viernes, 7 de marzo de 2025

Mujer con sombrero

Mujer con sombrero sobre un puente.

Ella aguarda sobre el estrecho puente.

La cobardía es asunto...

Aguarda como un verso de Silvio.

Con sus sandalias y su sombrero de verano.

Con su falda que se va haciendo sueño y su blusa de aire azul.

Yo también lo hago. Aguardo. Aguardo.

... de los hombres, no de los amantes...

Su puente y el que yo cruzo jamás se acercarán.

lunes, 3 de marzo de 2025

Un puñado de flechas

Clave de lectura: Arte, arte, arte… Y los misterios que lo rodean.
Valoración: Bueno ✮✮✮✮✩
Música: Cuadros de una exposición (La Gran Puerta de Kiev), de Modest Mussorgski (orq. Ravel) ♪♪♪
Portada del libro Un puñado de flechas, de María Gainza.

María Gainza señala que no tenía pensado dedicarse a la literatura de forma profesional. Pero, después de años escribiendo artículos sobre arte en revistas y suplementos culturales, «una serie de textos dispersos» se publicó de forma conjunta (debe de referirse a El nervio óptico) y el éxito llamó a la puerta: traducciones en más de quince idiomas.

En cuanto a la estructura, el título que comentamos hoy también podría definirse como «textos dispersos», con la particularidad de estar cosidos con hilos autobiográficos.

Un puñado de flechas hace referencia a una conversación que la narradora mantuvo con Francis Ford Coppola mientras se encontraba rodando una película en Buenos Aires, allá por 2008.

Era la una y media de la madrugada. Ella se caía de sueño. Su marido fumaba a la puerta del restaurante. La niña de tres meses de ambos dormía en una limusina, al cuidado de un guardaespaldas que parecía salido de El padrino. Según sus palabras, en ese momento Coppola:

—Vos sabés —dijo mirando hacia el escenario que había quedado vacío—, el artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas.
Parecía hablarle a un fantasma que estaba ahí y que yo no veía.
—Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo.
Hizo una pausa dramática como en el teatro y prendió su porro. Aspiró como si tragara una bocanada de aire fresco.
—También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Eso sería lo ideal, pero ya sabés que lo ideal es enemigo de lo bueno.

Después añadió, a la pregunta de si el artista no tiene control sobre sus propias flechas, que así es. Solo al final de una vida se puede evaluar la periodicidad de los lanzamientos.

Este libro nos habla del mundillo de los óleos, la acuarela o el cemento (no toda la escultura va a ser mármol), sin olvidar la fotografía. Ah, y desde el otro lado, el de los receptores de la creación, el mundillo del coleccionismo.

Se nota muchísimo la labor de crítica de la autora que, junto a figuras por todos conocidas, nos introduce (al menos a mí) en un novedoso circuito contemporáneo.

Hay robos de cuadros de Vermeer, Rembrandt, Degas... Y un detective con sombrero Derby, parche en el ojo y cara destruida por el cáncer que los busca.

Hay un Kuitka que el mismo pintor desea recuperar. Gainza sigue las pistas hasta Piriápolis.

Hay murales de Bodhi Wind en el desierto. En diez libretas enviadas por mensajero desde una misteriosa clínica, redactadas por una no menos misteriosa mano, se explica su origen y destino (con teleportaciones al estilo Vonnegut por medio).

Alberto Goldenstein no admite que le pregunten por el modelo de cámara con el que hace sus fotos. Apenas se trata de un «electrodoméstico». Lo que importa es bien diferente.

A los setenta y cinco años, Nicolás Rubió comienza a pintar el pueblo francés donde pasó la infancia como refugiado de la guerra civil española. A los ochenta y tres ha terminado más de setecientos lienzos, ninguno igual al anterior.

Juan Tessi aspira a una beca a pesar de tener ya una edad y una reputación. Las imágenes que presenta para examen se encuentran a kilómetros de distancia de las que le han procurado su nombre.

La escultora María Simón dicta unas memorias bohemias, algo no anticipado tras nacer en una familia acomodada, que no entendía de locuras.

Un Tiziano perdido se adora como un dios en un convento igual de perdido en Tzintzuntzan. Dos norteamericanos llegan al lugar, atraídos por la leyenda.

Y, en cuanto a los coleccionistas, aunque mantenga el anonimato de aquellos con quienes se entrevista, nos aclara que «no compran». «Adoptan». Existe cierta casa de paredes cubiertas de piso a techo…

Mencionaba al principio los hilos autobiográficos sobre los que descansa la obra. Desde luego, no dejan indiferente, aunque aclaro que la urdimbre me fue atrapando según avanzaba en la lectura. Sus primeros capítulos no llegaron a conseguirlo.

Por eso recomiendo que, si a alguien se le presentan las mismas dudas de inicio, mantenga sus ilusiones. En un rato podría asomar la recompensa.

Estampo mi exlibris: «bueno».