Nuestro mundo se humilla, obedece las órdenes de muchos dioses.
Los hay de oro.
Los hay de piedra.
Algunos de papel.
De carne y hueso…
No le importamos a ninguno de ellos.
Música, libros, fotos, historias, pensamientos, ficciones, viajes y qué sé yo cuántas cosas más...
Nuestro mundo se humilla, obedece las órdenes de muchos dioses.
Los hay de oro.
Los hay de piedra.
Algunos de papel.
De carne y hueso…
No le importamos a ninguno de ellos.
Velamos la mirada, nos aislamos de nuestro mundo, protegiéndonos de otras miradas que se acercan interrogantes.
En una opaca y falsa burbuja interior.
Este es tu sueño,
desesperanza,
tu sueño invernal
sin caminos,
yermo,
helado albor.
Párpados cerrados,
negras aves agolpándose.
Silenciosas alas batiendo
un aire irrespirable.
Esta es tu mano,
desesperanza,
el roce áspero de tu piel,
promesa de un mundo
sórdido,
amargo sol.
El Ararat es donde Noé varó su yate de recreo. Debían de tener montada una buena juerga para ir a embarrancar en una montaña, pero tampoco es para culpar al timonel. Con tantas parejitas de todas las especies a bordo…
De acuerdo con la tradición, fue el mismo Noé quien bajó a tierra, plantó unas vides, estrujó sus frutos, los dejó macerar et voilà, ¡inventó el vino!
Por eso los armenios creen a pies juntillas que el néctar de la vida tiene origen en sus pagos y todos los demás son unos copiotas. Pero la inquina la reservan para la falacia esa de que el coñac se inventó en Cognac.
Según su punto de vista, agentes secretos franceses les robaron a ellos la fórmula, le pusieron el nombre de Napoleón y con un poco de marketing...
Si alguna vez os acercáis a visitar una bodega por allí, esta es la historia que os van a intentar colar. Y para demostrároslo (y que luego paséis por la tienda con espíritu jovial en el manejo de la billetera), os abrirán unas cuantas botellas de degustación.
Para qué discutir. Con el frío que hace en aquellas cuevas.
Creo que hace un par de años me quedé a medias contando lo del Anillo de Wagner.
O a un cuarto de la historia, que esto es una tetralogía, así que vamos a remediarlo. Prosigamos con La Valquiria.
Estábamos en que Alberich le quita el oro a las hijas del Rhin, Loge le tanga para dárselo a Wotan y este paga con él a Fafner y Fasolt, los cuales tienen a su vez una discusión sobre los derechos de propiedad. Fafner gana y se amodorra sobre el tesoro, convertido en un gran bicho escupefuego.
De un día para otro, a Wotan le da tiempo de echar algunas canas al aire. Por un lado visita a la diosa de la Tierra, Erda, y resulta tan cumplidor que tienen nueve hijas: Brünnhilde, Helmwige, Gerhilde, Ortlinde, Waltraute, Siegrune, Rossweisse, Grimgerde y Schwertleite.
Que alguien intente repetirlo todo seguido.
Y otro rato que se aburría en casa, se cambia el nombre por el de Wälse, se arrima a una humana y ¡zas!, toma gemelos: Siegmund y Sieglinde, fundadores de la estirpe de los welsungos.
Ya mayorcito, Siegmund llega huyendo de sus enemigos a casa de Hunding, un tipo más basto que un arado que ha desposado por la fuerza a Sieglinde, y esta le da cobijo. No se reconocen, ya que habían sido separados de niños, pero empiezan a hablar, jiji, jaja, y descubren que se caen simpáticos.
A Hunding no le pasa lo mismo, ya que resulta ser uno de los perseguidores, pero debido a las leyes de la hospitalidad no puede atentar —de momento— contra el huésped. Se les hace la hora de dormir.
El welsungo, pensando en su anfitriona, no concilia el sueño y se pregunta lo típico en tales situaciones: quién soy, de dónde vengo y adónde voy.
Momento de impactante brillantez cuando canta Wäääääääälse, Wääääääääääääälse, wo ist dein Schwert? Das starke Schwert, das im Sturm ich schwänge, bricht mir hervor aus der Brust, was wütend das Herz noch hegt?
Vamos, que dónde narices estará la espada que su padre le había prometido en herencia.
Sieglinde, que ha dejado KO al marido con un narcótico, reaparece y le pide que le cuente más cosas de su vida. Cuando llega a la conclusión de que su común progenitor es el tal Wälse, revela que un misterioso anciano tuerto clavó una espada en un roble y nadie hasta entonces ha sido capaz de extraerla.
Atemos hilos: ¿quién era el dios que pagó literalmente un ojo de la cara por beber de la fuente de la sabiduría, eh, quién?
Y va Siegmund y la desclava —más temblores de gustirrinín wagneriano—.
A continuación deciden huir juntos y comer perdices, pero no va a salirles la jugada así de fácil. Fin del primer acto.
Tras la preceptiva visita al cuarto de baño y un trago de hidromiel, que todo seguido estaríamos hablando de cuatro horas, entramos en el acto segundo.
Wotan ordena a Brünnhilde que ayude a Siegmund en el combate que se avecina contra Hunding, tan pronto como este despierte con dolor de cornamenta.
