Noche profunda, cobijo de paño negro.
Errante entre seres extraños.
Un rostro me contempla con dureza mientras camino.
Música, libros, fotos, historias, pensamientos, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
Noche profunda, cobijo de paño negro.
Errante entre seres extraños.
Un rostro me contempla con dureza mientras camino.
El levantamiento del gueto de Varsovia en 1943 es el hilo conductor de Ganarle a Dios.
Y los pequeños detalles personales, las conversaciones con testigos cuyos recuerdos pueden incluso resultar diferentes sobre los mismos hechos, son la manera con la que Hanna Krall nos sumerge en aquel episodio.
Tampoco pretende narrar la lucha en sí misma, los preparativos, el desarrollo, la «derrota». Al menos, no de forma lineal.
Lo que busca es unirnos en espíritu a supervivientes cuyas vidas podrían haber desaparecido en un segundo, tan fácilmente como lo hicieron miles de otras a su alrededor.
Sangre, heroísmo no perseguido, la última voz sobre la Tierra de los condenados…
Con nombres y apellidos como Marek Edelman, que deben escribirse y pronunciarse en recuerdo de su sacrificio.
Una llama eterna.
En este libro, Leszek Kołakowski nos ofrece pensamientos sobre temas de interés inmediato: utopías, religión, verdad, justicia, civilización, política, comunismo… Todos con argumentos bien trenzados.
Que el lector se identifique en mayor o menor grado con las conclusiones dependerá de cada uno, pero no podrá sino reconocer el espíritu independiente del filósofo, al no dejarse maniatar por tendencias o lo «políticamente correcto».
También, su mordacidad elegante.
Virtudes que no se traducen en un texto hipnótico, todo hay que advertirlo. Personalmente me ha causado cierto cansancio.
Compensado quizá por las dos últimas páginas, divertidísimas, donde resume de forma enciclopédica todo lo que necesitamos saber sobre Freud, Descartes, Platón, la metafísica, la fenomenología, el relativismo…
Así pues, Por qué tengo razón en todo obtiene más o menos el visto bueno.
Más o menos.
Vaya esto por delante: cualquier cosa que pudiera publicar Ádám Bodor, ahora o en el futuro, yo tengo intención de leerla.
Y es que su empeño en generar mundos absurdos, donde los personajes viven y se relacionan con acusada mordiente kafkiana, excita la imaginación.
Por ejemplo, tras los primeros párrafos de Los pájaros de Verhovina, entran ganas de abundar en quién es Anatol Korkodus, la causa de que planeen detenerlo, por qué el ferrocarril que lleva a la colonia funciona de manera tan peculiar, de dónde sale el nombre del Mesón de las dos pellejas…
Ahora bien, vaya por detrás que esta novela me parece menos lograda que sus precedentes, El distrito de Sinistra y La visita del arzobispo. No se paladea igual.
Como si el autor quisiera seguir recorriendo esos caminos —sociedades alienantes donde no importa el sinsentido de las normas, sino el hecho de que se cumplan a ciegas— y, a mitad del trayecto, no supiera cómo seguir.
Aunque los personajes pugnen por resultar a cuál más estrafalario, aunque la atmósfera oscurantista de la que no son conscientes, o al menos para ellos es «lo natural», no cese de impulsar sus actos…
No alcanza a ser suficiente para mantener el listón del notable.
Simplemente aprueba.
Un puñetazo en el rostro. Súbito. Inesperado. Sientes parte de su dolor.
Ese es el impacto emocional por leer Una mujer en el frente.
Casi cincuenta años después, Alaine Polcz rememora y comparte con nosotros sus vivencias en la Segunda Guerra Mundial.
Quizá no tenga sentido distinguir entre grados de sufrimiento. ¿Era ella más o menos inocente, más o menos merecedora que cualquier otro de librarse de la crueldad desatada?
Y aun así, su historia, oculta tras la gran estadística de las enciclopedias —ofensivas, contraofensivas, «liberaciones»—, es la de una portadora de luz para continuar viviendo con optimismo cuando parece que ya no vale la pena.
La historia de una superviviente, en sentido físico y espiritual.
Jovencísima, recién casada en marzo de 1944 con alguien que, llegado el momento, se mostrará indigno, Aline ve cómo el frente se transforma, de un escenario lejano, a asolarlo todo en derredor.
Los fascistas húngaros. Los nazis alemanes. El Ejército Rojo, ávido de venganza.
La primera violación. La segunda. La tercera…
Nadie compartirá su carga. Si es necesario volverán la cabeza, cubrirán sus ojos, sus oídos y su boca. No querrán saber nada.
