Viernes noche. Mark Knopfler toca Going Home.
Nada más que comentar.
Música, libros, fotos, historias, pensamientos, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
Fritz Leiber era un estupendo escritor, aún retengo libros suyos sin problemas en mi cada vez más comprometida memoria.
Y si este no me parece de los más destacados, teniendo en cuenta otros antecedentes, sí obtiene al menos un meritorio notable.
Un cubo de aire recopila cuentos dentro del marco de la ciencia ficción, un género bastante amplio en cuanto a los temas y planteamientos que admite.
En este caso, una ciencia ficción más de «entorno» que de estricto sendero conductor de las historias.
Por ejemplo, El manicomio de los 64 cuadros se ambienta en un torneo de ajedrez. Narra las vicisitudes de varios jugadores para intentar vencer a «la máquina», el cerebro electrónico que amenaza con sustituirlos a todos en los tableros.
El original Rump-Titty-Titty-Tum-Tah-Ti se ocupa de un cuadro con manchas de pintura trazadas al azar y una melodía. Ambas, por alguna razón, comienzan a influir obsesivamente en la vida de millones de personas.
Un cubo de aire, que da título al conjunto, es lo que el joven narrador sale a buscar del minúsculo refugio donde él y su familia sobreviven después de la catástrofe que ha alejado la trayectoria terrestre de la del Sol.
El grupo beat describe a una comunidad de hippys que van a su aire más allá de la estratosfera, y el mandato de desahucio que reciben para obligarlos a volver al suelo firme.
Las zorreras de Marte nos introduce en una surrealista guerra de trincheras entre alienadas tropas humanas y nativos del planeta rojo.
Y así, hasta alcanzar la decena de imaginativas situaciones: el colapso que amenaza al sistema de correos tras enviar alguien una carta manuscrita, los efectos de inyectar helio para que las hogazas de pan sean más esponjosas…
Vale la pena.
La especie elegida fue el primer título publicado por Juan Luis Arsuaga, según veo en la lista de su copiosa bibliografía. Lo escribió junto a Ignacio Martínez.
Y no es que hace más de veinte años apuntara maneras, como suele decirse, sino que ya en aquel entonces tenía mucho que contarnos.
Empiezo el comentario por un detalle: la reconocida capacidad para comunicar de nuestro paleontólogo de cabecera.
A partir de un barro prometedor, las habilidades narrativas «evolucionan» con la práctica. No esperemos que un hálito divino toque el dedo con un bolígrafo y hala, el genio divulgativo surja sin hoja de parra desde el primer minuto.
Valga la broma para explicar que Arsuaga tiene obras posteriores más ajustadas a ese estilo clarificador que lo afama. En la que hoy nos ocupa, quizá haya veces en que el torrente de información la encamina hacia la lectura de ojos especializados.
Por ejemplo, los exhaustivos detalles sobre la anatomía de los diferentes parántropos y homínidos candidatos a coronarse como reyes del planeta no parecen alejarse mucho de una asignatura universitaria.
Habiendo hecho la «advertencia», el contenido en sí de La especie elegida es sin duda para matrícula. Qué viaje tan increíble a través de los que fuimos, lo que somos y… ¿lo que podríamos ser?
Constreñidos a la duración de nuestras vidas, comprender con espíritu humilde la inmensidad del camino recorrido y, a la vez, su insignificancia en comparación con la edad y avatares de la casa donde pisamos, se convierte en una tarea imprescindible.
¡Tantos enigmas, eslabones aún por forjar en el libro del conocimiento y otras tantas huellas desenterradas que por fin dan luz a las preguntas!
Y qué número de variables tan asombroso se encuentra en el molde: el clima, los cambios del entorno, las transformaciones de los músculos, los huesos, el encéfalo, la alimentación, las relaciones beneficiosas para el grupo, el lenguaje…
No me extiendo más, pero hacedme caso: un texto absolutamente recomendable para aprender.
Saqué esta foto en una calle de la ciudad vieja de Jerusalén.
¡Qué absurdo! ¡Qué imposible! ¡Qué contrasentido!