Pero Fricka no se muestra muy de acuerdo, por lo del matrimonio y la fidelidad. Las «aventurillas» de su consorte ya le sientan como una patada, así que pide un buen castigo para los adúlteros.
Wotan intenta explicarle que todo se debe a un plan serio, no a diversión. Qué labia. Las nueve valquirias sirven para llevar al Valhalla las almas de los mejores guerreros y formar con ellos un ejército que contenga la maldición de Alberich.
Y a Siegmund le reserva un papel maquiavélico: como él mismo no puede reclamar el oro por la fuerza, en virtud del contrato firmado con Fafner, quiere que le sustituya alguien de la familia. Para ello forjó precisamente la espada Notung.
Nada, Fricka no se deja convencer. Exige la muerte del héroe.
Vuelve Brünnhilde, que encuentra a papuchi con el ánimo muy chafado. Le da contraorden sobre el trato de favor a Siegmund, aunque ella sabe leer en el fondo de su corazón.
Los amantes corren, perseguidos por la jauría de Hunding, hasta que no pueden más y Sieglinde desfallece. Brünnhilde se hace visible y anuncia a Siegmund que son habas contadas y que se prepare para las delicias del Valhalla.
Si allí no va estar su chica, a él no le interesa el tema. Hunding les alcanza y, ante tanto amor, Brünnhilde se pone sentimental. Desobedeciendo su misión, extiende el escudo para proteger al welsungo.
Además, como Siegmund le pega un mandoble a su adversario con Notung, parece que va a prevalecer.
Clinc, clonc. Dos trozos de acero caen al suelo. Wotan ha interpuesto de repente su lanza y la espada se parte. Hunding aprovecha para atravesar al duelista desarmado, mientras la valquiria sale pitando con Sieglinde.
Wotan va detrás, no sin cargarse a su vez al vencedor de la refriega, para que le comunique «personalmente» a Fricka que su honor ha sido vengado.
Otra vez al baño, mientras tomamos un respiro hasta el acto tercero.
Sí, prometo que ya se otea el desenlace. Pero antes escuchemos...
¡Uaaaaaaaaah! ¡La cabalgata de las valquirias! Tan tan tarantaan tan, tan tarantaan tan, tan tarantaaaan tan, tan tarantaaaaaaaan.
Las animosas guerreras se reúnen sobre una gran roca, con su cosecha de almas del día. Nada de helicópteros, no nos liemos. Caballos voladores —o lo que tenga a bien disponer el director de escena de turno—.
Pasmo general al detener las bridas Brünnhilde. Pero si en vez de un brutus germanicus lo que lleva a la grupa es una damisela…
Temiendo la cólera divina, ninguna se ofrece a ayudar a las fugitivas.
Sieglinde tampoco quiere vivir, hasta que su salvadora le revela que va a tener un hijo. Entonces parte a esconderse en un bosque umbrío que nadie se atreve a frecuentar, porque en sus inmediaciones se encuentra la cueva donde sestea Fafner.
Y se lleva la herencia para el futuro bebé Siegfried: los pedazos de Notung.
Total, que Wotan, Wälse o como le queramos llamar, alcanza a su favorita, desbanda al resto del grupo y pronuncia sentencia: Brünnhilde se convertirá en una mujer mortal, sumida en letargo hasta que un hombre pase por allí, quede subyugado por su hermosura, le ponga el despertador junto a la oreja y se la lleve.
Ella protesta. Hasta ahora no había conocido varón, de forma que no le gusta la idea de enrollarse con cualquier pelagatos despistado. Wotan, conmovido, añade una condición: reposará rodeada de un círculo de llamas, para que el príncipe azul que la espabile sea un tipo de verdad valiente.
Llamas de las que queman, no de las andinas.
La orquesta toca el encantamiento del fuego, otro temazo, y…
Final. Se acabó. Ende. Telón.
Nos vemos en la próxima.
Pregunta casi teleológica sobre la sensación de vacío existencial que aqueja ahora mismo a la humanidad:
¿Y qué vamos a hacer tanto tiempo sin fútbol?
Harry Haller ha desaparecido sin dejar rastro.
El sobrino de la patrona a quien alquilaba la habitación rememora su figura: una persona seria, cabal, socialmente respetable. Apenas queda un manuscrito con sus memorias.
En la portada se advierte: Solo para locos.
Harry ha viajado mucho, ha leído mucho, ha asistido a innumerables conciertos. Todo ello ha proporcionado un sentido a su existencia.
Sin embargo, de manera inesperada, al poco de llegar a la ciudad empieza a experimentar aficiones diferentes. Como si hubiera perdido el sentido del ridículo.
Sale por las noches, frecuenta extraños espectáculos, restaurantes, salas de fiestas…
Hasta que llega el momento de asistir al gran baile de máscaras. Y al Teatro Mágico, donde la entrada cuesta la razón.
¿Es por seguir la moda de los desatados años 20, justo después de la catástrofe, justo antes de la barbarie?
¿O es que ha conocido a Armanda?
Y aquí paro de contar, por si acaso queda alguien en el mundo que aún no haya disfrutado de este título de Hermann Hesse.
Sólo me gustaría dejar constancia de que, si tuviera que elegir, si entre millones de libros me dieran a escoger uno, El lobo estepario podría ser el que me llevara a una isla desierta.
O a la estepa.