Tempus fugit. El tiempo vuela.
Un tiempo peleado a mano desnuda, a rostro descubierto, vivido con nuestro mejor saber.
Un año más, caminamos sobre la Tierra. Sin guía. Frágiles y fuertes. Sin pausa.
En la única dirección posible.
Paz.
Música, libros, fotos, historias, pensamientos, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
Tempus fugit. El tiempo vuela.
Un tiempo peleado a mano desnuda, a rostro descubierto, vivido con nuestro mejor saber.
Un año más, caminamos sobre la Tierra. Sin guía. Frágiles y fuertes. Sin pausa.
En la única dirección posible.
Paz.
Inviernos de puestas de sol, de fuegos artificiales, de calles iluminadas con mil reflejos…
Pero ya no.
Ahora, una fotografía borrosa. Sombras informes. Siluetas que miran alrededor con sospecha.
Pasos de sonido sordo, perdiéndose en jirones de bruma que se adhieren monótonos a la piel.
Todo lo que no te dije es como un río. Como un manantial de sensaciones vitales.
Puedes alzar un puente sobre él y cruzarlo —leerlo— desde la segura distancia.
Contemplar de qué manera fluye, los dibujos que trazan sus corrientes, los remolinos que hace nacer cuando choca contra los pilares…
Pero no, es difícil permanecer alejado de las aguas que ofrece en su poemario Laura González Moliner. Quizá incluso imposible.
Mejor lanzarte de cabeza, sumergirte, bracear entre las palabras, dejarte envolver por pasiones, temores, soledades, anhelos, recuerdos, despedidas…
Y, a veces, dejarte envolver por el silencio que reina tras llegar —¿indemne?— al otro lado, intentando recuperar el aliento.
No te enamores de mí,
porque soy capaz de hacerte feliz y puede que no estés preparada.
Versos cortos. Versos largos. Prosas largas. Prosas cortas.
P. D.: Gracias a Ordenado y escondido por hacerme saber de este libro y del blog de su autora.
Cada 6 de diciembre publico unas líneas elogiando el espíritu constitucional, y este año lo voy a hacer a través de un libro: De la fruta madura a la manzana podrida. El laberinto de la Transición española.
Tom Burns Marañón conoció y trató a todos los personajes con algún papel en aquellos tiempos de incertidumbre. Muchos de ellos quizá olvidados para la historia popular, sin cuyos esfuerzos el consenso que desembocó en la aprobación de la Carta Magna hubiera sido imposible.
Hay unos antecedentes que él considera fundamentales, en comparación con las tensiones irresolubles en el advenimiento de la Segunda República. El más importante, la existencia de una clase media consolidada, amplia, con estabilidad económica y deseo de mantenerla.
Es decir, con siglo y medio de diferencia, en España se daba el escenario de las revoluciones burguesas europeas.
A partir de ahí, según se aproximaban los últimos días del dictador, entraron en liza diferentes grupos de presión: los irreductibles del 18 de julio, los monárquicos, los conservadores pragmáticos, los socialistas pragmáticos, los republicanistas, los irreductibles de la revolución de octubre...
Los protagonistas de la Transición no fueron los padres fundadores de la democracia en los Estados Unidos, pero consiguieron construir el mejor edificio constitucional de cuantos fueron levantados por próceres españoles en los últimos doscientos años. Su principal mérito fue haber absorbido las lecciones que imparten los fracasados intentos anteriores de crear una concordia. Solo con eso bastaba y sobraba. La Constitución de 1978 merece respeto, y su arquitectura solo la cuestiona el pensamiento desordenado.
El autor sigue la versión «clásica» de Juan Carlos I como impulsor del cambio. No se habría conformado con los apoyos heredados del régimen para alcanzar la jefatura del Estado, sino que buscó de forma proactiva a la oposición para convencerles de su objetivo rupturista.
Ahora bien, como contrapeso a ese Zeitgeist del gran acuerdo, expone que los detalles, la «letra pequeña», se dejaron muy descuidados. No se terminaron de desarrollar mecanismos institucionales que aseguraran la independencia del sistema frente al partidismo y la corrupción. Así, poco a poco, el «corazón de la manzana» se fue pudriendo.
Hasta llegar a donde hoy nos hallamos: odios, desafecciones, «rojos», «fachas»... ¿De vuelta a la casilla de salida?
Hay que leerlo. Y más importante aún: reaccionar antes de que sea tarde.
¡Viva la Constitución Española!
Adolfo Sánchez Vázquez fue un sabio: profesor, doctor Honoris causa, laureado, premiado y reconocido por numerosas autoridades civiles y académicas.
Adolfo Sánchez Vázquez fue muy de izquierdas: más marxista que Karl, Groucho, Harpo, Chico y Zeppo juntos.
Adolfo Sánchez Vázquez fue un filósofo. ¿Y a qué nos invita la filosofía? A pensar.
A reflexionar sobre diferentes propuestas y visiones del mundo y llegar a conclusiones que definan nuestro yo, nuestra existencia personal.
