¿Puede escribirse otro libro de historia sobre nuestra mayor tragedia?
¿Uno que se apoye en la investigación rigurosa, la honestidad de los hechos, las interpretaciones serias y ponderadas?
¿Del que no quede otro remedio que alabar, por parte de cualquier lector sin una venda en los ojos y en la conciencia, la calidad de su escritura y la luz que aporta al conocimiento?
Pues sí. Sería el caso, sin ir más lejos, de Enrique Moradiellos en su Historia mínima de la Guerra Civil española.
El nombre y el trabajo de Moradiellos descollan si se pregunta por un historiador de los que sientan cátedra, al tiempo que tiene «gancho» para comunicar. Al menos, mis impresiones sobre sus obras han sido siempre la fluidez y la riqueza intelectual.
El título que recomiendo hoy no supone una excepción. Aunque, por exponer un lamento nimio, se haga corto. Lo de historia mínima va de veras.
Esta característica deriva en que, por ejemplo, resuma demasiado panorámicamente la parte militar.
Por supuesto, plantea las visiones estratégicas que motivaron a los responsables de ambos bandos a efectuar sus movimientos en el tablero, pero no profundiza en el desarrollo, en por qué cada acción tuvo el resultado que tuvo.
A destacar, por su especial perspicacia, el primer capítulo: La Guerra Civil entre el mito y la historia, donde se recuerdan las diferentes posturas dominantes en el relato a lo largo de los años, con respuestas simplificadas que cada simpatizante quería escuchar de antemano y que aún hoy siguen causando más daño que bien en la educación de la memoria común.
Aunque no le vayan a la zaga en detalles interesantes los demás apartados sobre el entorno político, la economía, la sociedad o las implicaciones internacionales del conflicto.
Ni el inmenso e irreparable coste humano que fue su consecuencia.
Una de las guerras más infames en nuestra prolija historia. Al menos, mientras algo aún peor se preparaba.
El libro cuya lectura propongo para sustentar este riguroso calificativo es Annual 1921, de Manuel Leguineche. El desastre de España en el Rif.
Annual fue la tumba de miles de soldados de reemplazo cuya suerte, al ser llamados a filas, dictó que habían de «civilizar» un erial de piedras y arena, habitado por tribus con la gumía afilada. Hasta que la sustituyeron por fusiles y cañones sobrantes en Europa.
Leguineche plantea un relato que no se parece a un tomo de historia académica. Más bien a un inmenso reportaje periodístico, o una sucesión de ellos, con una fuerza expresiva y una fidelidad a lo ocurrido impresionantes. Su pluma nos hace sentirnos verdaderamente allí.
A lo largo de entrevistas, recuerdos, informes, diarios personales, se tejen hilos para ilustrar una época de corrupción e ineptitud sin límites, del rey abajo. Donde se rapiñaban medicinas, agua o comida hacia bolsillos particulares. Donde las ambiciones de ascensos y medallas primaban sobre toda lógica.
Y donde, como suele convenir, los que al final cargaron con las culpas habían muerto «gloriosamente».
No deja de lado, desde luego, la crónica de la batalla en sí, sus prolegómenos, actores y consecuencias. Pero se centra en cómo vivieron los hechos los protagonistas más que en descripciones desde una lejana sala de mapas.
Alfonso XIII, Berenguer, Silvestre, Abdelkrim, el Raisuni, Franco, Indalecio Prieto, Picasso, el general cuyo demoledor informe sobre las causas de la derrota precipitó la dictadura veladora de Primo de Rivera…
Junto al recluta Eulogio de Vega, el recluta José Cañizo, el recluta Julián Sanz, el recluta Mariano Gálbez…
La defensa sin esperanza de los blocaos, el aterrador destino de los prisioneros, la última carga del Regimiento Alcántara…
Clave de lectura: ¿Qué buscamos en la vida? ¿Una sola cosa? ¿Varias? ¿Y qué ocurre si las encontramos? Valoración: Muy bueno ✮✮✮✮✮ Música: New Electric India, de Shadowfax ♪♪♪
Siddhartha es un hombre que no se encuentra a sí mismo. Incluso cuando, bajo el prisma de los demás, ocupa el hueco correcto en el engranaje del mundo, él cree que ha de seguir buscando.
