En la cresta de las águilas —o gallinero— me ajusto las gafas. Veo cómo Hans Sachs concede a Walther von Stolzing el título que lleva ansiando desde el primer acto. Los maestros cantores de Núremberg se aproximan a la escena final.
De repente, Walther rechaza la ceremonia y el zapatero le reconviene: «Honra a los maestros alemanes».
Y amplía la idea: «¡Estad prevenidos! ¡El peligro nos amenaza! Si alguna vez el pueblo y el imperio alemán cayeran bajo un falso dominio extranjero…».
Literalmente, deutsches Volk und Reich, eso es lo que canta el protagonista de la jornada. Luego nos aclara que se refiere al Sacro Imperio Romano Germánico, pero vamos… No me extraña que esta ópera la programaran con alegría ya nos imaginamos quiénes.
¿Por qué alguien puede creer que haber nacido a un lado u otro de un río, en las laderas de un monte o en el valle, en tal o cual continente, bajo el cielo donde alguna vez surgió un heroico general conquistador o un millón de heroicos conquistados le hace, no ya diferente, sino mejor que otros sin su «suerte»?
¿El arte alemán porque fue el hogar de Beethoven, por ejemplo? ¿Ese nieto de inmigrantes? ¿España porque Pelayo salvó a la cristiandad? ¿Era acaso Averroes una amenaza? ¿Cataluña porque el bando borbónico fabricó más pólvora que el austracista?
¿Para cuándo una convicción cosmopolita, que aparte de sí el ombligocentrismo, las lenguas-muro, el odio a la diversidad como cimiento del orgullo nacional…?
Que no mire si nuestra sangre viene de un fritz, un tommy, un gringo, un gabacho, un sudaca, un japo, un moro, un charnego…
¿Para cuándo?
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