Hago este preámbulo porque Ética y política, el libro de hoy, sostiene puntos de vista que irritarán a los adoradores del pensamiento único.
Yo me siento de acuerdo con el maestro en varios de los temas pero alejado en otros, por ejemplo.
Los dos primeros capítulos exponen la tendencia contemporánea de derechas e izquierdas a amalgamarse en una suerte de pragmatismo, de política sin moral. Si resulta necesario, se cae en contradicciones flagrantes con tal de gobernar.
Sánchez reivindica la política en su significado originario, el de la participación de todos los miembros de la polis en las decisiones que afectan a la comunidad. Y lo ilustra argumentando contra Rawls, el teórico fundamental del utilitarismo.
Igualmente errónea sería la moral sin política, tanto en su raíz kantiana (lo que importa son las intenciones del individuo, en el santuario de su conciencia individual, y no los resultados) como en la «moral de los principios», donde estos devienen en dogmatismo y fanatismo.
En la tercera exposición, acerca del uso de la violencia en nombre de un supuesto bien, se pregunta si ese bien, entendido como fin, justifica los medios. ¿Sí? ¿No? ¿A veces? ¿Cómo se decide cuáles son esas veces?
Siendo indeseable, la violencia existe realmente y se justifica política y moralmente cuando se cierran las vías no-violentas, o cuando la renuncia a ella traería una violencia mayor.
La cuarta discute si los intelectuales han de bajar a la tierra desde sus constructos teóricos y comprometerse de forma coherente con lo que predican.
Ética y marxismo: esta charla seguro que levanta ampollas a ambos lados de la barrera. Tras declarar que el socialismo de corte soviético fue espurio, y que el compromiso acrítico de la intelectualidad de izquierda con un sistema «de dominación y explotación» contribuyó no poco al desencanto, nuestro hombre insiste en defender la vigencia de sus ideas de base: Karl, Karl…
Para ello glosa varios de los escritos del renano, deteniéndose en las Tesis sobre Feuerbach y especialmente en la número XI: «Los filósofos se han limitado hasta ahora a interpretar el mundo; de lo que se trata es de transformarlo». El concepto de praxis ocupa un lugar central en su propia obra.
Ya en la segunda parte del libro, nos ofrece varios discursos de aceptación de honores universitarios y algún artículo periodístico.
Destaca una interesantísima ponencia donde analiza si es lícito ponerle límites a un valor como la tolerancia, fuente de libertad, respeto mutuo, convivencia pacífica. ¿Existen circunstancias en las que deba negarse a sí misma para poder defenderse, paradójicamente, de la intolerancia?
En suma, y estas son mis palabras, no nos conformemos con el pensamiento único, con la autocomplacencia en la piscina de nuestras ideas. Aprendamos todo lo posible para reforzarlas, pero tambien para ponerlas a prueba. Solo así nos aproximaremos, aunque aún sea de lejos, a la verdad.
Nuestra historia de hoy se desarrolla en forma de cómic, escrito por Guillermo Corral y dibujado por Paco Roca.
Comienza en algún lugar del estrecho de Gibraltar, en 2007. Un barco fletado por Frank Stern, dueño de la empresa cazatesoros Ithaca, ha tenido un contacto de sonar: una posibilidad entre un millón.
Al tiempo, recién egresado de la Escuela Diplomática, Álex Ventura se incorpora a su destino como asesor en el Ministerio de Cultura en Madrid. El niño nuevo para redactar cartas de agradecimiento a embajadores y cosas así.
Un avión se arriesga a aterrizar en un aeropuerto de Florida, lleno de guardias armados, durante un huracán.
Stern intenta contratar como sea a Barlington & Cavendish, para neutralizar al abogado Gold.
Por fin se hace público: el mayor tesoro submarino de la historia se encuentra en poder de Ithaca. El tesoro del Cisne Negro.
Alertado desde Washington, Álex intenta averiguar quién se ocupa de temas como ese en Cultura. Quizá Elsa, perdida en un mar de archivos. ¿Será el pecio, ese supuesto Cisne Negro, en realidad un buque español? Y, en tal caso, ¿cuál?
A partir de entonces, las vidas de los protagonistas se encuentran inmersas en una carrera de fondo. Políticos, diplomáticos, historiadores, jueces, mercenarios, intereses cruzados entre un lado y otro del Atlántico...
—Entonces, señor Gold, usted nos recomienda descubrir de qué barco español se trata, ir a juicio y reclamar el tesoro.
—No va a ser una batalla fácil pero, si me permiten, esas son las únicas que merece la pena librar.
¿Por qué ciertos hombres trajeados de oscuro intentan que dejen de removerse las aguas?
¿Qué interés tienen en que aquel ataque británico por sorpresa a un convoy de fragatas, durante tiempos de paz, permanezca en el olvido?
Misterio, acción, tribunales, lucha sin cuartel con cualquier arma al alcance de la mano. Título muy gratificante, tanto en su valor gráfico como narrativo. Un comprensible éxito.
El nombre de Alexander Kuprin no resulta hoy en día popular, pese a que en vida gozó de cierto prestigio.
