La estrella del norte de todo aficionado a la ópera, al canto, a la cuerda de tenor, de quienes nunca han amado tanto la vida.
Tosca, de Puccini. Aria de Cavaradossi.
Música, libros, fotos, historias, pensamientos, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
La estrella del norte de todo aficionado a la ópera, al canto, a la cuerda de tenor, de quienes nunca han amado tanto la vida.
Tosca, de Puccini. Aria de Cavaradossi.
Budapest, Budapest… La gran Plaza de los Héroes, el Parlamento, el Puente de las Cadenas, la Avenida Andrássy, el Bastión de los Pescadores, las olas rompiendo en la ensenada de Botafogo, el cerro Corcovado…
¿Cómo? ¿Que me he hecho un lío? No, de ninguna manera, estoy seguro. Budapest… ¿No se titula así una novela del cantautor brasileño Chico Buarque? Ya sabéis: O que será, que será, que andam suspirando pelas alcobas, que andam sussurrando em versos e trovas…
La figura central de sus páginas, José Costa, no consigue ser feliz. Se dedica a escribir por encargo de otras personas: discursos, artículos, libros que quizá se hagan famosos y en los que su nombre nunca aparecerá.
Llega tarde habitualmente a casa y, como consecuencia, su matrimonio con Vanda se resiente.
Tras asistir a una convención internacional de «autores anónimos», hace escala en Budapest, donde escucha por primera vez una lengua de sonido extraño: el húngaro.
De vuelta en Río de Janeiro, la rutina parece continuar. Pero solo «parece». Porque José Costa comienza a hablar en sueños, y no lo hace en su portugués materno.
No sabe por qué, es incomprensible, pero necesita ahondar en ese otro idioma que vive en su interior. Así que vuela de nuevo a la ciudad del Danubio, donde encuentra a Kriska. Ella será su profesora… y algo más.
Mientras tanto, Vanda progresa en su propia carrera. No se resigna a esperar llorosa, abrazada al pequeño hijo de ambos, el retorno de José.
Él lo abandona todo. Kósta Zsoze será su identidad magiar de ahora en adelante. Un nombre distinto para un hombre distinto. Aunque… quizá algún día haya de regresar a Brasil y se encuentre con ciertas consecuencias que ni mil vidas podrían hacer desaparecer.
Mi comentario es que se trata de una obra estupenda. Refleja con maestría cómo una personalidad salta fuera de sus goznes aunque crea conocerse a sí misma. De qué manera todo puede dar vueltas en la vida cuando menos nos lo esperamos.
Quizá el final resulte desconcertante, también es cierto, o al menos a mí me lo parece. Pero insisto: sus méritos están sobradamente en el lado bueno de la balanza.
¿Queréis saber de dónde viene el nombre de Akhtamar, una de las marcas de nicotina más populares de Armenia? Sí, ¿verdad? No os preocupéis, que os lo cuento.
Tamar era una lugareña que, como suele ocurrir en este tipo de historias, sólo puede ser descrita como auténtica belleza. Excelsa, sublime, la pera limonera. Y además simpática.
Tenía su morada en una isla, en medio del lago Sevan. Allí vivía feliz, entre guirnaldas de flores silvestres y melancólicos suspiros d’amour.
Porque el músculo cardíaco de Tamar golpeaba con fuerza los barrotes de su prisión. La hermosa bebía los vientos por…
Anda, pues no apunté cómo se llamaba el tipo. Para el caso, denominémosle «el Príncipe Azul».
El caso es que a los vecinos de Tamar no les caía bien este novio, porque venía de otro pueblo. Y cada noche se iban a dormir confiados en que la condición insular detendría el ardor de ambos jóvenes.
¡Ja! No contaban con que la fortuna favorece a los audaces, y la recompensa de besos, abrazos y demás arrumacos era para los dos irresistible.
Al caer el sol, las aguas circundantes se volvían turbias. Por ello, Tamar encendía un fanal en la ribera y su chico se lanzaba a nadar en pos de la luz. Brazada, brazada, brazada…
Vaya, tampoco pregunté por qué no se fabricó una barca con cuatro clavos o aunque fuera una tabla de surf, en vez de ponerse siempre en remojo. Estos armenios…
Retomando el hilo, todo fue bien durante un tiempo. Arrumacos, arrumacos, arrumacos…
Pero he aquí que, ooooooh, la fatalidad acabó cerniéndose sobre los amantes. Los vecinos descubrieron el pastel en el horno y, un crepúsculo sin luna, fueron a apagar la llama de la salvación.
¡Qué gentuza! El Príncipe Azul, ya puesto en camino, se encontró de repente sin faro. Y desesperado, a ciegas, sin poder adivinar hacia dónde dirigirse, se ahogó.
Sus últimas palabras, con voz tan potente para que todos pudieran escucharlas (y algún escribano trasladar al pergamino), fueron: «¡Akh, Tamar!». Lo que viene a significar «¡Ay, Tamar!». De esta manera, el nombre ganó la inmortalidad.
