Dicen que Los cañones de agosto, de Barbara W. Tuchman, era el libro que tenía Kennedy en la cabeza durante la crisis de los misiles cubanos.
Relata lo ocurrido en los albores de la Gran Guerra, en aquellas jornadas de verano de la Belle Époque, cuando una cadena de circunstancias que «nadie había empezado» llevó hasta el desastre.
Qué, quién, cómo, por qué, todos los aspectos van engarzándose en una escalada que atrapa con fuerza la atención.
A lo largo de sus páginas asistimos al ultimátum austrohúngaro sobre los serbios, el apoyo ruso a estos, la consiguiente reacción alemana, el gobierno de París activando su alianza con el zar, las presiones del káiser para traspasar la frontera belga hacia las Ardenas, la inmediata oposición británica...
Su tesis final consiste en que, llegados a determinado punto, por extraño que pueda parecer, resultaba más fácil desencadenar las hostilidades que modificar los horarios de los ferrocarriles transportando coordinadamente a las tropas hacia el frente. Ya no habría retorno.
Año 1921. Te llamas Ngo Minh Chieu y eres funcionario de la administración colonial de Indochina. El día ha pasado... Bueno, como cualquier otro, ni fu ni fa, con calor, humedad y tal. Te vas a una sesión espiritista, para variar un poco.
Anda, acaba de aparecerse un gran ojo de la nada, ahí delante de ti. A lo mejor quiere decirte algo, como quiera que sea capaz de hablar un ojo. No es cuestión de ser descortés, que con estas cosas nunca se sabe. Escucha, escucha.
¿Fundar una nueva religión? No se te había ocurrido, pero tampoco está mal pensado. Se empieza de cero y quién sabe adónde puede uno llegar... Por lo pronto el símbolo ya lo tienes, así, con esa ceja en forma de arco tan bien puesta.
Hay que diseñar la jerarquía. Primero, el Ser Supremo. Como su nombre es Cao Dai, denominas a tu idea caodaísmo. Después vienen los grandes profetas y santos. Básicamente se trata de elegir a unos cuantos que sean fáciles de recordar: Napoleón Bonaparte, por ejemplo. Y Lenin, y Victor Hugo, y Juana de Arco, y Churchill, y...
Por supuesto, los credos preexistentes tienen su parte de razón, eran pasos necesarios antes de que llegaras tú, la culminación de las revelaciones. Para la cosa teológica, picas un poco de aquí y de allá. Si los sumaras a todos sería la pera. Al que se venga contigo le haces obispo y le das una túnica: las tienes amarillas, azules y rojas. Casi como en el parchís.
El tinglado tiene ya los andamios medio puestos. Necesitas ahora un templo como Dios manda —nunca mejor dicho—. Nada de pagodas sencillitas, mejor algo que llame la atención, algo más... em... más kitsch. Un merengue de fresa y vainilla. Y empiezas a dibujar en tu cabeza los planos de la iglesia de Tay Ninh.
Ya verás, van a parar por allí turistas dándole al dedo como descosidos para sacar fotos. Para que terminen de flipar, ofréceles cuatro ceremonias al día con todos los fieles de blanco blanquísimo, hombres a la derecha y mujeres a la izquierda. La curia, que se siente delante. Ah, y el coro que no falte. Exige que sean jóvenes vírgenes, qué menos.
En fin, creo que ya lo llevas encauzado, a ver si mañana no hace tanto calor. Y recuerda, el ojo te mira...
Una tarde de agosto. No hace el mismo calor que al mediodía, cuando permanecer un par de minutos bajo el sol podría provocar visiones de oasis con palmeras y cosas raras por el estilo.
Sin embargo, aún pega con fuerza, y acaba de cerrarse el semáforo para cruzar la calle. A esperar tocan. Madre mía, como tarde mucho...
—¡Mirad, ahí tenéis a Salomé!
Menudo brinco pego.
—¡Herodes la amaba, pero era un amor de lujuria! ¡Y ella bailó para él!
Efectivamente, el semáforo ha tardado demasiado. Me ha dado el sol en la cabeza y ya han aparecido las visiones.
Tengo detrás a un tipo con tupida barba de patriarca, sandalias y una gran cruz de madera sobre el pecho. Sólo le falta la túnica y el báculo. Y dice con voz estentórea que introduzca en mis pensamientos a una tal Salomé.
—¡Y bailó y bailó, y Herodes no pudo oponerse a su voluntad, y el precio fue la cabeza del profeta! ¡Tened cuidado, guardaos de las mujeres, alejaos de ellas, porque traen consigo la lujuria...!
Desde luego, aquí el amigo parece dominado por una idea fija. ¿Le habrá dejado la novia? A punto de iniciar un debate teológico, veo con el rabillo del ojo que el muñequito verde se ilumina y me da permiso para continuar.
Pues que se entere, cuando llegue a casa voy a poner la banda sonora de Roque Baños para Salomé, hala. Será aguafiestas...
He cruzado el puente sobre la laguna, protegido por serpientes de siete cabezas. He franqueado la puerta de la muralla. El sudor que desciende por mi frente me obliga a entrecerrar los ojos y, sin embargo, necesito mantenerlos abiertos, muy abiertos.
Paso el dorso de la mano por la piel humedecida y sigo adelante. Porque está ahí, aguardándome, llenando a cada paso mi asombrada pupila.
Cada torre se alza como un milagro. Tallados en las galerías, miles de relieves relatan escenas más propias de dioses que de seres humanos.
En el Ramayana, Rama con su arco, secundado por Hanuman al frente del ejército de los monos, se opone a las huestes del demonio Ravana, que ha raptado a su esposa, la princesa Sita.
