C.R. MacNamara, el gerente de Coca-Cola en Berlín Oeste, tiene algún que otro problemilla.
Su mujer suspira por que le destinen a Atlanta, la sede central de la compañía, después de haber vivido como trotamundos durante años.
Cada vez que se cruzan con él, sus empleados hacen un irritante honor a la fama de cabezas cuadradas prusianos. Taconazo al canto.
La misión comercial rusa intenta birlarle a Fräulein Ingeborg, su secretaria.
Y para colmo, Scarlett, la casquivana hija del director general, a quien han dejado a su cargo, se aventura constantemente al otro lado de la Puerta de Brandemburgo para encontrarse con Otto, comunista convencido con quien se ha casado en secreto y que pretende llevársela a Moscú.
Ahí es donde se demuestran las dotes de mando, en las situaciones críticas.
Uno, conseguir el ascenso y que le trasladen a Londres, Atlanta es sólo para fracasados.
Dos, atender debidamente a su secretaria, añadiendo «gabelas» a su sueldo, como ese modelito de alta costura que la tiene encandilada.
Tres, convertir al fiel seguidor de las consignas del partido a las mieles del capitalismo. Quizá, si le hiciera pasar por un refinado aristócrata, calmaría el disgusto de sus suegros.
En Uno, dos, tres, Billy Wilder nos regala una obra maestra. A base de humor inteligente, se mofa de todo y de todos: la guerra fría, la incorruptibilidad de «los ideales», los tópicos alemanes, rusos, norteamericanos...
Tiene frases geniales, como cuando Scarlett, que está embarazada, discute con Otto sobre el porvenir de su vástago:
Cuando cumpla dieciocho años dejaremos que decida qué quiere ser, si un capitalista o un comunista rico.
Y por supuesto, no podemos pasar por alto la celebérrima secuencia sobre técnicas de negociación empresarial, al animado ritmo de la Danza del sable de Khatchaturian. Simplemente, disfrutemos...