Hasta convertirse en reclamo de cigarrillos, no había más que un paso. ¿Y no es también una etiqueta de coñac, ahora que lo pienso? Ah, cómo tiran las cosas de l’amour…
El duduk es un instrumento de viento de madera de lengüeta doble, tradicional de Armenia y tierras limítrofes.
De la familia del oboe o el corno inglés, para que nos hagamos una idea.
Yo tengo uno y soy incapaz de sacarle un sonido que no merezca picota. Necesito un maestro.
De hecho, necesitaría al maestro de maestros, Djivan Gasparyan (y además un milagro, claro…).
Tengo una nueva compañera.
Sí, sí.
Ya hemos salido juntos alguna noche, para ir probando cómo nos acoplamos.
Y creo que nuestra relación va a resultar fructífera.
Hola, cariño. Digo, Nikon…
—Marquesa...
—¡Querido conde!
—En este vergel de hermosas flores, vos sois la rosa que...
—¡Pepeeeee! ¡Ponte más a la derecha!
—Qué galante, Nicolái Petróvich.
—Oh, Natalia Feodorovna, mi nombre en vuestros labios es como el rocío que...
—¡Pepeeeee! ¡Junto al chorrito de la fuente!
—Seguid, seguid.
—Em... el rocío que baña los prados del Elíseo cuando la divina Venus...
—¡Pepeeeee! Otra vez, que te has movido.
—Sois verdaderamente irresistible, conde, no os detengáis.
—La divina Venus suspira de envidia por vuestros ojos, vuestra nívea garganta, vuestro excelso talle, vuestro...
—¡Pepeeeee! Ahora hazme tú a mí otra
—¡Se acabó! Yo, así, no puedo.
—Pero, pero, ¿qué os ocurre?
—¿Dónde habré metido el rapé? Excusadme, marquesa, es que no consigo concentrarme. Llevamos aquí más de dos siglos y medio, y de un tiempo a esta parte, desde que todo el mundo entra al palacio con esos extraños objetos de retratar, esto es un suplicio.
—Ay, plebeyos...
—Marquesa...
—¿Conde?
—Estaba pensando...
—¿Sí?
—Dos siglos y medio...
—¿Sííí?
—Creo que vos y yo...
—¿Síííííí?
—Vos y yo...
—¿Sííííííííí?
—Ya va siendo hora de que...
—¿Síííííííííííí?
—Os lo ruego, esperadme esta noche junto al pabellón de la zarina.
—¿Sííííííííííííííí?
—Tantos años de fantasmas y aún no le hemos dado un buen susto al vigilante.
—Jijijijiji. ¿De los de gritar y ulular? Travieso...
Vamos a ver: aparte del vino, los acueductos, el alcantarillado o el orden público, ¿qué más nos han traído los romanos?
Si queremos reconstruir la historia de la toga y el faldellín desde una perspectiva amplia, sin limitarnos al relato chulesco del veni, vidi, vici, deberíamos dar voz también a sus adversarios. Saber quiénes eran, cómo vivían, cuáles fueron las consecuencias del choque…
¿Qué mejor para ello que seguir a la calabaza? O, lo que es lo mismo, preguntarle a una figura versada en el tema como la señora Cohen. ¡La mismísima madre de Brian!
En su vida civil, nacida como Terry Jones.
Miembro fundador de los Monty Python, Jones estudió en Cambridge (en el grupo había tres de Cambridge, dos de Oxford y uno que iba por libre: ¡disidente!). Credenciales de peso que lo ayudaron a convertirse en un respetado historiador.
Lo demuestra en este libro, escrito en colaboración con Alan Ereira: Roma y los bárbaros.
Ofrece en él noticia de los celtas, por ejemplo: navegantes, mercaderes, orfebres, campesinos... Construyeron una red de calzadas. Comerciaron entre Iberia e Irlanda. Sus escudos y carros fueron plagiados descaradamente por las legiones.
Entre los britanos, otro grupo con capítulo propio, la mujer tenía los mismos derechos que el hombre. Y eran más feroces en batalla, recordemos sin más a Boudica.
Ah, las tribus germánicas: gente campechana, con una idea de la guerra basada en la pura competición deportiva. Partidarios de la igualdad social, repartían las tierras rotatoriamente cada año.
No olvidemos a los dacios, reino próspero donde los haya a nivel técnico, artístico y filosófico. La columna de Trajano ilustra un triunfo más que trabajado sobre ellos.
Muchos más aparecen en estas páginas: sofisticados helenos, tolerantes persas, hábiles partos, incomprendidos vándalos, godos compasivos, alegres pastorcillos hunos, etc. Todos descritos con gran provecho para obtener esa imagen multifacética del mundo antiguo que señalaba hace unas líneas.
Así que os dejo, espero que entretenidos. Yo me voy a tomar algo con mi amigo Pijus Magnificus y su esposa. Ay, ¿cómo se llamaba? Era algo así como…
Nada más entrar en el local, nuestras miradas se cruzaron. Yo llevaba un esmoquin blanco y ella un vestido de noche, acariciado por la brisa.
