Frisaba yo los dieciséis y claro, esa es una edad complicada. Quería saberlo todo de las cosas de la vida. Por eso frecuentaba ese lugar. En sus discretos salones, a salvo de escándalos, de mohines reprobatorios, cualquiera podía dar rienda suelta a sus fantasías adolescentes.
Sólo había que dirigirse a la amable encargada y escribirle una nota. Tras breve espera, en apenas unos minutos, ella volvía con sonrisa cómplice y el instrumento de placer solicitado. Y todo pagado por el ayuntamiento, aquello era jauja.
Definitivamente, tengo muy buenos recuerdos de la biblioteca pública.
Pues bien, hallábame un día refocilándome cuando un tipo vino a pararse a mi lado. Parecía uno más de nosotros, los habituales: gafas con el grosor reglamentario, hombros caídos, cierto desapego a las tendencias de la moda en el vestir... Sin embargo, lo que hizo a continuación fue tan sorprendente que nos dejó petrificados.
Hubo cabezas que se irguieron, hubo mandíbulas desencajadas, lecturae interruptae, en el culmen puede que incluso alguien ahogase un grito. Él, él... ¡habló en voz alta!
Sí, creedlo. Nadie se había atrevido a tanto desde que se levantaron los muros de aquella casa. ¿Alguien sabe quién fue Solón?, fueron sus insólitas palabras.
Parecía que el tiempo hubiese quedado en suspenso, ninguno de los presentes daba razón de vida. Hasta que, sobreponiéndome al shock, me enfrenté tímidamente al hereje: ¿Un legislador ateniense?
Un legislador ateniense... repitieron sus labios. De todas maneras —me apresuré a añadir—, mejor lo buscas en la enciclopedia. Y tracé un arco con la mano, mostrándole los tomos de la Británica que combaban los anaqueles a mi espalda. Edición de 1912, un tesoro.
Los tropecientos volúmenes, tan incitantes, tan seductores, estaban allí esperándole. ¿Qué ser humano con sangre en las venas habría podido resistirse a acariciar la suave piel de sus cubiertas? Y sin embargo...
Aún guardo memoria de sus lentes empañadas y su tez enrojecida. Consumido por la vergüenza, dio media vuelta y desapareció tras la puerta. No volvimos a saber de él.
Pobre muchacho, no se atrevió a dar el paso definitivo. Debía de ser su primera vez.
Karl Lejon tiene diez años y no va a cumplir más. La enfermedad le mantiene recluido en casa, donde le cuidan su madre y su hermano de trece, Jonatan. Echa de menos ir a la escuela.
El miedo se apodera de él cuando escucha una conversación en la que el médico anuncia su próximo fin. Pero Jonatan le tranquiliza: sólo va a alcanzar otra vida, en el lejano mundo de Nangijala, donde las limitaciones físicas no existen y reina la fantasía.
Karl abandona el temor. Su pena es ahora que pasará mucho tiempo antes de que Jonatan vaya a reunirse con él, ya de viejo. Ninguna aventura valdrá la pena si no pueden compartirla. Aunque quizá el reloj allí se mueva tan rápido que noventa años normales se conviertan en dos días...
De repente, un incendio destruye su hogar. El bravo hermano mayor salta por la ventana con él en brazos. Karl se salva. Será Jonatan quien primero vaya a Nangijala.
¿Y si ese lugar no fuera cierto? ¿Y si le hubieran mentido? La duda es muy fuerte, hasta que una paloma mensajera le trae palabras de calma: el otro lado es tal como Jonatan le había dicho. Al poco, ambos están juntos de nuevo.
Nangijala, tierra de magia, tierra para recorrerla cabalgando, para disfrutar de sus praderas, ríos, montes y valles. Tierra que Tengil, señor de las fuerzas del mal, desea sojuzgar con su ejército y su dragón Katla.
Pero algunos de sus habitantes, como Sofia, están dispuestos a luchar por la libertad y esperan a alguien que les ayude a enfrentarse al peligro.
Necesitan héroes. Necesitan a Los hermanos Corazón de León.
Que esta novela de Astrid Lindgren esté catalogada como literatura juvenil resulta algo discutible. Tener tan presente el tema de la muerte, incluso mostrándola en primer plano como parte natural de nuestro ciclo, no parece común en este género.
Por otro lado, como relato de aventuras es totalmente recomendable para cualquier edad. Encontramos algún eco de Tolkien o de Lewis, por supuesto, pero también sería posible identificar antiguas eddas y sagas escandinavas. Incluso la idea metafísica de la continua reencarnación.
Lealtad, solidaridad y esperanza se quedan así en nuestra retina como valores por los que guiarnos, al igual que sus protagonistas. Y, si algo malo nos sucediera, si llegado el momento tuviéramos que cerrar para siempre los ojos también en Nangijala... Más allá nos espera Nangilima.