El estiércol, su título más destacado, es una novela dedicada a describir, sin medias tintas, el mundo de la prostitución.
En un barrio de la Rusia zarista se levantan varias de esas casas donde las clases sociales de sus visitantes se estratifican. La más chic es la de Trappel: tres rublos el servicio habitual y diez por toda la noche.
Le siguen en orden de prestigio los establecimientos de Sofia Vassiliovna y Anna Markovna, a dos rublos.
En este último, bajo la férula de la dueña encontramos a su marido Issai Savic, al portero Simeón, a las ecónomas Emma Eduardovna y Zossia, al pianista sin nombre, al viejo Vanyka, siempre correteando en busca de invitaciones a beber…
Y, por supuesto, a las chicas: Jenia, que guarda una gran rabia interior, Liubka, Nyura, Manyka Mayor, Manyka Pequeña, Zoia, Vierka, Sonka, la pacífica Tamara, antigua novicia en un convento…
Cada noche las visitan docenas de clientes, de todas las edades, gustos e intenciones. «Hermosos y simpáticos», tales son las palabras que escuchan de boca de las mujeres.
La historia propiamente dicha comienza cuando se presentan siete estudiantes, un profesor y un periodista que, tras una cena regada con alcohol, aún no tienen ganas de dormir.
Pero es necesario —observó Boris Sobachnikov— que haya algunas válvulas que sirvan de escape a la sensualidad general. Yo creo que esto es mucho mejor que valerse de los encantos de la sirvienta de casa o ponerle los cuernos a un amigo. ¿Acaso tengo yo la culpa de necesitar ahora una mujer, cueste lo que cueste?
A partir de ahí, la trama se desarrolla con abundantes ramificaciones, no menos numerosos personajes secundarios y un final nada feliz.
Desde luego se trata de una lectura cruda, que no teme denunciar la sordidez humana. Esa es su principal virtud.
Aunque tampoco alcanza la genialidad literaria, hay que decir. Aparte del estilo, un punto anticuado, sufre de capítulos que ralentizan el conjunto, su elevado número de figuras corales dificulta seguir el hilo y el tono moralista casi llega a agotar.
Unas cosas a cambio de las otras.
Al final del sendero…
Escalones ocultos. Acebo, helecho y roble.
Musgo, raíces, arrugas de la tierra.
Un regato que susurra, ansiando el abrazo del mar.
Juegos de luces, sonrisas del sol sobre mis ojos.
Respiro.
Lo empezó el Sargento, que distinguía muy bien entre los boludos y los vivos. Juntó al Turco, al primer Viterbo y a Rubione, y cavaron su refugio en el cerro, al margen de órdenes oficiales.
Después llegaron otros: el Viterbo nuevo, su primo el Gallo, el Ingeniero, Pipo Pescador, Luciani, Quiquito…
Todos ellos son Los pichiciegos, de Rodolfo Fogwill.
Fue un santiagueño quien contó a los demás sobre los pichiciegos. Tienen caparazón, hacen cuevas y andan de noche. Si lo das vuelta, se queda pataleando panza arriba. Su carne es como el pavo de blanca.
Al Sargento y al primer Viterbo los tiraron los de Marina, por no querer mostrar a la patrulla lo que llevaban en el jeep. Pero los Magos restantes tomaron el relevo.
Incluso llegan a acercarse al enemigo en pos de azúcar, chocolate, cigarrillos o pilas. Los ingleses, comprensivos, ponen un precio al trueque: que señalen en sus planos la disposición de minas, tanques de combustible, depósitos de municiones…
Adentro había un sistema de luces fluorescentes colgando de los techos de arcilla dura. Había mesas, radios, cablerío y mucha gente yendo y viniendo. Los que parecían oficiales usaban unos banquitos desplegables de cuero. Pasaban hombres con uniformes y prendedores con alitas: pilotos de helicópteros. Todos hablaban en inglés y los miraban a él y al Turco y reían.
O que coloquen en sus propias líneas unas extrañas cajitas camufladas que quizá atraigan los cohetes. Reservan una para el campamento de los de Marina.
En medio de la batalla, con explosiones alrededor para perder la cordura, su ejército son ellos mismos. Su patria, la Pichicera. No sienten otra lealtad.
Los pichiciegos es una novela de anticlímax, un lienzo tenebrista en el que sumergirnos.
La voz alucinada de soldados de reemplazo enviados a quedarse para siempre en una tierra remota del Atlántico Sur.
Las Malvinas.
La Guerra de Secesión Estadounidense ha tenido tantas puestas en escena cinematográficas, que raro es quien no conozca los choques más importantes, sus generales, y unas cuantas canciones del tipo When Johnny Comes Marching Home, Dixie o el Himno de Batalla de la República.
Ahora bien, ¿disponemos de una visión de conjunto? ¿Una donde la carga de Pickett, el combate naval entre el Monitor y el Merrimac o el oro confederado en una tumba sin nombre junto a la de Stanton disfruten de una lógica más compleja, con entorno y efectos definidos?
