No puedo imaginar, va más allá de cualquier entendimiento metafísico, que pueda existir otro placer en la vida mayor que escuchar la Liebestod del Tristán e Isolda de Wagner.
¡Vaya, menuda siesta! ¡Me he quedado frito y ya es 2014!
Con los párpados aún rebeldes a abrirse tras su larga hibernación, releo lo último que quedó registrado en esta bitácora, aquellas grandes esperanzas que depositaba en 2013.
¿Se habrán cumplido?
¡Uaaaaaaaaah! ¡El Real Madrid, campeón de liga! ¡Uaaaaaaaaah!
Debe de ser que sí, aunque también podría tratarse de los efectos secundarios de tantos derivados de la uva, la cebada, el trigo y demás plantitas que acostumbramos a libar a finales de diciembre.
Porque supongo que, en caso de que nos hubiera caído encima un meteorito como se vaticinaba, el dolor de cabeza sería aún más acusado.
Una vez alcanzada la convención sobre la fecha en que nos encontramos, ¿con qué podría continuar? Quizá la lista de deseos para este año sea una manera de romper el hielo.
Allá va: para alcanzar la felicidad en cuerpo y en espíritu me gustaría, me gustaría...
Pues sólo se me ocurren dos cosas, me conformo con poco.
Que el Real Madrid quede campeón de liga. O de copa, o de Europa, o… En fin, de algo, lo que sea.
Just imagine:
There is only one starry night left till the end of this world.
What would we do?
Some would be despairing, hopelessly.
Some would gather their riches and take them with them full of hope.
Some would pray to God in faith.
Some would enter the bacchanalia to pleasure themselves.
Some would spend the last intimate moment with their nearest and dearest love.
(…)
Y caí en la cuenta de que, efectivamente, a lo mejor mañana se acaba todo, como hay quienes andan pregonando.
A mí, la verdad, me pilla en mal momento. Mejor lo dejamos para otro día.
Pero, ¿qué haría en tal caso? ¿Desesperarme, juntar «mis riquezas», rezarle a algún dios, apuntarme a una bacanal?
En fin, si esto fuera la despedida, ha sido un placer. Y si no, un placer mayor.
Voy a apagar el ordenador, a ver si encuentro una bacanal de esas por algún sitio.
Porque, ya con tantas prisas, encontrar a my nearest and dearest love, pues…
Estos fueron los avatares de la construcción de la mezquita de Bibi Khanum, tal como me los relataron los sabios en Samarcanda.
Andaba una vez el emperador Tamerlán trabajando en lo suyo fuera de casa: unos pillajes, unos saqueos, unos incendios, unas cabezas cortadas… La rutina.
Mientras tanto, a Bibi Khanum, su mujer, se le ocurrió prepararle una sorpresa para la vuelta. Pensó: «Vamos a construirle una mezquita a lo grande. Pero grande, grande. La entrada la ponemos de treinta y tantos metros de alto, por lo menos. Que venga el arquitecto de la corte».
Así empezaron los trabajos, a mayor gloria y prez del ladrillo. Hasta que un día…
—Arquitecto, ¿esto va un poco lento, no? ¿Te falta argamasa, pintura, esclavos? ¿Qué necesitas?
—Un besito.
—¿Eh?
Ahí lo tenéis, el arquitecto había caído prendado de la sin par Bibi Khanum, y para concluir el encargo exigía darle un beso en la mejilla.
Mira que hay tíos lelos por el mundo. Pudiendo pedir amatistas, rubíes y topacios…
Claro, la emperatriz le contestó que como se enterase su marido del atrevimiento, le iba a hacer pupa.
Y el otro, dale que te pego con su ósculo. O beso, o paraba la obra.
Ella al fin cedió. Si nadie se enteraba…
Él acercó sus labios enfebrecidos.Mua.
Cuando los separó, a su majestad le había entrado un buen sofoco.
Es que Tamerlán no la besaba así. En lo de cortar cabezas sería un hacha, nunca mejor dicho, pero en lo de los cariñitos… El roce del arquitecto, que iba como una moto (o como un camello turbodiésel recalentado), le dejó una marca en la piel.
Entre nosotros, esta parte de la historia la escuché un poco escéptico. ¿No habría estado comiendo dátiles y tenía los labios pringosos?
Sea como sea, los dos quedaron más que contentos de la experiencia. La emperatriz le regaló un anillo a su admirador y este por su parte levantó lo que quedaba del edificio.
Por fin, el rey de reyes regresó de sus correrías.
—Hola, cariño. Te voy a enseñar lo que hemos hecho en tu ausencia.
«Ajá, hum, oooooh». De esta manera iba expresándose según cruzaba las estancias.
—En el centro podemos poner una fuente, aquí y allá plantamos árboles, en aquella esquina unas alfombras…
Fue entonces cuando Tamerlán reparó en la marca sobre la hermosa Bibi Khanum. Y se mosqueó.
—Por cierto, el que te hace la reverencia es el artista que lo ha diseñado. Salúdale.
El terror de las estepas se quedó mirando el anillo que el amigo no había dudado en lucir. Huyyyyyy, gato encerrado. Ese brillo de mala leche en su mirada...