Pero no, he dicho imposible y no. No lo es. Solo hacemos que a veces lo parezca.
Alguien dibujó este simple trazo sobre un muro blanco. Una mano y un deseo anónimos, un ansia con millones de nombres detrás.
De ojos que desean ver, oídos que desean oír, manos que desean tocar, consolar, abrazar…
De seres humanos tan agotados que su ruego parece ya pequeño, sin fuerza.
Por eso, con la alegría de un dibujo, antes de que llegue el mundo donde nada importe y las voces de esos millones hayan enmudecido tras los muros blancos…
Feliz 2024. Paz.
Es curioso que un libro al que he llegado «de rebote», fiando en el azar, me haya causado una impresión tan positiva.
El cielo no tiene favoritos. Pero yo sí.
Cuando pensamos en algún título escrito por Erich Maria Remarque, lo más probable es que recordemos clásicos como Sin novedad en el frente o quizá su secuela, Después. Es tanta la fuerza que transmiten, que han eclipsado el resto de su obra.
Y sin embargo, esa obra existe. Con una calidad novelística que hace injusto su estado de semipenumbra.
En efecto, la sabiduría de Remarque le permite dar vida a unos personajes tan complejos, tan humanos, que casi saltan de las páginas: Clerfait y Lillian son los nombres principales, pero el elenco que los acompaña, aun con roles más pequeños en la historia, está a parecida altura.
Una historia que nos habla de dos personas que se conocen sin buscarse, que saben que el futuro puede ser más breve que el pasado y que deciden quemar el aire que les quede juntos.
Clerfait es un piloto de carreras que, a su edad, ya no compite al nivel de los más jóvenes. Descreído, cínico ante el peligro, sin sueños, cada nueva prueba le acerca a la única meta que jamás ha deseado cruzar: la decadencia.
Lillian se consume lentamente en un sanatorio de las montañas suizas para enfermos de tuberculosis. A sus veinticinco años, la velocidad entre etapas que pasa ante los ojos de Clerfait es la que ella desearía experimentar.
Sin ataduras, sin lágrimas ni remordimientos, sin importar el mañana. Solo por obtener la esencia de un minuto más antes de la «partida», como denominan en la clínica al momento en que los pacientes dejan libre su habitación.
Acercamiento. Pasión. Separaciones. Planes para una noche, para un hotel, para un viaje en el rugiente automóvil de Clerfait, sin preocuparse más allá de la siguiente curva.
Dos espíritus en una Europa donde el recuerdo de la guerra apenas ha comenzado a difuminarse. Sin rumbo o, mejor dicho, con múltiples faros que los llaman con su luz: los Alpes, Sicilia, Venecia, París…
Y una forma de narrar tan asombrosamente elegante y profunda, donde cada frase, cada diálogo y reflexión disfrutan de pleno sentido, que resulta imposible no ratificar a su autor en el puesto que merece dentro de la literatura universal.
Extraordinario.
Siempre ha habido clases: un poco más ricos y un poco más pobres.
La clase de personas que dan y aquella que recibe.
Los creadores y quienes los vemos y escuchamos, dictaminando con entusiasmo, magnanimidad o cara severa lo que nos parece.
Paula Blafe crea. Da. Comparte.
Y en el lado «pobre» del escenario aplaudimos porque es lo mínimo con que podemos recompensar la música, las palabras que salen de su garganta.
Cada vez que asisto a un concierto de esta cantautora salgo con la sensación de que he estado en el mejor lugar y el mejor tiempo posibles. Además acaba de lanzar el primer single de su primer disco, así que…
Sigamos compartiendo: Entre el querer y el deber.
Después de lecturas un poco densas me apetece zambullirme en algo más «suave». Más de entretenimiento puro, sin dudas estratosféricas por medio. ¿Estratosféricas? Ah, pues no es mala idea la de abandonar nuestra gravedad al efecto.
El título en el que vienen a fijarse mis ojos escrutadores es Amo del espacio. Cuenta atrás para la ignición…
La novela más famosa de Fredric Brown debe de ser la divertida Marciano, vete a casa. No obstante, dio a la imprenta numerosos cuentos cortos en los que los giros inesperados consiguen atraparnos como imanes y no soltarnos ya hasta el punto final. El volumen de hoy recopila varios de ellos.