Es la visión que ofrece precisamente Norte contra Sur, de Jesús Hernández.
Primero, una panorámica en los órdenes social, económico y político justo antes de que sonaran los clarines. ¿Era el estallido inevitable? ¿Estaba Lincoln dispuesto a concesiones? ¿Era la esclavitud el punto de fricción más importante?
Segundo, lo cerca que se encontraron las tropas secesionistas de la victoria. Un éxito al límite en Gettysburg, y quizá las potencias europeas las hubieran reconocido diplomáticamente.
Tercero, por qué se recuperó la Unión a tiempo. Y por qué, a pesar de las increíbles bajas y el sufrimiento, se prolongaron las campañas aún durante años.
Grant está seguro de que el irreductible Lee volverá a intentar una jugada similar, por lo que decide insistir en la estategia de estirar la línea del frente lo más posible, esponjando así las líneas confederadas. La táctica consiste en amenazar el flanco sudista, con la vista puesta en la captura de la South Side Railroad, la única línea de suministros procedentes del oeste. El encargado de esa misión será el mayor general Philip Henry Sheridan.
También, qué queda aún del conflicto en el imaginario colectivo. El juramento a la bandera sigue proclamando, siglo y medio después, que la nación es indivisible.
En pocas palabras, una obra bien escrita, documentada y de amenidad lectora a toda prueba.
He tardado mucho en descubrir Cometas en el cielo. A cambio, la recompensa también ha sido grande.
Khaled Hosseini nos ofrece una novela donde cada aspecto —la estructura, el estilo, el ritmo narrativo, los personajes, el impacto de la historia— está trazado con mano maestra.
Se trata de un viaje existencial a través de la voz de Amir, el protagonista: su infancia en Kabul, el exilio y el retorno a la tierra donde nació. Algo ocurrió allí cuando tenía doce años y busca la redención.
En los viejos tiempos, antes de la invasión soviética, su padre poseía la casa más bonita de la ciudad. A pesar de la muerte de la madre, los días pasaban felices junto a su amigo Hassan, el hijo del criado.
Un hazara, despreciado por la etnia dominante de los pastunes, con talento para capturar cometas caídas.
Porque nada más importante para Amir que volar cometas, cortar los hilos de sus contrincantes, recuperar los despojos derrotados y coronarse como el campeón absoluto. Daría lo que fuera por el aplauso de su Baba.
También para el fiel Hassan. «Por ti lo haría mil veces más», son las palabras que resuenan constantemente en su cabeza.
Un par de manos de acero se cernieron sobre mi garganta al oír mencionar el nombre de Hassan. Bajé la ventanilla. Esperé a que las manos de acero disminuyeran la presión.
Ahora, en la nueva comodidad de San Francisco, donde ha encontrado el amor, una llamada de teléfono le recuerda que «hay una forma de volver a ser bueno».
Pero los talibanes ocupan inmisericordes el país. ¿Estará dispuesto a desvelar en su camino los secretos, aunque el precio sea su propia vida?
No creo que olvide este libro.
Los países suelen celebrar su día nacional con un desfile.
No tiene nada de raro. La historia del mundo es la historia de las guerras, la historia de los hombres y mujeres que las han luchado, que las han ganado, que las han perdido.
Erasmo dice que la naturaleza dio al ser humano «ojos amistosos, en los que se muestra el ánimo. Brazos en círculo, para abrazar. El sentido del beso, para que los ánimos se tocaran y se unieran. La risa, símbolo de alegría…».
Y el uso del lenguaje y de la razón, «que es sin duda la cosa más útil a la hora de ganarse y conservar la amistad, de manera que absolutamente nada se hiciera entre los hombres por medio de la fuerza».
Dice que hay una antítesis profunda entre humanitas y guerra.
Sin embargo, mantenemos una pugna inmemorial, que nunca termina: entre naciones, reinos, príncipes, ciudades, pueblos, familiares, entre hermanos, todos luchamos contra otros iguales a nosotros.
Habrá que concluir entonces que los seres humanos… no somos humanos.
O que Erasmo se equivocaba, claro.
Si nos acercamos a L’alma albentestate con un asomo de duda por no dominar el asturiano en que está escrita, dejemos esa duda atrás.
Las palabras de Marisa López Diz consiguen transformar el pretendido muro en una puerta.
Un dintel por el que asomarnos, entrar con sonrisa de amigos, invitados por versos cuyo misterio se convierte en irresistible atracción.
Aunque palabras como cairueta, xorrezer o nenyures nos resulten desconocidas, las entenderemos.
Porque la poesía es un abrazo.
El abrazo entre el mundo interior de quien la ofrece y el de quien la recibe.
Un acto de comunión, de sinceridad, un sentimiento puro.
Prendería los tos güeyos
con fueyes fresques d’abeduriu
y con rabiones de lluz
abriríate’l corazón
entregáu dafechu
a les tiniebles.
Gracias, poeta. En todas las lenguas del mundo, gracias.
Gracies.
No acabo de estar seguro de qué dios o diosa me mira con más simpatía, ¿Palas Atenea o Dionisos?