Así nos lo presenta Hermann Hesse: la búsqueda es tanto un proceso como un estado.
¿Por qué estamos aquí? ¿Somos una casualidad cósmica? ¿El juego de un demiurgo? ¿Tiene todo esto algún sentido?
Como hijo de brahmán, la religión oficial le proporciona «certezas» muy cómodas. Una comodidad vacía.
Como samana o asceta vagabundo, la renuncia a lo material en realidad le detrae, le quita una parte de su ser, al negar las sensaciones obtenidas a través de su cuerpo.
Su encuentro con Buda parece el final del camino. Es tanta la impronta del Ser Perfecto en los corazones… Así lo decide Govinda, el amigo que le acompaña en su viaje. Aunque Siddhartha opta por no detenerse.
Kamala, la bella cortesana que lo elige como compañero. Kamaswami, el adinerado mercader de quien se convierte en mano derecha. ¿Décadas aprendiendo junto a ellos no son aún suficientes?
Un sencillo barquero, Vasudeva, es su última esperanza. Compartir su cabaña, su alimento, el lenguaje secreto del río que habla a quien quiera escuchar… ¿Es eso? ¿Lo ha conseguido entonces?
¿Y qué papel reserva el destino a su hijo, nacido tras dejar atrás a Kamala, cuando ambos sepan de la existencia del otro?
Nadie más que Siddhartha puede darse a sí mismo una respuesta.
Billy vagando por los bosques de las Ardenas, conmocionado por el estruendo de la artillería y los tanques. Su traslado a un campo de prisioneros en Dresde. La destrucción de la ciudad por el bombardeo de 1945. El retorno a casa.
Los paseos por el espacio y el tiempo entre la Tierra y el planeta Tralfámador, donde Billy, según su testimonio, es expuesto en el zoo en compañía de la actriz Montana…
Dicen que Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, es una de las mejores novelas del siglo XX.
La figura de Billy, testigo de acontecimientos incomprensibles, que resume cada una de sus experiencias con un descuidado «es lo que hay», nos desvela el destino desarticulado del ser humano.
Muñecos de trapo lanzados aquí y allá por fuerzas que no vemos, no elegimos, no sabemos controlar.
Las continuas líneas cruzadas entre la cotidianidad —empleo, familia, amigos— y lo extraordinario —la capacidad de Billy para recorrer el universo a voluntad, con su presente, pasado y futuro abiertos ante él—, nos sugieren una vía de escape.
Quizá interior, ya que nadie le cree cuando cuenta algo tan fantasioso. Incluso los más allegados se lo reprochan, como salidas de tono impropias de un hombre de clase media acomodado. Pero una puerta, al fin y al cabo.
En conjunto, no me cabe duda de que Matadero cinco merece con creces el calificativo que personas más sabias que yo le han dedicado.
Mil y muchas personas se ponen —nos ponemos— en pie. La Orquesta del Teatro Real interpreta el himno de Ucrania.
«Es una historia extraña», canta Ruprecht tras escuchar el relato de Renata.
Ruprecht quiere saber por qué Renata espanta confusa a seres invisibles. Son espíritus malignos, le explica la joven de la bicicleta.
Cuando era niña conoció a Madiel. Cada día se presentaba para jugar con ella. «Sus ojos, azules como el cielo, y sus cabellos, hilos de oro».
Madiel, un ángel. El ángel de fuego.
Le prohibió que hablara de su existencia o de una complicidad que debía permanecer en secreto. De todas formas, nadie la creería.