Así, en Verde Tierra tenemos a un náufrago que ansía, mientras recorre el peligroso lugar donde se estrelló años atrás con una «mano femenina» que le aporta resiliencia en el hombro, volver a disfrutar del color de la hierba frente al púrpura de los bosques locales. ¡Una nave, una nave ha visto la señal de su pistola de rayos! ¡Desciende!
En Sirio Cero los viajes interestelares son igual de comunes, aunque encontrarse con un planeta no cartografiado en un viaje comercial de rutina —el perenne negocio de las tragaperras— y que en él residan un antiguo conocido y una estrella de cine despampanante resulta turbador.
Ratón estelar nos enseña que el primer ser vivo en despegar de nuestro suelo no fue humano, ni tampoco cánido ni primate. Un representante de los roedores tuvo ese honor, pilotando el invento de un científico con acusado acento alemán. Y los efectos al cruzarse su trayectoria con la de un asteroide camuflado, hogar de una raza alienígena inteligente, fueron…
Pi en el cielo y la fuerza que «mueve» las estrellas de su posición habitual. Llamada, donde el último hombre que ha sobrevivido a la extinción de la especie escucha tocar a la puerta. Ven y enloquece, en el que un periodista ha de hacerse pasar por orate para que lo ingresen y tener oportunidad de investigar cierto misterio en el manicomio, aunque la pura realidad es que él es Napoleón y se lo tenía callado…
Etcétera. Lo dicho, a entretenerse tocan.
Un nuevo 6 de diciembre: ¡viva la Constitución Española!
No puedo saber cuántos días como este aún nos quedarán, si en algún momento la fecha dejará de tener significado, si alguien recordará su existencia con orgullo o si se verá al fin sepultada bajo el peso de tanta vergüenza en contra de su espíritu como tuvo —tuvimos— que soportar.
Pero no voy a hacer proselitismo sobre lo mal que van las cosas. Estoy cansado. Llegados a este punto, me conformo con hablar de un libro.
La servidumbre voluntaria es el título que me gustaría elogiar con motivo de la efeméride.
Curiosamente, tras la primera y quizá apresurada lectura, confieso que no despertó en mí gran entusiasmo. Me pareció un poco «hijo de su tiempo», con tantas alusiones como hace a mitos y leyendas de la antigüedad. Y, por lo tanto, limitado a una época y condiciones políticas concretas: el absolutismo.
Olvidad lo que acabo de decir. Porque he vuelto a sus páginas con más reposo y ahora me doy plena cuenta de su valor, de que su vigencia continúa hoy tan evidente como en el siglo XVI, cuando Étienne de la Boétie lo redactó.
Nuestro autor, jovencísimo al plasmar en tinta los pensamientos por los que habría de pasar a la historia —gracias también a los desvelos de su amigo Montaigne—, se pregunta por qué personas, comunidades y naciones enteras nos ponemos bajo el cetro de quien no merece, por sus actos o bajeza moral, ejercer autoridad ninguna sobre nosotros.
¿Será posible que tantos hayamos de obedecer, y además lo hagamos sumisamente, a tan pocos? ¿Qué los ciudadanos, con todo lo que ambos términos significan, aceptemos por propia voluntad ser siervos?
¡Si el tirano solo tiene el poder que le dan quienes le sostienen! ¿Qué debemos amar más, la libertad o la pretendida seguridad que aquel nos promete?
¿Nos consolaremos con la idea de que siempre ha sido así, que la sociedad sigue un estado natural a partir de la desigualdad y que las órdenes «de arriba» hay que acatarlas, nos resulten o no aberrantes a la conciencia? ¿Sería lo contrario la ley de la selva?
Además nos aclara qué es un tirano. Lo más importante no descansa en el origen de su preeminencia, ya que lo mismo pueden ejercer por elección del pueblo, por la fuerza de las armas o por derecho de sucesión. El tema no es ese, sino que, envanecidos de sí mismos, miren apenas por la «gloria personal» en vez de considerar su propósito último, que es caminar «junto a», no «sobre» los gobernados.