Que inauguren en Pimiango un lugar llamado La Librería, con señal de «taberna y libros perdidos», es como si el Olimpo abriera una pequeña sucursal terrena
Conciertos, exposiciones, charlas, conferencias, cervecitas, tablas de quesos, personas interesantes a quienes conocer…
Por aquí os espero.
Ah, no, no, no, no. No me miréis así. Este es mi rincón.
Pimiango tiene rincones. Los ogros tenemos capas y Pimiango tiene rincones. Está claro, ¿no? Y este es el mío.
¿Pero no estáis mejor en aquella otra esquina? O en el pajar de enfrente, para vivir vuestras aventuras.
Bueno, mirad, vamos a hacer una cosa: hoy os traigo un poco de leche y vale. Pero esta es mi ciénaga, digo, mi rincón. Donde me siento a leer. Mañana os vais y se acabó.
Que no me miréis, os digo que no…
Veintidós derrotas navales de los británicos es un buen ejemplo de desmontaje de mitos, en este caso la invencibilidad de Albión en los siete mares. Víctor San Juan ofrece un contenido muy atractivo para los amantes de los barquitos.
La sucesión de reveses comienza durante la guerra de los Cien Años, cuando la flota castellana, aliada del reino galo, le da un repaso a la inglesa en La Rochelle. No mucho después, los bajeles de Sánchez de Tovar están remando Támesis arriba hasta Gravesend.
De ahí saltamos a 1568 en Veracruz. También aprendemos sobre la Contraarmada, las Azores, Atacames, Cádiz o Santo Domingo.
La rivalidad angloholandesa del siglo siguiente se plasma en varios estropicios causados a su graciosa majestad por Tromp y de Ruyter.
No podían faltar los fracasos frente a la flota de Indias o ante Blas de Lezo en la Cartagena americana. Ni la retirada de Nelson en Tenerife, con un brazo de menos.
Con los buques invasores a sotavento ya de la elevada costa tinerfeña, el británico celebró consejo a bordo de su buque insignia para planificar el ataque, acompañado de sus ocho capitanes. Decidieron desembarcar, en plena noche, con 200 hombres de cada navío y 100 de cada fragata —unos 1100 en total— en las playas de Valle Seco, apoderándose de las fortificaciones del sector nordeste antes de la llegada del alba, cuando los navíos mayores se aproximarían a tierra intimando la rendición de los cercados.
Francia saborea la miel durante la Guerra de Independencia estadounidense, mientras teutones y japoneses echan su cuarto a espadas en los episodios finales.
Como decía, un libro ameno y desmitificador.
No es que las obras de Joseph Roth reflejen la vida en el Imperio Austrohúngaro. Es que son el Imperio Austrohúngaro. Contienen la metafísica de su existencia, la heterogeneidad absoluta de cada pedazo de tierra que lo conforma, su decadencia al mismo tiempo que su brillantez.
Las costuras descosidas de un mundo llevado a sus límites pero que se resiste a romperse.
En La marcha Radetzky, un joven teniente, descendiente de campesinos eslovenos, salva la vida del emperador durante la batalla de Solferino. El empujón y la bala que recibe en su lugar le valen el ascenso a capitán, la más alta condecoración y, sobre todo, el derecho a añadir un von a su apellido: Joseph Trotta von Sipolje.
Pero, por mucho que a partir de entonces se le abra cualquier puerta en las vastas posesiones de su majestad, siempre se sentirá ajeno a ellas. No entiende ni comparte la grandeza que le ha sido otorgada.
Su heredero Franz, por el contrario, sí es consciente de esa importancia. Ha nacido ya con ella. La benevolencia de palacio pronto le eleva a jefe de distrito en Moravia.
Los domingos, la banda militar le obsequia en la plaza, bajo su balcón. El papeleo oficial, los almuerzos, el casino… El orden social impera, a pesar de alguna huelga y algunos potenciales descontentos que quisieran estropearlo. Los gendarmes los pondrán en su sitio.
Aunque es el nieto del héroe, Carl Joseph, la figura central del relato. Lo son sus años en la academia de cadetes, los amores desgraciados, el juego, la bebida, las fiestas, los escándalos, las guarniciones de la frontera donde cada oficial es un inepto o un corrupto.
Si uno se situaba en el extremo norte de la ciudad, al final de la carretera, donde las casas se iban haciendo pequeñas hasta convertirse finalmente en chozas campesinas, en los días claros se podía distinguir, en la lejanía, la puerta negra y amarilla del cuartel, puesta allí como un poderoso escudo de los Habsburgo frente a la ciudad, simbolizando, a la vez, amenaza y protección.
Y el emperador Francisco José, omnipresente, perenne desde su trono de Schönbrunn, continúa guiando a sus súbditos tras el emblema del águila bicéfala.
Un clásico de todos los tiempos.
Griet comienza a servir en casa de Vermeer. Lava, cose, friega, va al mercado…
Lo que hacen las criadas. Lo que siempre han hecho.
