Qué gran narrador. Y qué poco reconocido hoy en día, en mi opinión.
Angel María de Lera gozó quizá de su cúspide al ganar el Premio Planeta de 1967 con Las últimas banderas. Pero ese camino estuvo alejado de medallas y palmadas en la espalda.
Porque formó parte de la mitad de los españoles que perdieron la guerra.
El argumento de La noche sin riberas es sin duda autobiográfico. Comienza con los personajes, junto a miles de rostros anónimos, semejantes al coro de una tragedia griega, formados en el patio de una prisión.
Han de gritar ¡Arriba España! y levantar el brazo con la palma de la mano extendida. Más les vale obedecer.
Todos han sido condenados en juicios sumarísimos: treinta años, perpetua, muerte… Los guardianes se encargan de recordarles cuál es su lugar en el nuevo orden.
Comienza otra guerra, esta vez en Europa.
El optimismo por que cambien las tornas se desploma según se desarrollan las acciones bélicas: cae Polonia, cae Dinamarca, caen Noruega, Bélgica, Paises Bajos, Francia…
Los presos van disminuyendo en número. Agotados, enfermos, hambrientos, ateridos. O contra un muro.
También la solidaridad inicial se cuartea. Los comunistas se creen moralmente superiores. ¡El gran camarada Stalin conseguirá su retorno al poder! Que nadie se oponga, porque a lo mejor se queda tras las mismas rejas cuando llegue su hora.
A los demás, cenetistas, republicanos, campesinos reclutados, cualquiera que vistiera el uniforme, ya convertido en andrajos, por cualquier otra circunstancia, solo les queda agachar la cabeza.
No pensemos que Lera se «recrea», por expresarlo de alguna manera, en el victimismo. Ni que defiende exaltaciones políticas, odio, deseos de revancha basados en el «ojo por ojo». Muy al contrario.
Su crítica a la ideología fascista no es óbice para que tampoco salga demasiado bien parada la comunista, por ejemplo.
Los caracteres que describe no son ángeles o demonios. Tienen la amplísima diversidad de pensamientos, reacciones y sueños que cristalizan en cada ser humano. Solo que a ellos les ha tocado la mala suerte.
Si se rompe el espíritu de una persona, más que su cuerpo, si se quiebra su voluntad de existencia, de elegir libremente sus pasos, si el miedo y el dolor amordazan, no ya su voz, sino el mismo pensamiento, entonces los torturadores han ganado.
El mensaje último es diáfano: la importancia de conservar esa dignidad.