El arquitecto, que lo notó, se puso a trabajar como un poseso en un medio de locomoción para tomar las de Villadiego antes de que la guardia timúrida llamase a la puerta. Toc, toc.
Cuando esta apareció, para tener unas palabritas de parte de su jefe, se fue volando. Literalmente.
Había fabricado unas alas gigantes y, agitándolas mucho, que le echaran un galgo. Dicen que su rastro se perdió en dirección a Isfahán.
¿Y qué ocurrió con Bibi Khanum? Dicen también que, para ponerla a prueba, su marido la ordenó que entrara en el palacio y volviera a salir con aquello que él más apreciase, lo más valioso del reino. Si acertaba, bien; si no…
La emperatriz, que era más lista que el hambre, se presentó ante él sin nada, monda y lironda. De donde se deducía que ella misma era el mayor tesoro.
Pues nada más. Que la mezquita está ahora un poco estropeda por dentro pero siendo una pasada. Colorín, colorado…
Escalofríos cuando recibo los tarjetones de invitación. Porque el enemigo jamás descansa. La sombra que siempre me acecha querrá encararse conmigo una vez más, exhalándome su aterrador aliento.
Según van avanzando las manecillas del reloj, los entrantes, la vichysoisse, el sorbete de limón, la carne o el pescado, la tarta, el café, me vuelvo más parco en la conversación con mis vecinos de mantel: «Sí, no, ajá, quizás, hum…».
Sólo levanto la copa de agua.
Necesito mantener mis sentidos alerta. Necesito buscar el mejor sitio para ocultarme. Detrás de aquella columna, entre las hojas de aquella planta tan frondosa, cerrando el pestillo en el cuarto de baño…
El momento que temo se va acercando. La gota de sudor frío se instala permanentemente en mi nuca.
El momento en que… ¡Oh, no, ya empiezan!
¡La gente sale a la pista!
Presa del pánico, olvido las precauciones con el licor que había tenido hasta entonces. ¡Rápido, camarero, tráigame cualquier cosa! En vaso largo, que pueda excusarme por estar ocupado sosteniéndolo. Ah, y con hielo: on the rocks, muchos, muchos rocks, que tarden en derretirse.
A pesar de ello, existe el riesgo de que alguien se acerque, llegue a atisbar mi presencia en el escondrijo elegido e insista en que abandone mi bucólica paz: «¿Pero qué haces ahí? Venga, a mover el esqueleto, ¡a bailar!».
Y yo, el color de la faz ascendiendo a los tonos más cálidos de la escala cromática, niego con la cabeza. Los nudillos se aferran con fuerza al cristal del vaso.
Los servidores del terror, el ejército oscuro, salen de todas partes. Me agarran del brazo, me empujan, pretenden arrastrarme sobre el entarimado, hacerme perder el sentido del equilibrio, de la dignidad y quién sabe qué otras maldades.
El pánico hace bombear mi sangre. Huyo, escapo perseguido por sus rítmicos pies, por la voracidad de los altavoces que retumban a mi alrededor, enloqueciéndome.
Como decían de la tónica, creo que a quien no le guste la ópera es porque la ha probado poco. Hay otros géneros, de acuerdo, y también otros estilos, y en todos pueden alcanzarse elevadas cumbres. Pero la ópera es a la música como la novela a la palabra escrita: la culminación.
Por eso, en una labor desinteresada, altruista, pensando en el bien de nuestros tataranietos, intentaré describir en sucesivas entradas algunos ejemplos de este arte tal como yo los siento. Hoy toca El oro del Rhin. ¡Heda, heda, hedo!
El oro del Rhin es el prólogo de la famosa Tetralogía de Richard Wagner. Richi, para los amigos (los deudores le llamaban de otra forma). El asunto comienza cuando un tipo renegrido, con muy mala baba e intenciones sospechosas (*) sale de una cueva y se acerca hasta el río. Allí se encuentra con unas chavalas que están para mojar pan, haciéndose aguadillas.
(*) Nota: por alguna extraña razón, la gente suele asociar la palabra «nibelungo» con un cachas nórdico de firmes pectorales, pantorrillas de gimnasio y rubia cabellera, cuando se trata de señores de escasa estatura que viven bajo tierra, se lavan poco y no se espulgan la barba. Espero haber contribuido a aclarar el error popular.
Pues el nibelungo este, que se llama Alberich, intenta hacerse amigo de alguna de las Hijas del Rhin. Pero amigo de los de roce. Woglinde, Wellgunde, Flosshilde, lo mismo le da. Y ellas, que tienen el listón bastante alto, le toman el pelo. Como consecuencia, Alberich pilla un monumental mosqueo hacia todo el sexo femenino.
Resulta que en el Rhin hay un tesoro, y su resplandor se vislumbra desde la superficie. Las ninfas guapetonas le cuentan al canijo que quien lo consiga será poderoso, el amo, el jefe, el number one, pero tiene un precio: deberá renunciar antes al amor. Alberich contesta que el amor es algo sobrevalorado y escapa al Nibelheim con el oro. Allí mandará forjar un anillo mágico.