Primera hora de la mañana. Monina, rasgos finísimos, palmito privilegiado, andares de alfombra roja, entra en el ascensor. Toda una reina.
El ascensor es un territorio donde se imponen las distancias cortas, la audacia, la osadía, donde toda decisión ha de tomarse en escasos segundos, entre que se abren y se cierran las puertas. Monina pulsa el botón del piso nueve.
Su regio brillo refulge en las metalizadas paredes mientras nos elevamos. ¿He dicho nos? Sí, hay un tercer jugador en escena: otro individuo ha entrado detrás de nosotros y su entusiasmo monárquico queda enseguida de manifiesto. Monina se dirige a él con una sonrisa:
—Ay, ayer no fui a la compra y hoy no me queda más remedio que comer cualquier sándwich de la máquina —y sus pestañas tintinean: clinc, clinc, clinc.
—¿Qué? Si yo he traído una cazuela entera de espaguetis. Para ti —le tiende una bolsa.
Pienso en las setas a la plancha que llevo en la tartera. ¿Seré capaz de cubrir el envite, de ver la apuesta? La duda nubla mis sentidos, que se lanzan a una competencia feroz entre ellos: estómago, corazón, cerebro..., estómago, corazón, cerebro... ¿Cuál será el vencedor?
—Y como vivimos en el mismo barrio, puedes venir a mi casa cuando quieras y llevarte lo que necesites.
Vaya, eso es un órdago de verdad; si cuela, sería una jugada maestra por su parte. Desconozco si yo también soy vecino de Monina, quizá podría ofrecerle ese tarro de garbanzos que guardo como reserva de emergencia en el congelador.
En esas, el ascensor decelera: alguien ha llegado a su destino. Anda, ¿soy yo? Qué mala suerte, no he tenido tiempo para nada. ¿Por qué habré pulsado el botón de la planta tres?
Bueno, da igual. Aquí, entre vosotros y yo, Monina no es mi tipo.
El compositor intenta crear. Quiere escribir una ópera. Miles de notas, miles de texturas, miles de líneas, armonías, instrumentos, mundos inabarcables de posibilidades sonoras entrecruzándose en su mente...
Su mujer aparece en la habitación, seguida de dos operarios de mudanzas. De entre los pájaros disecados que cubren la pared, va seleccionando aquellos que quiere llevarse. Le reprocha al compositor que sólo le importe su trabajo y le recuerda que, en tanto no se firme el acuerdo de divorcio, todo lo que él haga le pertenece también a ella.
Y cuando muera, se encargará de destruirlo. El mundo perderá la memoria de quién ha sido.
En el ordenador suena el aviso de un correo electrónico. Alguien desconocido envía al compositor una imagen de la misma partitura que acaba de anotar. Pero... ¿cómo es posible? Y a continuación de la misma, una página nueva. Una página en blanco.
Ni siquiera su mejor amigo, un experto informático, puede ofrecerle una explicación. Pero tiene que tranquilizarse, porque enseguida va a conocer a la protagonista de su ópera, una joven soprano que le ha sido impuesta por el director del teatro.
Ensayan. Ella lee, canta y no comprende. ¿Cuál es el problema?, pregunta él. ¿Qué simbolos son los que no entiende? No sé dónde está el alma de esta música, responde ella.
Él quiere volver a verla. Ella le promete que se encontrarán siempre que lo necesite.
Ha pasado un tiempo. En una especie de sótano, el director del teatro acude a su cita con la cantante: ¿por qué esa llamada tan urgente? Ella duda de poder continuar con su misión, el compositor se muestra cada vez más atraído.
¡Perfecto entonces! Todo transcurre como esperaban. Ella protesta, no quiere herirle así. Pero no es momento para dudas, necesitan que termine la ópera. El amigo del compositor se une a ambos. Y también su mujer. Trae a un periodista, muy interesado en formar parte de sus planes. De la conspiración...
Imágenes sacadas de un cuadro de El Bosco se ponen en movimiento. Pequeñas formas de pesadilla. Las palabras latinas del Apocalipsis resuenan, pronunciadas por múltiples voces. Primero desde arriba, más tarde desde la profundidad.
El compositor sigue recibiendo los correos anónimos. Nadie ha estado en su casa durante semanas, y sin embargo le envían exactamente aquello que acaba de escribir. Y siempre, acompañándolo, una página en blanco. Quizá haya dispositivos ocultos que le vigilan.
Su amigo le insta a utilizar un autómata, un robot. ¿Qué es lo que sabe hacer? No sólo las mismas cosas que podría hacer él mismo, sino... todo aquello que apenas puede soñar. Es un ser avanzado. Es perfecto. Es superior.
Avanza, avanza, avanza. La inspiración le desborda. Siente como nunca antes había sentido. La cantante, somnolienta, le pide que vuelva a la cama.
Se ha enamorado de ella.
