Charlando en cierta ocasión con alguien de planteamientos políticos muy alejados de los míos, me hizo una curiosa pregunta.
«¿Qué entiendes por democracia?».
Me quedé chocado. ¿Acaso podía ser democracia una palabra polisémica, como cubo, hoja o pico?
En aquel momento contesté con una retahíla de características: reglas de participación, derechos, instituciones, responsabilidades… Todo lo que tendría cabida en un manual de teoría del Estado.
Pero creo que no di en el clavo.
Porque una cosa son las cualidades y otra la esencia.
La democracia es, ante todo, una convicción espiritual. Una fe, si se quiere.
Un «algo» casi tan inclasificable como la amistad o el amor.
Un deseo por el bien común, con sacrificio voluntario de parte del bien personal.
Y diferente a la dictadura de los votos, dicho sea de paso.
Cuando el bien común se convierte en una frase de boquilla, un eslogan, cuando nos aprovechamos del sistema para favorecer intereses espurios, cuando hacemos aspavientos en nombre del progreso, la libertad, la patria o cualquier otro seudovalor para camuflar un simple y llano «ahora mando yo, os vais a enterar»…
Se acaba asaltando el Capitolio y lo que haga falta.
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