En el cuadro segundo los dioses están a punto de recibir las llaves de su chalé, Villa Valhalla. Al frente tenemos a Wotan, que enarbola una lanza a modo de cetro, y a su esposa Fricka. El astuto Loge se ocupa del fuego, Donner de los truenos y relámpagos, Froh maneja el sol, y la dulce y delicada Freia cuida el jardín. Tarea importante, porque en él crecen las manzanas que mantienen a la familia eternamente lozana, sin cremas exfoliantes ni botox. No hay nada como un atracón de vitaminas.
Wotan es tuerto porque de joven cedió uno de sus ojos para arrancar una rama del fresno del mundo, con la que talló la lanza, y beber del manantial de la sabiduría. En tenaz lucha venció a la raza de los gigantes y sólo dos sobreviven, Fafner y Fasolt. Estos son los que ha contratado de albañiles, y si terminan la obra en plazo les concederá a Freia como recompensa. Trata de blancas, evidentemente. Aunque cree que, llegado el momento de sacar la chequera, podrá tentarles con alguna otra cosilla.
Haciendo otro inciso, lo de la sabiduría de Wotan es cuestionable. ¿Cómo pudo llegar a la poltrona de mandamás? Los gigantes lo que quieren es echarse novia y perpetuar la especie, y Freia les viene al pelo. Son brutos, pero no tontos.
Así que ambos aparecen a cobrar. Donner y Froh se oponen con vehemencia, y piden a Wotan que rompa el pacto. Pero la estabilidad del universo depende de que un dios cumpla con sus compromisos; si no, adónde iríamos a parar. Como mínimo, subiría la prima de riesgo.
Hasta que Loge propone un trueque: les habla de Alberich y el oro arrebatado. ¿Les interesaría quizás a los forzudos mejorar sus finanzas?
Mmmm, novia, cuenta bancaria..., novia, cuenta bancaria..., novia, cuenta bancaria... Vale, eligen cuenta bancaria, pero mientras tanto se llevan a Freia en prenda. Sin sus manzanas (y en esa época todavía no se ha inventado la sidra), los dioses se quedan mustios.
Llegamos al cuadro tercero. El comienzo mola un montón, cuando Wotan y Loge descienden al Nibelheim y se escuchan golpes de yunque al unísono: tan tarantan tarantantan tan tan... Richi estuvo fino ese día.
En las profundidades Alberich ha montado una dictadura, y obliga a sus congéneres a malear los metales preciosos a punta de látigo. Además del anillo, ha ordenado a su hermano Mime, el maestro herrero, que le fabrique un yelmo con el que puede convertirse en cualquier otro ser, así como volverse invisible y espiar lo que se habla a sus espaldas: el Tarnhelm.
Wotan se pone chulo. Que tú no sabes con quién estás hablando, que soy la autoridad, que trae para acá el anillo, que se va a montar una gorda, que bla, bla, bla… Sin resultado.
Loge, por su parte, se lo trabaja mejor: reta a Alberich a demostrar sus habilidades transformistas. La enorme serpiente que este elige es todo un logro, está conseguida, da mucho miedo, pero… ¿podría volverse algún bicho pequeño? Seguro que es más difícil.
El nibelungo (otro que anda ágil de entendederas) se convierte en sapo. Y Loge le captura.
Total, que para ganar su libertad no le queda más remedio que donar el anillo, junto con el resto de bienes gananciales, el yelmo y tal, a Wotan. No sin proferir una maldición: quien no lo posea lo deseará con ansia, y su dueño vivirá siempre con la angustia de que le sea arrebatado.
A la deidad suprema la baratija le gusta. Su color dorado hace juego con sus trenzas, y quiere conservarlo. Consulta a Erda, espíritu primordial de la naturaleza, pero lo que esta contesta va a misa: Cumple tu palabra a los gigantes. Mientras el anillo esté en tu mano, mal yuyu.
A regañadientes, Wotan accede. Freia vuelve a casa y el anillo se suma al pago del rescate. Fafner y Fasolt se fijan ambos en él y pelean por lucirlo. Fafner mata al otro gigante y se apodera de todo.
La escena final (hace un rato que habíamos puesto el pie en el cuadro cuarto) también es justamente famosa, de las que hacen que nos hierva la sangre.
Donner blande su martillo, convocando a los elementos, y Froh abre un arco iris. Loge murmura amargado que nadie le quiere, pese a ser el más guay del grupo, y que esa se la guarda. Las Hijas del Rhin lloran su pérdida y Wotan, haciendo caso omiso de los presagios, toma de la mano a Fricka para entrar en el Valhalla: ven, chata, que te voy a enseñar el jacuzzi. Trompas, trompetas, trombones y demás parafernalia les acompañan a todo decibelio.
Y de esta manera hemos pasado el rato. Entretenido, ¿verdad? Insisto, es que la ópera engancha. Ya vendrán luego las trotonas valquirias, Siegfried tocando el cuerno, y se desmoronará el tinglado en el ocaso. Pero esas son otras historias.