Unas horas antes había llovido. El suelo destinado a convertirse en campo de batalla estaba aún perlado de humedad. Los primeros rayos del alba se reflejaban en él con el color de desvaídas amapolas, como una premonición.
Revestido en ropajes de ónice, mi contrincante pasó revista a sus tropas. Al frente se situaba la apretada línea de piqueros. Detrás de ellos, domeñados a duras penas, los caballos piafaban impacientes por entrar en combate.
Él había sido el retador. Ya hacía mucho tiempo que la molicie se había adueñado de mí, que los cantos y danzas de las bayaderas me habían hecho olvidar el espíritu guerrero. Sin embargo, era tal la osadía, la insolencia, la jactancia de sus bravatas, que mandé tocar atabales e izar en mis argénteas torres los pendones del honor.
Ante los preparativos, algunos viajeros de lejanas tierras se detuvieron a observarnos. Me avergoncé un poco, pero en fin... Siempre resulta conveniente para la fama de un adalid que sean compuestos cantares de gesta más allá del Indo.
Ceñí el turbante. Requerí la espada. Musité una plegaria a Shiva. Y a una señal de mi brazo, todo comenzó.
Al principio avancé con furia incontenible. Los barbados rostros de mis arqueros parecieron infundir pavor, y mis veloces jinetes, sorteando los obstáculos, arrollaron el centro de la falange enemiga. Cierto que sufrí algunas pérdidas en la conquista, pero todo parecía desarrollarse en buen orden.
Quizá fue eso lo que hizo que me confiara. Tomé la mano de mi amada reina y la aproximé a lo más enconado de la contienda. Por dos veces hubo de escuchar el otro maharajá advertencias de victoria surgidas de mis labios orgullosos. Ja, me reí, no te librarás de la tercera. Ordené a mi alfil tomar posiciones en el flanco derecho.
Ooooooh... Un gemido se elevó de los espectadores. Intuí que había cometido un error, un terrible error. Lo que vi a continuación me heló la sangre: la consorte adversaria, agazapada, había atravesado a mi dama de un certero lanzazo. ¡Ah!
Transido por la pena, incrédulo, sacudí la cabeza una y otra vez. Los de una bestia que arremete sin pensar en las consecuencias, así fueron mis siguientes movimientos. Uno a uno, aquellos fieles compañeros de armas fueron sacrificados en el altar de mi ceguera. El final llegó rápidamente, tan abrupto como cesan las lágrimas del monzón.
Desde entonces me lo digo y me lo repito: tengo que aprender a jugar mejor a esto del ajedrez. Pero claro, luego vuelven a sonar las musicales voces de las bayaderas y...