Por fin, al cumplir dieciséis años, Renata le pidió que unieran sus cuerpos. Madiel, enfurecido, desapareció, tras advertirle de un retorno futuro bajo la forma de un hombre.
«Es una historia extraña». Y Ruprecht se desabrocha el pantalón. Se echa sobre ella. Se arrepiente. «No volverá a ocurrir».
La música, oscura, inquietante, comienza a introducirse en los rincones de cada alma. En las almas de mil y muchas personas.
Ruprecht viaja con Renata hasta Colonia. En el escenario da vueltas un cubo gigantesco, de varios pisos y múltiples habitaciones.
Un armario que hace de vivienda. Un salón con sillones y una mesilla. Un dormitorio infantil. Escaleras. Una consulta donde se practican abortos…
Renata ansía que vuelva Heinrich. Jamás fue tan feliz como en el tiempo que pasó con el conde Heinrich, segura de que se trataba de la encarnación del ángel.
Pero ahora, abandonada, solo puede desear su retorno. Si es necesario, forzándolo mediante conjuros.
Ruprecht declara que se ha enamorado. Renata le rechaza. ¿Se atreve a comparar sus pensamientos humanos con los divinos? ¡Heinrich, Heinrich!
Tres golpes de ultratumba resuenan en el cubo. «¿Heinrich está cerca?». Tres golpes. «¿Se ha parado frente al edificio?». Tres golpes. «¿Sube por la escalera?». Tres golpes. «¿Espera ya al otro lado de la puerta?». Tres golpes.
Mentira. Nadie aguarda a Renata, cuyas desesperadas visiones se redoblan.
La música es tan torrencial que mil y muchas personas apenas se atreven —nos atrevemos— a respirar bajo las máscaras. No existe la piedad. Ni el descanso.
Ruprecht, ciego a todo excepto a su corazón, obtiene fórmulas de magia de Glock, el librero. Incluso demanda la ayuda de Agrippa von Nettesheim, el médico, que desmiente su experiencia en artes ocultas.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo hostil. Le odia. Suplica a Ruprecht que le mate. Ruprecht no es capaz, pero… por ella lo hará.
Renata cree haber visto a Heinrich, de nuevo angelical. Le ama. Suplica a Ruprecht que no le haga daño. Ruprecht cae en la locura.
La música es un rayo de luz cuando Renata pronuncia el nombre de Madiel. Mil y muchas personas entrecierran —entrecerramos— los ojos.
Renata confiesa que en realidad ama a Ruprecht.
Renata desea encerrarse en un convento. Fausto y su mentor Mefistófeles dominan sus movimientos a cámara lenta, en el salón con los sillones y la mesilla. Ruprecht asiste sin fuerzas.
Un gran danés, blanco y negro, se recuesta junto a ellos. Mueve de vez en cuando la cabeza, observando lo que ocurre alrededor. ¿Qué piensa un perro de las cosas, las palabras, los sonidos de los humanos?
En el convento, la superiora acusa a Renata de posesión. Las demás novicias van rodeándolas, presas de espasmos histéricos. El coro entero las rodea.
El cubo del escenario se ha disgregado. Sus piezas se abren ahora en canal, como un puzle.
El inquisidor pronuncia el exorcismo: «Spiriti maligni, damnati interdicti…». Azota a Renata hasta hacer que sangre. Su garganta le exhorta a «confesar la verdad».
Surgen llamas de la bicicleta.
Inermes, entregados a Sergei Prokofiev, mil y muchas personas golpean —golpeamos— una contra otra las palmas de las manos. Una y otra vez. Y otra. Y otra.
Quizá no hayamos entendido completamente lo que hemos vivido esta noche en la ópera.
Clave de lectura: Recorrido de un poeta por un Moscú «mágico». Valoración: Sí, el mundo es tan absurdo como lo pinta ✮✮✮✩✩ Música: Shadow On The Wall, de Mike Oldfield ♪♪♪
Otto von F., poeta ucraniano, despierta un nuevo día en Moscú. Las actividades de sus vecinos en la residencia de escritores le impiden continuar en la cama como sería su gusto.