Por ello prefieren debilitar, dividir, enfrentar, arrancar el valor de los corazones, apelar a los instintos de codicia y poder de unos cuantos que les ayuden en su labor de mina, a cambio de las migajas.
Sí, demos algo de comer a la gente, juegos que los entretengan y laberintos por donde encauzar su descontento, y ellos mismos forjarán la cadena que los ata.
Que aún nos ata.
No sé cómo calificar este libro. Me ha dejado perplejo.
El universo in-formado propone unas teorías existenciales… En fin, heterodoxas. Pero Ervin Laszlo insiste en que debemos seguir el método científico para comprender la realidad, a través de la mejora continua de nuestras técnicas de observación. Tampoco puedo acusarle al tuntún de charlatán.
La búsqueda de una «teoría del todo» que reconcilie los conocimientos sobre el macrocosmos con los fenómenos propios del mundo cuántico no es una tarea nueva; lleva ya años como asignatura de mentes privilegiadas.
Ahora bien, y aceptando lo que viene a recordarnos el autor, que una iniciativa que afloje lazos con la línea de pensamiento tradicional se enfrentará de partida a caras largas, su definición del «campo akásico» para unificar la astronomía, la cuántica, la biología, el misticismo, el más allá y el más acá, suena... Insisto, llama a una puerta escéptica.
Para empezar, el universo no solo formaría parte de un multiverso en sentido paralelo, sino secuencial. Es decir, habría nacido de la destrucción de otro anterior. El Big Bang supondría la reacción a un evento de impulso contrario, inmerso en un círculo eterno de vida y muerte, oscuridad y luz.
¿Y antes? ¿Qué había antes? ¿Y después? Es lo que tiene el círculo, o más bien lo que no tiene: ni principio ni fin. Cualquier cosa que sea ha sido siempre. Literalmente cualquier cosa, ya que una especie de fuerza bautizada a partir de la raíz sánscrita «akasha» une con hilos indisolubles tiempo y espacio, materia y energía, cuerpo y espíritu, hechos e ideas.
¿Eh? ¿Una «fuerza»? «Akasha»? ¿«Dios»?, enarcaremos muchos las cejas. No un ente antropomorfo, en cualquier caso, y tampoco con autoconciencia, poder omnímodo, premios ni castigos por medio. Una especie de cajón y contenido del que todo forma, formó, formará parte.
Raro, ya lo avisaba. Aunque, según escribo el comentario, me quedo con los dedos en el aire. Pienso de repente en el «eterno retorno» de Nietzsche. La imposibilidad del cambio, la repetición infinita… Yo ya he publicado esta entrada antes y volveré a hacerlo, y quienes la estéis leyendo, ¿no notáis cierta sensación de déjà vu?
Haciendo volver las manos al teclado y al título de Laszlo, su primera parte, dedicada a los enigmas de coherencia en la naturaleza, supone un interesante repaso de los carriles por los que transita la ciencia hoy en día: partículas, espines, funciones de onda, estados virtuales, cuantos, violación de carga y paridad, constante cosmológica…
Y se pone aún mejor al introducirnos en los conceptos de «vacío» e «in-formación» (adopta esta sintaxis para que no nos confundamos con «información», sinónimo de conocimiento). ¿Y si ese mal llamado «vacío» consistiera en un medio físico de transporte? ¿Y si la «in-formación» fuera, junto con la energía, la sustancia intrínseca del universo?
Un vínculo entre partículas, átomos, moléculas, organismos, sistemas ecológicos, solares, galaxias, conciencias, independiente de tiempos y distancias.
A partir de ahí, el «campo akásico» que, al igual que ocurre con el campo gravitatorio, el electromagnético o el de Higgs, no podemos tocar, escuchar o ver, produce también de forma similar efectos mensurables.