Cuando la ópera está finalizada, todas las energías de su vida han confluido en ese punto. La ópera y ella son una misma cosa. Cuánta esperanza, cuánto futuro dentro de su habitación blanca.
En otro sótano, el compositor aparece sujeto a una extraña silla, con la cabeza vendada. El amigo, el director del teatro, su mujer, el periodista, se congratulan del resultado. Tienen la partitura en su poder. Es algo histórico.
En adelante tendrán acceso a la creatividad de los grandes genios... aunque su conciencia los haya abandonado.
Desde que el compositor sufrió el accidente y quedó en coma irreversible, ya no había esperanza. Pero con los neurotransmisores conectados a su cerebro, con el mundo de realidad virtual creado especialmente para él, y sobre todo con la motivación adecuada...
Porque es sabido que la fuerza más poderosa, la que es capaz de activar el pensamiento de una persona hasta sus niveles máximos, es el amor.
Todos felicitan a la joven y eminente doctora que ha sido la pieza clave en el proceso.
Lástima que el cuerpo del compositor ya no sea útil. Pasará a la sección de investigación.
Aunque ella no parece contenta. Desata las correas. La doctora. La cantante. La amada.
Los atados son ahora los demás, protagonistas de la ópera imaginada por el compositor. Vuelven a moverse las extrañas figuras de El Bosco. Vuelve a sonar el coro de voces del Apocalipsis.
No todos los días puede uno asistir al estreno de una ópera. En mi caso, ha sido La página en blanco, de la polifacética artista Pilar Jurado. Compositora, escritora del libreto, soprano... Una historia sorprendente. Una música de gran fuerza expresiva. Un privilegio haber estado allí.
Takiji Kobayashi fue un comunista convencido que murió por sus ideas, ya que le mató la policía secreta japonesa en 1933.
Y lo que hizo fue poner su talento narrativo al servicio de la causa. Para ello, escribió El pesquero.
Un barco dedicado a la captura y envasado de carne de cangrejo ha de navegar hacia el norte, donde la dureza de las condiciones laborales se cobra su tributo en la salud e incluso la vida de los marineros. Un destructor de la Marina Imperial vigila para que nada se salga de sus cauces.
Pero los hombres que aún no han caído, hombres sencillos que habían aceptado los riesgos por llevar el sustento a sus familias, empiezan a conspirar. Quizá no deberían pagar ese precio tan alto.
El posicionamiento del autor a la hora de transmitir simpatías y antipatías está claro. En esta novela hay trabajadores que desean abrazar su misma causa política y sólo necesitan guías que les muestren el camino. Otros temen arriesgar lo poco que tienen, de lo que se aprovechan patrones sin escrúpulos.
Y un poco más allá, figuras en la sombra mueven los hilos, convirtiendo el sudor y la sangre en su oro.
Sin embargo, no se trata de un panfleto. Nada de maniqueísmo. Buenos y malos son como los personajes de cualquier relato, y el conjunto es perfectamente creíble.
En resumen, un título cuyo retorno a la luz merece la pena.
La gota cae,
resbala,
encuentra el punto exacto,
se detiene.
Horada.
Sin oposición, sin resistencia.
La piel es demasiado débil.
La atraviesa.
Lenta.
Fría.
Increíblemente fría.
No existen palabras para describir su frialdad.
Se acerca.
Cada golpe que resuena contra el pecho
le va indicando el camino.
Y al final...
Alcanza su meta.
Sólo era cuestión de tiempo.
Fiesta para una mujer sola, de Ángel Vázquez, es una novela que no puede pasarse por alto. ¿Razones?
Primero, por méritos puramente literarios. Por su hábil estructura, su riqueza expresiva, sus diálogos, su capacidad para conseguir que el lector se sienta inmerso en los ambientes y en los estados de ánimo de los personajes.
Segundo, porque fue mal vista por la censura cuando se publicó en 1964 y, si no prohibida, al menos obstaculizada en un intento por desterrarla al olvido. Había algunos a quienes su canto a la libertad resultaba incómodo.
Paula está casada con Derrik, un inglés acomodado, pero únicamente por conveniencia social. A los cincuenta años, la monotonía la rodea en su presente, su pasado y su futuro. Sólo sobrevive organizando fiestas para invitados tan contenidos como ella misma.
Damián desea ver mundo y acepta un traslado laboral desde Madrid, donde vive con sus dos tías solteras. Mucho más joven que Paula, él desea sin embargo la soledad, algo difícil de conseguir cuando se es un hombre atractivo, un polo que atrae con fuerza a los demás a su alrededor.
El encuentro de ambos tiene lugar en Tánger. Javier, quien ya de adolescente había presentido que no era como los demás. Julieta Grisson, risueña dama anacrónica. Santi, el diplomático. Nadia e Irene, las amigas de Paula... Todos acompañarán a los protagonistas en un juego marcado por fronteras que saben que no deberían cruzar.
Insisto, hay que hacerle justicia al autor y leer este libro es un buen comienzo.