorcismo: «Spiriti maligni, damnati interdicti…». Azota a Renata hasta hacer que sangre. Su garganta le exhorta a «confesar la verdad».
Surgen llamas de la bicicleta.
Inermes, entregados a Sergei Prokofiev, mil y muchas personas golpean —golpeamos— una contra otra las palmas de las manos. Una y otra vez. Y otra. Y otra.
Quizá no hayamos entendido completamente lo que hemos vivido esta noche en la ópera.
Clave de lectura: Recorrido de un poeta por un Moscú «mágico». Valoración: Sí, el mundo es tan absurdo como lo pinta ✮✮✮✩✩ Música: Shadow On The Wall, de Mike Oldfield ♪♪♪
Otto von F., poeta ucraniano, despierta un nuevo día en Moscú. Las actividades de sus vecinos en la residencia de escritores le impiden continuar en la cama como sería su gusto.
Otto suele soñar con el rey de Ucrania, Olelko II —Gran Príncipe de Kiev y de Chernígov, Rey de Galitzia y de Volyn, Patrón de Pskov, de Peremyshl y de Koziatin, Duque de Dniprodzerzhinsk, etc.—, con quien ejerce de confidente y consejero de las cosas de la vida.
Lo que no anticipa es que, en cuanto se levante, la jornada se va a convertir en una Moscoviada inefable.
Primero el encuentro, en las duchas de la planta baja, con la visitante malgache de hipnótico canto.
Más tarde, los tres amigos que insisten en llevarle a la cervecería de la calle Fonvizin, delimitada por alambre de espino, con colas frente a las máquinas de monedas que expenden el ambarino líquido.
La sicalíptica visita a su amante Galia, cazadora de serpientes, tras recoger el tesoro de una casete de Mike Oldfield.
La explosión de la granada en el Merendero. Los sótanos del Mundo del Niño, en persecución del barón gitano y su cartera birlada. Los túneles secretos del metro.
Hasta la extraña reunión a la que los asistentes acuden disfrazados, donde se proclama la sagrada unidad eslava al precio que sea.
Experiencias salpimentadas aquí y allá con otras que acuden a su memoria, como los requerimientos de la KGB para incorporarlo a su ejército de colaboradores patrióticos.
Y las ratas. Las ratas que se agitan ansiosas, que chillan al otro lado de la pared donde le interrogan…
Novela nada fácil de describir esta de Yuri Andrujovich, con tantos mensajes subliminales que bordea —qué digo, bordea—, que se instala en el puro caos.
Y que, sin embargo, quizá no demasiado sorprendentemente, construye una historia con mucho sentido.
Desde la primera página, en que una extracción de muelas congrega en un muelle a los escasos habitantes de El Idilio, me siento atrapado por este título.
Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda.
Racimos de banano, costales de café, cerveza, aguardiente Frontera… El río Nangaritza, aventureros, jíbaros, la Amazonía…
Recorro las líneas, descubro el lugar y a los personajes: el inquieto doctor Rubicundo Loachamín, para quien todo lo malo es por definición culpa del Gobierno; el orondo alcalde sin nombre, conocido como la Babosa; el viejo.
El viejo, Antonio José Bolívar Proaño, llegó de joven, atraído por la promesa de tierras a quienes quisieran colonizar ese rincón perdido. Y apenas siguió adelante gracias a que los aborígenes shuar se apiadaron de él y le enseñaron las artes para sobrevivir en la selva.
A su edad, mucho tiempo después, se conforma con su mísera choza de cañas, la hamaca de yute y una mesa alta para leer de pie.
Porque, aunque no sepa escribir, lee. Lentamente, con una lupa, murmurando las palabras.
Novelas de amor. Pasiones, esfuerzos, desencuentros, la perra suerte que quiere separar a los enamorados pero nunca consigue apagar su deseo de estar juntos.
Cuantas más dificultades arrostren, más se le ilumina la mirada. El doctor se las consigue en las dos visitas que hace al año.
Traen a un cazador gringo muerto. El alcalde quiere culpar a los shuar que lo han hallado y devuelto en su canoa.
El viejo demuestra que solo pueden haber sido las garras de una hembra de tigrillo, en venganza porque el gringo acabó con sus cachorros, cuyas pequeñas pieles acribilladas no le hubieran reportado ningún beneficio.
Y ahora que ha probado la carne humana y merodea furiosa a este lado del río…
Ya no digo más. ¡Qué hermoso libro! ¡Qué maravilloso lenguaje! ¡Qué historia!
Clave de lectura: El nacionalismo como perfecto ejemplo terraplanista. Valoración: No lo recomiendo, mucho mejor algo de Savater o de Boadella ✮✮✩✩✩ Música: La vuelta al mundo en 80 días, de Victor Young ♪♪♪
A mi entender, este es un libro parcialmente acertado. O, lo que es lo mismo, parcialmente fallido.
En La Tierra plana y el nacionalismo encuentro algunos argumentos irreprochables sobre la aberración, tanto en origen como en consecuencias, que suponen los nacionalismos secesionistas.
Como bien plantea Paco Álvarez, las pruebas no tienen efecto en un «mundo paralelo» de acólitos donde la lógica brilla por su ausencia.
Intentar razonar con ellos supone que el sistema de «valores» en el que se basan, que les permiten ser miembros aceptados de su grupo, quede desarticulado.
Si lo intentas, eres el enemigo. Y al enemigo hay que odiarlo.
¿Por qué, entonces, si las intenciones morales del autor me resultan más o menos adecuadas, considero su esfuerzo fallido? Me temo que debido a las formas.
Es una opinión muy personal, evidentemente, pero si hay algo que aprecio en un ensayo es la inteligencia. La finura, el savoir dire, el estilo de un Boadella en ¡Viva Tabarnia! o de un Savater en Contra el separatismo.
Esa virtud no alumbra aquí a Álvarez, que escribe con bronca, en un sentido populista, de discusión de bar.
Por tal motivo, con la mano en el corazón, no puedo recomendarlo. Lo siento.
Clave de lectura: Clásicos de uno de los más prestigiosos autores de nuestras letras. Valoración: Estos títulos, al menos, no me transmiten nada ✮✮✮✩✩ Música: Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar ♪♪♪
Mi problema con esta edición doble de San Manuel Bueno, mártir y Cómo se hace una novela, de Miguel de Unamuno, es que ninguno de los títulos me provoca emoción.
En el primero aprecio la fábrica, la manera en que su hábil pluma nos planta en el mundo de los personajes: don Manuel, el cura; Lázaro, el indiano refractario a cualquier manifestación religiosa; Ángela, su hermana y narradora…
Para la comunidad, don Manuel es un santo. Incluso Lázaro experimenta una profunda transformación con su trato. Y Ángela, que ha estudiado en la ciudad, prefiere enterrarse en el pueblo para vivir cerca de él.
Solo que don Manuel oculta algo. No puede revelar a sus paisanos, para no hacerles daño, la duda que se ha instalado en su espíritu, que afecta como un dardo a su misma fe.
En cuanto al segundo, nos traslada al otro lado de la frontera pirenaica, donde Unamuno, que sufre exilio, piensa en escribir una novela protagonizada por U. Jugo de la Raza. Y relata cómo la desarrollaría, qué obsesiones atormentarían a tan singular figura, quien prevé una muerte cercana.
Obsesiones, reflexiones, que no por casualidad son las mismas de su creador. Porque «toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuanto es vivo, es autobiográfico».
De nuevo, un constructo cuya complejidad debería atraerme y, mísero de mí, no lo hace. Me confieso respetuoso pero ajeno a lo que nos cuenta.