Hay una escena que termina de derrumbarnos.
Tras conseguir llegar a Budapest y reencontrarse con su familia, comienzan a cenar y la madre pregunta si los rusos también han forzado a las mujeres de su ciudad natal. Ella asiente.
«Pero a ti no te llevaron, verdad?», continúa la conversación.
Le cuenta que sí, que a todas. ¿Por qué se había dejado? Porque la pegaban. ¿Fueron muchos? Llegó un momento en que no pudo contarlos.
La madre protesta: no debe hacer bromas tan pesadas, al final se lo van a creer. Solo es posible que se llevaran a las que eran unas putas, y su hija no es como ellas. «¡Di que no es verdad, dilo!».
No se me ocurre qué otros aspectos comentar sobre este libro.
Un puñetazo...
Números.
Números, números.
Números, números, números.
Desde cualquier dimensión que puedan abarcar mis ojos, arriba, abajo, a los lados, en diagonal…
Alfombras de números en movimiento.
Series sin fin, cubriendo todo el espacio y todo el tiempo.
Y yo sé que algo… algo… en algún sitio…
Yo sé que hay un error. Un número no es el correcto.
Pero, por mucho que busco, no soy capaz de encontrarlo.
Así que el universo está en un completo caos.
Porque yo no consigo encontrar el error.
Hasta que amanece.
De acuerdo, quizá sea la fiebre lo que me ha producido este sueño. Sería una explicación.
Pero si alguien quisiera echarle un buen vistazo al estado de las esferas de la existencia, vaya, pues…
A ver si al final resulta que hay un error de verdad.
Enero va transcurriendo y aún no he publicado ninguna entrada en el blog. ¿Me habré quedado sin palabras que expresar?
Vocalise, de Sergei Rachmaninov. Tampoco aquí hay palabras.
Como colofón del año tenemos hoy un librito, simpático en la forma, pero con carga de profundidad: Los papalagi. Discursos del jefe Tuiavii reunidos por Erich Scheurmann.
Los papalagi somos los «blancos extranjeros», aunque literalmente el término significa «quebrantador de los cielos».
A principios del siglo XX, en el auge del colonialismo, Samoa era territorio ambicionado por varias potencias occidentales. Así que enviaron a sus representantes para «civilizar» a los nativos.
Llevaron consigo grandes prodigios: barcos que dejaban atrás a las más veloces canoas, luz en medio de la noche, máquinas de todo tipo, el metal redondo, los muchos papeles, los palos que lanzan fuego…
Fue entonces cuando el jefe Tuiavii de Tiavea hizo a su vez un viaje a Europa, con ánimo de contar lo que aquí aprendiera a su pueblo.
Confiesa en sus notas que no siempre fue capaz de comprender nuestras costumbres. Para empezar, ¿por qué tenemos tantos tipos de taparrabos y esteras? ¿Por qué el ansia de cubrir los cuerpos? ¿Qué significa eso del «pecado»?
Llamaron también su atención las inmensas canastas de piedra que forman las ciudades, separadas unas de otras por grietas, bajo cielos de humo y cenizas. Y el hecho de que sus habitantes a menudo no conozcan ni el nombre de los vecinos.
Ah, los ojos de los papalagi delatan su gran amor: el dinero. En Siaminis lo llaman marco. En Fafali, franco. En Peletania, chelín, y en Italia, lira. Pero en todas partes es lo fundamental. Quizá solo el aire para respirar está —de momento— libre de su carga.
Los papalagi no cejan en su empeño de inventar objetos sin especial propósito ni belleza. Y las multitudes se vuelven locas por obtenerlos. Los ponen frente a ellos, los adoran y les cantan elogios.
Algo complicado de explicar es la falta de tiempo. Los papalagi dividen el día en horas, minutos y segundos, marcados por una especie de dedos que se mueven sobre una esfera. Perderlo les causa una angustia insoportable.
Las razones por las que unos papalagi son ricos y otros pobres, las profesiones, los locales de pseudovida, la enfermedad del pensamiento profundo o la oscuridad a la que quieren arrastrar a los samoanos, con la excusa de enseñarles las escrituras de su dios, son otros de los temas que se tratan en estos discursos.
Simplicísimos en su estructura y en sus palabras, casi infantiles. Y, sin embargo, en más de una ocasión he sacudido la cabeza a lo largo de su lectura, reconociendo el saber que en ellos se contiene.
