Aguzadas lanzas y broncíneos escudos se alinean hollando las arenas, hasta donde las naves han sido varadas. El carro de Apolo trae un nuevo día.
Los caudillos aqueos, procedentes de Beocia, la Fócide, el Ática, Arcadia, Lacedemonia, al frente de sus huestes, contemplan cómo la luz se refleja en las murallas.
Cada hombre es consciente de su propia respiración, de cada gota de sudor que corre por su piel. A lo lejos, sobre la torre principal, pueden distinguir a una figura que conoce sus hazañas. Aunque ninguna comparable a la que lleva sucediendo desde hace ya nueve años.
Ella. Solo puede ser ella, la hija de Zeus, deseada por los mortales. Ella, por quien han atravesado las profundas aguas, dejándolo todo atrás. Ella, la princesa cuyo nombre significa «hermosa como el sol».
Los héroes no apartan los ojos de su destino. Áyax, Odiseo, Diomedes…
Un destino frágil ahora que el Pélida Aquiles les ha abandonado, dominado por la ira tras las afrentas de Agamenón. Solo Calcas, el augur, murmura algo ininteligible.
Las puertas se abren al fin. Las atraviesa erguido Héctor, domador de caballos. Y Paris, y Eneas, y tras ellos muchos otros. En la llanura se despliegan los penachos de los defensores de Ilión.
Ahora sí, ahora el silencio se rompe con el grito de miles de gargantas al unísono, infundiéndose mutuamente coraje. Ambos ejércitos avanzan.
Por el honor, por la gloria, por los dioses.
Por ella.