Tanneke, Catharina, Maria Thins, Cornelia y su hermano y hermanas, Pieter, van Ruijven, van Leeuwenhoek, se mueven junto a ella.
La norma más importante de sus tareas es que no debe alterar el lugar exacto en que encuentra los objetos mientras limpia el estudio del señor. Un lugar casi prohibido para los demás miembros de la familia.
Pero sabe que todo ha de cambiar con el tiempo, igual que los rayos de luz capturados en una pintura. Por la mañana el mundo que reflejan es uno, y por la tarde…
Hay emociones ocultas que comienzan a cobrar sentido.
Yo miré hacia el gris invernal al otro lado de la ventana y, recordando cuando había posado en lugar de la hija del panadero, no intenté ver nada en especial, sino dejar que mis pensamientos se acallaran. No era cosa fácil, porque estaba pensando en él y en que estaba sentada frente a él.
Por eso, según avanzamos en la lectura de La joven de la perla, el lienzo escrito por Tracy Chevalier se llena con más y más vida. Con vida y belleza.
Como la joya del retrato.
El mundo que Jones creó es una novela primeriza de Philip K. Dick. Si la comparamos con títulos posteriores, se nota que las hechuras están aún algo verdes.
Pero tiene una imaginación tan desbordante...
En un planeta de posguerra, que gobierna el Fedgov sobre principios relativistas, un grupo de personas habita en un refugio construido especialmente para ellos: limo, géiseres, atmósfera saturada de amoníaco, temperatura ambiente entre 37 y 38 grados… Apenas sobrevivirían fuera de sus paredes, pese a que son «libres» de salir si así lo desean.
En el exterior han empezado a aterrizar unas criaturas con aspecto de ameba, los derivos. Dicen que son organismos alienígenas que vagan sin rumbo por el espacio. ¿Inofensivos?
Y, por supuesto, está Jones. Personaje salido literalmente de una feria, con la capacidad de conocer el futuro con un año de antelación. Que ha organizado su propia iglesia y cuyos adeptos se multiplican. Un dolor de muelas para las autoridades, encarnadas por el agente del servicio secreto Cussick.
Instantes después, se elevaba por encima de la oscura ciudad sin conocer su destino. A su derecha, uno de los policías había caído en un estado de plácido adormecimiento, con el arma descansando en su regazo. La aeronave estaba en piloto automático, y los otros dos policías empezaron a jugar a las cartas. Cussick se acomodó y se preparó para un largo viaje.
Vehículos sin conductor. Videoteléfonos. Cantantes famosos ya fallecidos y sustituidos en los escenarios por réplicas robóticas exactas. Una novela escrita en… 1954.
Toda una promesa. Toda una realidad.
¿Solo tenemos uno? ¿Un único Día Mundial del Medio Ambiente?
Pongámosle entonces música: la de George Fenton para esa maravilla filmada que se titula Planeta Azul.
Hablemos de economía. Una «ciencia» que parece moverse siempre entre meandros especulativos.
Una selva umbría, pantanosa, donde la luz se queda en las copas más altas y los senderos seguros son difíciles de encontrar.
Según quien cuente la historia, la misma medida tendrá unos efectos o no. O estos serán positivos o negativos.
Si bajamos los impuestos ocurrirán tales cosas, si subimos el salario mínimo tales otras. Si quitamos aranceles… ¡Qué dices! ¡Es al revés!
Pues bien, aquí tenemos un libro moderno del ramo: Buena economía para tiempos difíciles, de Abhijit V. Banerjee y Esther Duflo. Pareja de Premios Nobel y Premio Princesa de Asturias para ella de propina.
En esta obra intentan explicar las diferencias entre el pensamiento polarizado, cerradamente ideológico, y el abierto a la experimentación.
Tampoco olvidan la autocrítica, la tendencia de los economistas mediáticos a la arrogancia, a hacer afirmaciones y —malas— predicciones con autoridad, entrando en el juego de los mensajes simplificados que quiere escuchar mucha gente.
Pero los economistas no son los únicos que se equivocan. Todo el mundo comete errores. Sin embargo, lo peligroso no es equivocarse, sino estar tan enamorado de las ideas propias como para impedir que los hechos se interpongan. Para hacer progresos, tenemos que volver constantemente a los hechos, reconocer nuestros errores y continuar.
Comienzan describiendo el mundo contemporáneo como un lugar en el que «el debate público entre la izquierda y la derecha se ha vuelto cada vez más un ruidoso intercambio de insultos».
Donde la labor de los científicos sociales consiste en «proporcionar hechos e interpretaciones de hechos con la esperanza de que puedan ayudar a mediar en esas divisiones, a que cada bando entienda lo que dice el otro, y de este modo llegar a un desacuerdo razonado, si no a un consenso».
Con tal objetivo, a lo largo de cada capítulo analizan temas del más alto interés: la inmigración, el comercio global, las creencias versus las preferencias, el significado del crecimiento, el cambio climático, el empleo en la edad de la tecnología, la distribución de la riqueza, el Gobierno, la renta básica universal…
Y lo hacen con imaginativos ejemplos que incentivan a dejar atrás prejuicios, a «resistir la seducción de lo obvio, ser escépticos con los milagros prometidos, cuestionar las evidencias, ser pacientes con la complejidad y honestos acerca de lo que sabemos y de lo que podemos saber».
