Sube al vagón y se sienta a mi lado. Abre la tartera y empieza a comerlas, al principio deprisa, casi con ansia. Luego más lentamente, como si su sabor le susurrase algo al oído.
Moras. Negras, maduras, dulces. Ecos de mis veranos infantiles en Pimiango. La misma avidez al cogerlas de los zarzales, la misma calma después.
Veo el camino que abandona las últimas casas, bordeando las cercas de piedra, los campos de maíz, los prados de manzanilla. Veo las moras que brotan silvestres en las lindes.
Ya estoy cerca del acantilado. Enfrente de mis ojos, el mar. Más allá, la torre del faro. A mi espalda, en el horizonte, se dan la mano las cimas de las montañas.
Si continúo caminando llegaré hasta la vieja ermita, junto a la cueva con dibujos en las paredes: peces, ciervos, búfalos, caballos, un mamut con su nítido corazón...
Y cruzando el bosque, junto a los regatos, las ruinas de arcos medievales se alzan como si fueran sillares de un castillo donde poner a prueba mi espada de madera, la que me ha tallado el abuelo.
He llegado ya a mi estación, me levanto para salir. Miro a la desconocida. Las moras descansan aún en su regazo y sonríe levemente, con los ojos entrecerrados. ¿En qué piensa?
Me gustaría llevar en este momento una cámara mágica. Una que pudiera sacar una imagen de nuestro interior.