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Soy un convencido, tenaz, apasionado constitucionalista.
El sistema constitucional asegura que nadie, creyéndose por encima de los demás, pueda empuñar un látigo. Nos da equilibrio.
Es un puente hacia la pluralidad de pensamiento, donde los ciudadanos podemos expresar lo que queremos y lo que no queremos con respeto, sin aplastar a quienes tienen otra visión.
Si se hubiera empezado de cero en la isla de Robinson, con seguridad habríamos podido escribir algo diferente. ¿Mejor? Sí, por qué no: algo mejor.
Pero, con tantos cientos de años de errores a nuestras espaldas, de oportunidades al alcance de la mano perdidas, el resultado me parece razonablemente bueno.
Quizá por ello, tanto como me cuesta entenderlo, haya algunos que odian el espíritu del texto.
No conciben nada más allá de su tribu, no soportan otra ley que su voluntad egoísta. Ser bajo o alto, rubio o moreno, hombre, mujer o transgénero, ateo o devoto, o ir por la calle en paz, hablando en cualquier lengua que venga en gana, solo les resulta aceptable siempre que se trate de «los suyos».
Si no, no les gusta.
Pues aquí está, un nuevo año en el que celebramos el 6 de diciembre. Un nuevo año en el que no hemos caído derrotados.
Un nuevo año en el que decir con orgullo:
¡Viva la Constitución Española!