Ojalá lo disfrutéis tanto como lo he hecho yo.
Una calle del centro. Casetas con estandartes a ambos lados, una junto a otra.
Azul claro y azul oscuro. Rojo, amarillo y verde.
Estrellas, corazones, hojas, manzanas…
Hay gente que se para y comenta. No se oyen gritos.
Un momento, a lo mejor he hablado demasiado pronto. ¿Qué suena un poco más adelante? ¿Qué es, qué es? ¿Bronca?
Ah, no, son los trombones de una big band que ha empezado a tocar.
Pues parece agradable celebrar elecciones en Trondheim.
La leoparda se agazapa en la oscuridad.
En los bancales del río reptan monstruos. Un solo descuido por su parte, un crujir aterrador de mandíbulas, y sería ella quien se convirtiera en cena.
Ah, gacelas entre el follaje.
Centímetro a centímetro, paciente, implacable. Cada vez más cerca…
En un momento, todo ha terminado. El olor a sangre se esparce por la sabana.
La hiena surge de repente, a la carrera, y es el doble de grande. El doble de fuerte. Reclama para sí el trofeo.
Un mundo de depredadores, de carroñeros, de víctimas…
Elecciones y política moderna.
Otra de mis bandas sonoras favoritas, que acompaña las imágenes de una gran película.
La compuesta por Gabriel Yared para El paciente inglés.
Cuando leo las noticias sobre el golpe de Estado en Birmania, con cientos de vidas segadas por las balas, me pregunto si alguna de las víctimas estuvo a unos metros de mí, si me sonrió o me miró con los ojos llenos de asombro cuando alcé mi cámara.
Los porteadores en los muelles de Rangún, las vendedoras de los mercados a la ribera del lago Inle, los monjes mendicantes de Amarapura, las niñas de elaboradas tanakas en sus mejillas, junto al palacio de Mandalay…
Nuestro inmenso, nuestro maravilloso, nuestro desolador mundo.
Michael Alpert es el autor de La Guerra Civil Española en el mar, que hace años me gustó bastante. De manera que ahora me he acercado con optimismo a su último título: La Guerra Civil en el aire.
Mi impresión es otra vez positiva, en términos generales. Se trata de una monografía muy interesante sobre la actividad aérea durante la gran desgracia, con énfasis en la participación de alemanes, italianos y soviéticos.
Detalla por qué los aparatos y sus tripulaciones se erigieron a menudo en protagonistas, con influencia directa sobre el resultado del conflicto.
Los Junker permitieron el transporte de tropas para tomar Sevilla, los Chatos y Moscas aseguraron la defensa de Madrid, los Chirris dominaron los cielos de grandes batallas, los Messerschmitt, Heinkel o Stukas se midieron con los Katiuskas y Natachas…
Desde los días iniciales de la rebelión, con modelos y tácticas heredados de la Primera Guerra Mundial, el uso de esta arma cambió a pasos gigantescos, anticipando lo que en breve se convertiría en la «guerra moderna». Cada bando sacó sus propias conclusiones al respecto.
La aviación alemana estudió el bombardeo estratégico contra puertos, ciudades y fábricas, y sobre todo la técnica de apoyo de proximidad a la vanguardia durante el avance de las tropas de infantería. Los alemanes aprendieron lo vulnerables que eran las tropas terrestres y sus transportes a los ataques aéreos, y lo importante que era la artillería cuando se combinaba con el dominio del aire.
Su debilidad, y por eso añado la coletilla «en términos generales», es que lo encuentro un poco por debajo de la obra dedicada al mar.
Menos detallado, con repeticiones, obviando ciertos hechos, dejando sin aclarar otros, con un tonillo condescendiente común en algunos hispanistas foráneos… Detalles así.
Entre las virtudes que aprecio en la escritura de David Pérez Vega —novela, poesía, cuentos, blog—, hay una que me resulta particularmente interesante.
Su carácter «inmersivo».
Consigue que el lector se introduzca en sus historias. Que comparta las vivencias de los personajes, sus diálogos, sus pensamientos, sus dudas, sus sueños no alcanzados…
Como si pudiéramos romper la cuarta pared del papel.
En Los insignes, al trasluz del tono irónico, hay mucho precisamente de sueños que quedan en el camino.
El protagonista, lo que quería en la vida era convertirse en poeta. Que el mundo conociera sus versos, surgidos desde el corazón de Móstoles.
Y acaba como inspector de Hacienda.
Con menos pelo del aconsejable, más dioptrías y escasa capacidad de atraer a las musas de carne y hueso que se van cruzando con él. Ni con metáforas ni con anáforas.
Así que no aguanta más. Necesita desahogarse, confiar a alguien los sinsabores que le han atormentado en el intento de publicar su obra.
