He cruzado el puente sobre la laguna, protegido por serpientes de siete cabezas. He franqueado la puerta de la muralla. El sudor que desciende por mi frente me obliga a entrecerrar los ojos y, sin embargo, necesito mantenerlos abiertos, muy abiertos.
Paso el dorso de la mano por la piel humedecida y sigo adelante. Porque está ahí, aguardándome, llenando a cada paso mi asombrada pupila.
Cada torre se alza como un milagro. Tallados en las galerías, miles de relieves relatan escenas más propias de dioses que de seres humanos.
En el Ramayana, Rama con su arco, secundado por Hanuman al frente del ejército de los monos, se opone a las huestes del demonio Ravana, que ha raptado a su esposa, la princesa Sita.
Mas allá, en la epopeya del Mahabharata, chocan los dos reinos de los Pandavas y los Kauravas, cuyas tropas avanzan desde direcciones opuestas.
Asciendo al siguiente nivel. Paseo por los patios, al pie de las elevaciones con forma de loto, una en cada esquina, rindiendo homenaje a su hermana principal en el centro.
Al principio era la morada de Vishnu, solo soberanos y altos sacerdotes tenían derecho a hollarla. Más tarde se cincelaron imágenes de Buda. Quiero verlas más de cerca, subo nuevamente por los empinados escalones y alcanzo la cima.
El olor a incienso es signo de que el templo se encuentra aún activo. Desde allí, en cualquier dirección, lo rodea el mar vegetal que lo ocultó durante centurias.
Son incontables los restos, algunos restaurados por los arqueólogos, otros preservados en el mismo estado en que se hallaron, con raíces y troncos de árboles que abrazan sus muros. Simbólicamente, sobre las mismas losas que piso nace un arbusto en flor.
Y deseo darle gracias a la vida por haber tenido la oportunidad de llegar a este lugar. Y en el momento de abandonarlo vuelvo de continuo la cabeza, como si al segundo siguiente el sol fuera a llevárselo en su carrera por alcanzar los límites del horizonte.
Es entonces cuando susurro su nombre, suavemente: Angkor Wat…