Corre el año 2381 en la «mónada urbana» número 116, un rascacielos con 881.115 habitantes.
Hace tiempo que los problemas alimentarios terrestres han sido resueltos aprovechando cada centímetro de suelo para el cultivo, de manera que las ciudades se construyen hacia arriba. Y la natalidad se promueve activamente.
El sociólogo Charles Mattern, con la secreta vergüenza de que su mujer Principessa no haya aportado más que cuatro vástagos a ese crecimiento, es el encargado de explicarle las bondades del entorno a Nicanor Gortman, visitante de una colonia de Venus.
Así comienza El mundo interior, de Robert Silverberg.
Las mónadas resultan autosuficientes, ya que toda actividad tras sus muros se basa en el reprocesado de los desechos. Y la gente es feliz porque, como principio básico de convivencia, no existe la intimidad.
En efecto, ¿cuál podía ser la mayor causa de frustraciones en las sociedades del pasado? Envidiar al vecino. Envidiar lo que los otros tuvieran o hicieran, desde los bienes materiales hasta los encuentros tête à tête. Solución: ahora todo es visto y compartido por todos. En el sentido más amplio.
Y aunque también es cierto que algunos inadaptados, los neuros, se niegan a sentirse dichosos bajo las reglas, con tirarlos a las tolvas ya está. Más reciclaje.
Entonces, ¿por qué los acontecimientos parecen abrir fisuras en la perfección del sistema? ¿No habíamos quedado en que los neuros son solo neuros?
Buena novela, sí señor.