Cuando un estudiante de español le contacta en la red, recabando su opinión sobre un poemario propio, por fin cree haber encontrado a la persona adecuada. Aquel que le entenderá.
Con la curiosidad de que el confidente se llama Kim Jong-un y reside en Corea del Norte. Es el autor de Mi padre, el amado Líder Supremo.
Bueno, ¿ocurre algo? Te veo un poco agitado, Kim Jong-un. ¿Es por el bramido de esas trompetas que he oído en la lejanía? ¿Te reclaman? Que no te dé vergüenza: si te tienes que ir me lo dices y ya está. Muy bien, mañana nos conectamos entonces a la misma hora. Hasta mañana, querido Líder, querido amigo.
Premios, becas, suplementos del periódico… Para divertirse y de paso conocer el funcionamiento en la sombra del mundillo cultural patrio, léase sin falta este libro.
El hombre y la Tierra…
El concierto para piano, los conciertos para guitarra, Alba de soledades, la música instrumental, las canciones, la preciosa banda sonora de Monsignor Quixote...
El Cuarteto para el nuevo milenio...
(En recuerdo de Antón García Abril).
Joan Chamorro al contrabajo. Andrea Motis, voz.
El título de la canción nos acaricia los oídos: Hallelujah.
Surge de repente por la bocacalle. Su mirada se dirige hacia el suelo.
Rodea su cabeza una correa de cuerda. Arquea su espalda una inmensa cesta.
Llena hasta el borde de piedras.
Nuestro mundo busca la felicidad por vías de lo más insospechadas.
Los automóbiles, los pasteles, la cerveza…
El amor, la playa, los refrescos de cola…
El rock, los cigarrillos, las rubias de falda corta encima de poderosas máquinas…
Su música: muchas veces, una mano en el hombro.
El antídoto para el odio y también para la amargura.
(En recuerdo de Chick Corea).
Resulta difícil enclaustrar detrás de etiquetas y clasificaciones la música de Ara Malikian para su estupendo último álbum, Royal Garage.
Y del todo innecesario.
En el conjunto de la obra de Joseph Roth, Las ciudades blancas es un libro pequeño tanto por su brevedad como por su importancia relativa. Habría de tardar muchas décadas en ser publicado tras su gestación.
Después de la Gran Guerra, el autor viaja a la Provenza. Huye de un mundo gris y devastado. Quiere conocer Lyon, Vienne, Tournon, Aviñón, Les Baux, Nimes…
Entra en ellas y recorre sus calles, sus plazas, sus monumentos. Observa a quienes las habitan. Camina por el tiempo, por el presente y el pasado.
Y escribe. Escribe…
Lo que ve y lo que siente.
Las voces de los antiguos romanos, las canciones de los trovadores medievales, la poesía de Mistral…
En general, aquí no resulta difícil amar. El amor se coge al borde del camino. Crece en abundancia como los frutos más exquisitos. La tierra está llena de jugo y de energía. El arbusto los alimenta a todos. Se puede dormir al raso. ¿Aunque alguien quizá anhele un techo? Todo el mundo tiene el sol. ¿Aunque alguien quizá llore por un poco de sombra?
Ecos que aún resuenan en lugares donde «cada persona, joven o vieja, lleva cinco razas en su sangre, y cada individuo es un mundo de cinco continentes». Donde «todos entienden a todos y la comunidad es libre, no obliga a nadie a adoptar una postura determinada».
Y gracias a un libro tan pequeño, nuestra ilusión se hace un poco más grande.
¿Música para el día 21 del año 21 del siglo 21?
Sí, claro, el Concierto para piano nº 21 de Mozart.
Charlando en cierta ocasión con alguien de planteamientos políticos muy alejados de los míos, me hizo una curiosa pregunta.
«¿Qué entiendes por democracia?».
Me quedé chocado. ¿Acaso podía ser democracia una palabra polisémica, como cubo, hoja o pico?
En aquel momento contesté con una retahíla de características: reglas de participación, derechos, instituciones, responsabilidades… Todo lo que tendría cabida en un manual de teoría del Estado.
Pero creo que no di en el clavo.
Porque una cosa son las cualidades y otra la esencia.
La democracia es, ante todo, una convicción espiritual. Una fe, si se quiere.
Un «algo» casi tan inclasificable como la amistad o el amor.
Un deseo por el bien común, con sacrificio voluntario de parte del bien personal.
Y diferente a la dictadura de los votos, dicho sea de paso.
Cuando el bien común se convierte en una frase de boquilla, un eslogan, cuando nos aprovechamos del sistema para favorecer intereses espurios, cuando hacemos aspavientos en nombre del progreso, la libertad, la patria o cualquier otro seudovalor para camuflar un simple y llano «ahora mando yo, os vais a enterar»…
Se acaba asaltando el Capitolio y lo que haga falta.
¿Qué mensaje me gustaría escribir hoy, en la primera entrada del año?
Algo que simbolizara la idea de un nuevo comienzo.
Quizá baste con una imagen. Una sencilla: la puerta de cierta cafetería frente a la que pasé una vez.
2021 ante nosotros…