En su segunda parte, nuestro hombre se dedica con ahínco a la demostración. Comienza a añadir a la sopa tradiciones religiosas, «sabidurías ancestrales», brahmanismo, darwinismo, creacionismo, diseño inteligente…
Metafísica, probabilidad estadística de la vida (ecuación de Drake), funcionamiento neurológico, pansiquismo, reencarnación, inmortalidad, telepatía y un montón de ingredientes adicionales hasta cocinar un gran holograma que, con la «conjugación de fase» adecuada…
A estas alturas ya casi doy tumbos. Me topo con la «conciencia cósmica» y se me ralentizan las ruedecitas en mi cabezón.
La parte tercera va de apuntalar la tesis imbricándola en los trabajos de grandes físicos, biólogos, antropólogos y demás, lo cual valoraría con ánimo favorable de no sentirme acogotado.
Ídem, las páginas de cierre autobiográficas, dedicadas a relatarnos su extenso curriculum vitae y cómo se le ocurrió meterse en este berenjenal, las considero prescindibles.
Me planto, que cada uno saque sus conclusiones. A ver si encuentro yo las mías en algún rincón…
A mí, Ece Temelkuran no me termina de convencer, lo siento. Se queda cerca pero no llega.
Y mira que intento interiorizar sus inquietudes, que en más de un aspecto estimo bien fundadas. Seguramente, en el fondo compartimos malestar por el estado de nuestro mundo, al que parece importar más el oropel de la palabra «democracia» que su esencia desnuda.
Una democracia donde los ojos están puestos sobre los ropajes que la adornan, donde se cuentan papeletas «casi impuestas» en vez de aplicar de verdad la filosofía de convivencia y justicia que debería recorrer sus venas.
No obstante, Cómo perder un país empieza en algún momento de su desarrollo a perder también suelo firme y se convierte en un alegato personal de la autora, con acusadas filias y fobias, desdibujando una denuncia global a la que sumarse.
Con pleno derecho, claro, porque ella ve las cosas como las ve, a través del color de una lente política determinada. Pero quizá unos cuantos prefiramos unas gafas sin filtros que «nos protejan». Eso de que las «derechas» por definición sean malas y las «izquierdas» buenas, pues…
En todo caso, la escritora establece una «hoja de ruta» para la degradación, ejemplificada en su tierra natal, Turquía. Siete pasos entre la democracia y la dictadura de facto.
Crea un movimiento. Trastoca la lógica y atenta contra el lenguaje (este punto en particular me atrae mucho, creo que ya lo he mencionado en otras entradas del blog). Elimina la vergüenza: en el mundo de la posverdad la inmoralidad «mola» (a la vista está).
Desmantela los mecanismos judiciales y políticos (también suena, también). Diseña tu propio ciudadano. Deja que se rían ante el horror. Construye tu propio país.
Ya digo, leo con atención de qué manera a los habitantes de las naciones avanzadas o que aspiran a serlo se les introduce una pequeña semilla de rencor hacia el sistema. No hacia aquello que se hace dentro de él, sino hacia su esencia misma, su «debilidad»: la necesidad de tener en cuenta al «otro», lo que les impide fabricar el entorno particular que anhelan.
Y se encuentran con quienes contienen la misma semilla, y de dos, tres, mil, un millón de semillas juntas, germina un tronco. Aún débil para arrebatar la luz al resto de árboles, pero con el tiempo, un buen condicionamiento que los abone, con suerte un líder que los apuntale y los guíe en la dirección correcta...
Disfruto con el capítulo dedicado al lenguaje y las falacias que señorean hoy cualquier debate, impidiendo el triunfo de la lógica frente a los gritos: argumentos ad hominem, ad ignorantiam, ad populum, reductio ad absurdum, razonamientos ad hoc…
Y me lo creo. Porque es la historia. Porque es el día a día. Porque ha ocurrido y está ocurriendo. Porque el simplismo ata nuestros pensamientos ante la incertidumbre.
Y me fastidia que Temelkuran presente el tema en bandeja y a continuación caiga en esa misma trampa simplista y se ponga a perorar contra la derecha, el neoliberalismo mafioso, Trump, Erdogan, todo en el mismo saco, y que la esperanza sean la izquierda y el autodenominado «progresismo» con comillas. Porque sí. Porque ellos lo valen.
Ay, no me crees expectativas, estimada, que luego…