Se acercó con pasos lentos, felinos, la melena negra cayendo como una cascada sobre su espalda.
Cuando llegó hasta mi mesa, el mundo quedó en suspenso. Las notas del piano y el bajo comenzaron a sonar.
Ella cantó. Sus labios cantaron sólo para mí.
¡Corten!
Pero, ¿pero cómo que corten? Si ya me había metido en el papel…
Que no, que no. Esto no está quedando realista. ¿Qué te crees, que es una de James Bond? Vamos a rodar otra vez la escena, a ver si ahora la cuentas mejor.
¡Acción!
Nada más empezar a cenar, se acercó taconeando con unas botarras que no pegaban ni con cola al clima tropical.
Ni tampoco la falda de cuero, ni los leggings, ni nada de lo que vestía con escaso gusto, francamente.
Cuando llegó hasta mi mesa, el tipo de los teclados y el del bajo, que por desgracia no andaban lejos, se pudieron a desafinar a más no poder.
A continuación, ella cantó, con voz de tiza puntiaguda arañando una pizarra y repitiendo unos estribillos inaguantables como cuarenta veces.
Que cantó, digo...
Vaya cenita me dio la tía.
Fue en la última Feria del Libro, mientras mis ojos escrutaban los títulos alineados dentro de la caseta húngara, cuando se detuvieron en Operación Noche y niebla, de Elisabeth Szel.
Por su envejecido aspecto, no debía de ser una edición reciente. Abrí un ejemplar y lo corroboré: medio siglo desde que salió de imprenta. Me dijeron que había sido la propia autora quien los trajo.
En su interior aparecía el subtítulo: El caso Wallenberg.
El caso Wallenberg... ¡Claro, ya me acuerdo! Raoul Wallenberg, el diplomático sueco que desapareció a finales de la Segunda Guerra Mundial.
Destinado en Budapest durante 1944, Wallenberg consiguió salvar a miles de personas perseguidas por los nazis y sus aliados locales del partido de los flechas.
Para ello utilizó todo tipo de métodos, desde concederles salvoconductos como ciudadanos de Suecia y refugiarlos en edificios «anejos» a la embajada, hasta sacarlos literalmente en su automóvil de las columnas de deportados hacia los campos de exterminio.
El misterio surgió cuando entraron las tropas soviéticas. La versión más extendida cuenta que nuestro hombre fue encerrado en la cárcel moscovita de Lubyanka. Pese a las posteriores indagaciones y presiones internacionales, nunca se volvió a saber de él.
Elisabeth Szel construye esta novela alrededor de su figura, en la que le muestra como «un héroe, generoso, romántico, audaz, increíble». Su oponente es el siniestro Adolph Eichmann, responsable de ejecutar la solución final en el país centroeuropeo.
Junto a ellos, muchos personajes reales, alemanes, suecos, húngaros, hoy anónimos o que figuran en los libros de historia.
La confrontación pasa por salones palaciegos, despachos de la Gestapo, cabarés regentados por agentes dobles, centros de detención de los flechas y las calles e incluso tejados de una ciudad cercana al paroxismo.
Ambos enemigos se conocen perfectamente e intentan adelantarse al próximo paso del otro, tal como demuestran en sus encuentros oficiales, cada vez más amenazantes.
Tensión que se mantiene hasta el 17 de enero de 1945, aquel último día.
Bien, aunque la escritura peque de candidez, sacrificando la profundidad psicológica en aras de la agilidad narrativa, el conjunto resulta interesante sobre todo por su valor testimonial. Personalmente recomiendo su lectura.
La de relatos así perdidos que habrá por el mundo, aguardando una pequeña resurrección en nuestras manos...
En su novela Intimidad, Hanif Kureishi viene a darle el milésimo repaso a ese tema tan sencillo y tan complicado de las relaciones de pareja.
Todo comienza, en palabras de Jay, el protagonista, «la noche más triste». Dentro de unas horas, cuando su esposa Susan vaya a trabajar, piensa abandonarla a ella y a los niños.
¿Se atreverá a hacerlo? ¿De qué manera siente él un matrimonio que para nadie más presenta síntomas de crisis? ¿Es que ya no se aman?
Las preguntas van sucediéndose. Recuerda, duda, razona, intenta justificarse a sí mismo, porque no está seguro de si las causas en realidad existen o es que simplemente todo en la vida ha de tener un comienzo y un final.
Con estos mimbres ya se anticipa cierta densidad en la trama, a riesgo de que a veces se convierta en un pequeño lío, con excesivos giros sobre las mismas ideas.
O quizá sea Kureishi quien busca ese efecto de forma premeditada, para trasladarnos la confusión que atormenta al personaje.
En cualquier caso, a mí me costó un poco zambullirme en ella, aunque reconozco que la obra tiene sus virtudes. De hecho, el librero me felicitó por haberla elegido cuando la compré.
Nada más por hoy.