Otto suele soñar con el rey de Ucrania, Olelko II —Gran Príncipe de Kiev y de Chernígov, Rey de Galitzia y de Volyn, Patrón de Pskov, de Peremyshl y de Koziatin, Duque de Dniprodzerzhinsk, etc.—, con quien ejerce de confidente y consejero de las cosas de la vida.
Lo que no anticipa es que, en cuanto se levante, la jornada se va a convertir en una Moscoviada inefable.
Primero el encuentro, en las duchas de la planta baja, con la visitante malgache de hipnótico canto.
Más tarde, los tres amigos que insisten en llevarle a la cervecería de la calle Fonvizin, delimitada por alambre de espino, con colas frente a las máquinas de monedas que expenden el ambarino líquido.
La sicalíptica visita a su amante Galia, cazadora de serpientes, tras recoger el tesoro de una casete de Mike Oldfield.
La explosión de la granada en el Merendero. Los sótanos del Mundo del Niño, en persecución del barón gitano y su cartera birlada. Los túneles secretos del metro.
Hasta la extraña reunión a la que los asistentes acuden disfrazados, donde se proclama la sagrada unidad eslava al precio que sea.
Experiencias salpimentadas aquí y allá con otras que acuden a su memoria, como los requerimientos de la KGB para incorporarlo a su ejército de colaboradores patrióticos.
Y las ratas. Las ratas que se agitan ansiosas, que chillan al otro lado de la pared donde le interrogan…
Novela nada fácil de describir esta de Yuri Andrujovich, con tantos mensajes subliminales que bordea —qué digo, bordea—, que se instala en el puro caos.
Y que, sin embargo, quizá no demasiado sorprendentemente, construye una historia con mucho sentido.
Desde la primera página, en que una extracción de muelas congrega en un muelle a los escasos habitantes de El Idilio, me siento atrapado por este título.
Un viejo que leía novelas de amor, de Luis Sepúlveda.
Racimos de banano, costales de café, cerveza, aguardiente Frontera… El río Nangaritza, aventureros, jíbaros, la Amazonía…
Recorro las líneas, descubro el lugar y a los personajes: el inquieto doctor Rubicundo Loachamín, para quien todo lo malo es por definición culpa del Gobierno; el orondo alcalde sin nombre, conocido como la Babosa; el viejo.
El viejo, Antonio José Bolívar Proaño, llegó de joven, atraído por la promesa de tierras a quienes quisieran colonizar ese rincón perdido. Y apenas siguió adelante gracias a que los aborígenes shuar se apiadaron de él y le enseñaron las artes para sobrevivir en la selva.
A su edad, mucho tiempo después, se conforma con su mísera choza de cañas, la hamaca de yute y una mesa alta para leer de pie.
Porque, aunque no sepa escribir, lee. Lentamente, con una lupa, murmurando las palabras.
Novelas de amor. Pasiones, esfuerzos, desencuentros, la perra suerte que quiere separar a los enamorados pero nunca consigue apagar su deseo de estar juntos.
Cuantas más dificultades arrostren, más se le ilumina la mirada. El doctor se las consigue en las dos visitas que hace al año.
Traen a un cazador gringo muerto. El alcalde quiere culpar a los shuar que lo han hallado y devuelto en su canoa.
El viejo demuestra que solo pueden haber sido las garras de una hembra de tigrillo, en venganza porque el gringo acabó con sus cachorros, cuyas pequeñas pieles acribilladas no le hubieran reportado ningún beneficio.
Y ahora que ha probado la carne humana y merodea furiosa a este lado del río…
Ya no digo más. ¡Qué hermoso libro! ¡Qué maravilloso lenguaje! ¡Qué historia!