Los papalagi no hemos cambiado. Seguimos aferrados a «necesidades» cuya obtención nos causa infelicidad y separación de la naturaleza.
Nada más. Con mis mejores deseos para el año nuevo…
Paz. Armonía. Lucidez.
La extensión habitual de las entradas en el blog debería multiplicarse hoy por dos.
Porque ese es el número de libros de William P. Guthrie que entran al tiempo en liza: Batallas de la Guerra de los Treinta Años (de la Montaña Blanca a Nördlingen, 1618-1635) y Batallas de la Guerra de los Treinta Años (de Wittstock a la Paz de Westfalia, 1636-1648).
Mi opinión, desde luego, es que ambos volúmenes han de citarse como referencia cuando se desea ahondar en ese periodo histórico. La aportación de Guthrie en cuanto a detalles, cifras y fuentes de consulta adicionales parece una labor de orfebrería, por lo minuciosa.
Lo cual no quiere decir que se limite a rellenar cuadros de efectivos, proporciones entre picas y mosquetes, bajas o banderas capturadas. En absoluto. Su narración de los choques que preludiaron el espantoso destino de Europa a lo largo de los siglos venideros no deja un momento de respiro.
Asistimos así, desde los éxitos de inicio imperiales e hispánicos, y cuáles fueron sus causas, a la posterior preponderancia sueca y francesa, también extensamente razonada.
Richelieu, Olivares, Gustavo Adolfo, Tilly, Wallenstein, Condé, Turena, nombres que se aprenden en el colegio, se unen a otros no tan mentados pero de relevancia en el resultado final del conflicto.
Sin dar tampoco de lado los aspectos económicos, religiosos, geográficos o de ambición pura y ciega de los gobernantes que ayudaron a prolongarlo.
En tantas ocasiones las victorias estuvieron en el alero de convertirse en derrotas y viceversa…
Hay un castillo a la vuelta de Transilvania que, por muchos pelotazos que le lancen, aguanta sin resquebrajarse.
Se alza entre montañas y precipicios, y a sus defensores, los más animosos del país, no les faltan arcabuces para repeler a cualquiera que se acerque.
Las municiones de los asaltantes se agotan y no llegan nuevas. Los soldados andan mustios. Algunos capitanes hablan de desistir del imposible empeño.
Entonces el maestre les recuerda que poca fama se gana en las cosas fáciles de acometer, y que miren la honra y reputación que hasta el momento han ganado en aquellas tierras, no las vayan a perder ahora.
Efectivamente, toman enardecidos la fortaleza. ¡España!, ¡España!, se oye gritar a los que entran.
Peripecias así abundan a lo largo de La expedición del maestre de campo Bernardo de Aldana a Hungría en 1548. Edición del códice V.II.3 de la Biblioteca de El Escorial al cuidado de Fernando Escribano Martín.
El origen de todo es que al Rey de Romanos se le sublevan unos caballeros principales y solicita ayuda al Emperador. En aquellos días andan los reinos de la zona manga por hombro.
Tras la batalla de Mohács, veintidós años atrás, el avance turco se asemeja imparable. Muerto sin herederos Luis II, su cuñado Fernando de Habsburgo reclama el trono magiar. Lo que queda, al menos.
Pero, en el entreacto, el conde Juan Zápolya se hace coronar con el apoyo de los nobles, de manera que el conflicto está servido.
Fernando, que había nacido en Alcalá de Henares como hermano de Carlos V (y que terminaría heredando la corona imperial a su abdicación), se ve agobiado y le pide asistencia. El Tercio de Nápoles, al mando de Bernardo de Aldana, se pone en camino.
Desde Viena a Budapest, pasando por Bratislava y otros topónimos reconocibles, la expedición cobra un papel decisivo en el equilibrio de fuerzas. Asedio tras asedio trabajan, según el cronista, «lo que no se puede creer».
Melchior Balax, el Bajo Matías, fray Jorge, el rey Joanes, Cazum Bajá, nombres propios que figuran en las enciclopedias, se juntan con Pedro Montañés, Diego Vélez de Mendoza, García Jiménez o sencillos soldados como Domingo Rubio o un tal Reynoso, los primeros en escalar los muros de Leva.
También aparece Juan Bautista Castaldo, el malo de la película, empeñado en perjudicar a Aldana, que al final consigue su prisión. Le acusa de la caída de Temesbar y Lipa ante la marea de Solimán el Magnífico. De hecho, los expertos consideran que este libro fue escrito para demostrar su inocencia en el juicio.
En fin, valiosa y disfrutable aportación para recuperar los olvidos de la historia.