¡Chas! ¡Chas! Y lo mismo a san Celedonio, que pasaba por allí. Tenían un sentido del humor estos romanos...
Pero había en esas cabezas un no sé qué, caramba. Cuando llegaron los agarenos, siglos más tarde, alguien pensó que debían salvarlas.
¿Qué mejor opción que meter las reliquias en una barca... de piedra y empujarla hacia la corriente? Hala, a navegar, a navegar.
Noto a un par de visitantes del blog escépticos. ¿Por qué se iba a hundir una barca de piedra y no un acorazado de chorromil toneladas? Dichoso Arquímedes…
El caso es que llegó sin motor a la costa de Pimiango. Ahí vararon sus sólidos fondos.
Et voilà. Día de fiesta grande. Ermita, ramo, pericote, san Emeterio gloriooooosooo.
De acuerdo, parece que luego se llevaron a los dos a Santander, que es puerto principal, Portus Sanctorum Emeterii et Celedonii.
Pero adonde quisieron venir primero fue a Pimiango. Y punto.
Algunas veces, tampoco demasiadas, justo después de terminar una novela te preguntas a ti mismo: ¿qué acabo de leer?
Y te quedas pensativo, absorto, muy «dentro» aún de esas páginas.
Es el caso de La voz dormida, de Dulce Chacón. Una historia tan vívida, tan cercana, tan surcada de claroscuros…
La historia de unas mujeres en la posguerra española, supervivientes, encerradas en prisiones de rejas que aferran con sus manos y rejas del espíritu. Imposible respirar tras ninguna de ellas.
Mujeres osadas y sometidas al temor.
Insisto: contada con esa desbordante riqueza de expresión y de registros…
Algunas veces, tampoco demasiadas, te sientes afortunado por haber abierto un libro como este.
Dicen los gurús que Dead Man Walking es una ópera que quedará en el repertorio. No van a pasar doscientos años hasta que alguien vuelva a acordarse de ella.
Me parece que llevan razón, la verdad es que lo tiene todo. Una historia con fuerza dramática, una música que entra enseguida...
Y si además, en la representación que yo he visto, le sumamos unos artistas con nivelazo, apaga y vámonos.
En cuanto al libreto, trata del castigo capital que le espera a un asesino. Está planteado para que el espectador reflexione.
Terrence McNally adapta un texto de Helen Prejean basado en hechos reales y no cuenta algo que empiece y termine en el escenario. Quiere que interiorices el punto de vista de cada personaje y llegues (si puedes) a tus propias conclusiones.
Contemplamos así el abolicionismo de la hermana Helen, la protagonista femenina, que lucha por evitar la ejecución desde la raíz de sus convicciones religiosas.
La ira de Joseph de Rocher tras los barrotes, para quien la justicia no es equitativa al condenarlo a él y no a su hermano, cuando el crimen lo cometieron ambos.
La ciega ingenuidad de la madre de Joseph, que culpa a su difícil infancia, que cree hasta el final en su inocencia.
La actitud acomodaticia del padre Grenville, el capellán de la prisión. La pena de muerte no es que sea lo mejor, pero como el preso tampoco quiere arrepentirse...
El orgullo del alcaide Benton, que considera la sentencia perfectamente proporcional al delito.
Y el corazón en la boca de los padres de la joven pareja asesinada. ¿Quién podrá consolarlos a ellos? —se quejan a la hermana Helen—. ¿Merece ese monstruo acaso más compasión que sus hijos?
La música, por su parte, suena muy «norteamericana». No como tópico, sino... es que es así. El compositor Jake Heggie consigue una gran fluidez al tiempo que refleja la gama de emociones puestas sobre las tablas, tanto íntimas como violentas. Como decía al principio, entra enseguida.
Los intérpretes, ¡uf! DiDonato, Mayes, Zifchak, Brueggergosman, Castillo... Me da pena no mencionarlos a todos, porque ya no es que cantaran bien, sino que, desde el primero hasta el último, ¡qué manera de meterse en sus papeles! ¡Qué intensidad!
Orquesta, coro, director, actores, producción…
Resumiendo: que yo no sé hacer crónicas al uso, pero desde luego salí del Real encantado.
Es enero de 1943 en el frente de Leningrado y un oficial español aparece sin vida bajo circunstancias que apuntan a un asesinato. Así que se encarga a un soldado, Arturo Andrade, asistido por el sargento Espinosa, que busque al culpable.
Su mérito: haber solucionado tiempo atrás como inspector de policía la desaparición de un cuadro del Prado.
Pero todo ha cambiado desde entonces. Tras la condena por un crimen que él mismo cometió, a cambio de la amnistía ha sido obligado a servir en la División Española de Voluntarios.
Y según van aumentando las víctimas, empieza a darse cuenta de que el enemigo puede surgir de la nada, en cualquier momento..., y no está claro con qué uniforme.
El tiempo de los emperadores extraños, de Ignacio del Valle: obra de detectives y suspense en un entorno inusual.
El autor consigue trasladarnos muy bien el sufrimiento de la guerra, tanto físico como psíquico, agudizado por el espantoso frío bajo el que han de sobrevivir los personajes. El final resulta inesperado y el conjunto más que convincente.
Se comete un crimen que parece un accidente y la protagonista insiste en investigar más a fondo que la policía. Sus sospechas nacen del particular conocimiento que tiene sobre la superficie por donde había caminado la víctima: la nieve.
Un conocimiento milenario, adquirido por una herencia cultural que las autoridades danesas siempre se han esforzado en borrar.
Esta obsesión por descubrir la verdad la llevará desde Copenhague hasta su lugar de nacimiento, Groenlandia, donde alguien no quiere que el resultado de unas presuntas expediciones geológicas salga a la luz.
¿Quién será el asesino que ahora también la acecha? ¿Podrá ella librarse durante la búsqueda de los propios fantasmas que la atenazan desde su niñez?
Tensiones dosificadas, personajes creíbles y buena ambientación. Puede que el final mereciera estar un poco más logrado, pero vaya...
La señorita Smila y su especial percepción de la nieve, de Peter Høeg.