Mas allá, en la epopeya del Mahabharata, chocan los dos reinos de los Pandavas y los Kauravas, cuyas tropas avanzan desde direcciones opuestas.
Asciendo al siguiente nivel. Paseo por los patios, al pie de las elevaciones con forma de loto, una en cada esquina, rindiendo homenaje a su hermana principal en el centro.
Al principio era la morada de Vishnu, solo soberanos y altos sacerdotes tenían derecho a hollarla. Más tarde se cincelaron imágenes de Buda. Quiero verlas más de cerca, subo nuevamente por los empinados escalones y alcanzo la cima.
El olor a incienso es signo de que el templo se encuentra aún activo. Desde allí, en cualquier dirección, lo rodea el mar vegetal que lo ocultó durante centurias.
Son incontables los restos, algunos restaurados por los arqueólogos, otros preservados en el mismo estado en que se hallaron, con raíces y troncos de árboles que abrazan sus muros. Simbólicamente, sobre las mismas losas que piso nace un arbusto en flor.
Y deseo darle gracias a la vida por haber tenido la oportunidad de llegar a este lugar. Y en el momento de abandonarlo vuelvo de continuo la cabeza, como si al segundo siguiente el sol fuera a llevárselo en su carrera por alcanzar los límites del horizonte.
Es entonces cuando susurro su nombre, suavemente: Angkor Wat…
Lugar: un autoservicio de comidas que no recomendaría a nadie a este lado del río Pecos. Hora: el día ha sobrepasado ya su cenit. Los habituales del lugar dan vueltas, comprobando el contenido de los diferentes potes, ollas y sartenes, recelosos de acallar los gruñidos del estómago con las poco apetitosas propuestas del cantinero.
Yo también merodeo entre la multitud, oteando dónde podré sentarme. En el horizonte distingo un sitio vacío. A cada paso que doy para alcanzarlo, antes de que otro más rápido me lo arrebate, el cuchillo y el tenedor van entrechocándose sobre mi bandeja con un sonido argénteo, semejante al de espuelas: clin, clin, clin...
El camino se estrecha, se convierte en un desfiladero: debo pasar entre dos grandes mesas y sólo cabe una persona a la vez. En ese mismo momento, un grupo viene en sentido contrario, acaudillado por alguien con la misma determinación. Se detiene. Me detengo. Nos miramos escrutadoramente a los ojos...
Los halógenos del techo inciden sobre nuestras facciones, llenándolas de aristas de luz y sombra. A pesar del aire acondicionado, una gota de sudor se forma en las sienes. El tiempo ha quedado casi suspendido. Cuando por fin vuelvo a mover los músculos de mis piernas, es como si todo ocurriera a cámara lenta.
Retrocedo. Me aparto. Se cierne sobre mí la amarga derrota, planeando con sus alas de zopilote. Él cruzará primero.
Al fin y al cabo, se trata del presidente de mi empresa. Demasiado sheriff para un humilde pistolero.
Segunda Guerra Mundial en una isla del Pacífico Sur. Nellie es enfermera de la marina estadounidense y Emile, francés, dueño de una plantación. Los dos se han enamorado. Los dos creen que no son correspondidos.
¿Cómo podría quererme? —piensa Nellie—. Es tan atento, tan culto, tan cosmopolita, y yo sin embargo no había salido nunca de Arkansas. Jamás se fijaría en alguien como yo.
¿Cómo podría quererme? —piensa Emile—. Es tan joven, tan natural, está tan llena de vida... Podría tener a quien ella quisiera. Jamás se fijaría en alguien como yo.
El teniente Cable llega desde Guadalcanal para preparar con otros oficiales una peligrosa misión. Emile ha vivido en la zona adonde se dirige, ocupada ahora por los japoneses. Les vendría muy bien que fuera su guía.
Nellie piensa que en realidad apenas conoce a ese hombre. Asegura a las demás enfermeras que va a quitárselo de la cabeza sin problemas. Vuelven a encontrarse y él se juega el todo por el todo: le pide que se casen. Ella acepta.
Hay tramas paralelas con el marinero Billis, mujeriego empedernido, y Bloody Mary, vendedora tonkinesa de faldas de hoja de palma, así como con su hija Liat y el teniente Cable.
Emile rechaza tomar parte en la misión que le solicitan, no quiere separarse de Nellie. Organiza una fiesta para que conozca a sus amigos. No pueden contener su felicidad por estar juntos y rememoran todo lo ocurrido los últimos días.
Finalmente, le presenta a Jerome y Ngana, dos niños encantadores. ¡Sorpresa!, son sus hijos. Y su piel no es blanca, ya que Emile había estado casado con una mujer nativa. En el mundo de Nellie, los blancos están a un lado y los demás al otro, no se puede cruzar esa línea. No tiene más remedio que abandonarle.
El teniente Cable también ama a Liat, y también sabe que es algo imposible. Le explica a Emile que Nellie o él mismo no han nacido con prejuicios raciales, sino que les han sido inculcados por la sociedad desde pequeños. No les es fácil evitarlos.
Emile acepta entonces acompañarle en su misión, ya nada importa. Gracias a ellos, los bombarderos hunden unos buques enemigos y comienza una gran ofensiva. A cambio, zeros nipones acribillan a Cable. Emile escapa milagrosamente, pero es dado por desaparecido.
Nellie conoce los informes. Arrepentida, desesperada, se da cuenta de su error. ¿Es demasiado tarde? Los niños le enseñan una canción: Dites-moi, pourquoi la vie est belle. Emile llega y se une al coro. Familia feliz, público feliz, final feliz.
South Pacific. Música de Richard Rodgers, letra de Oscar Hammerstein II. Un clásico de Broadway.
La fuga de Logan, novela escrita por William F. Nolan y George Clayton Johnson, dio origen a una película y a una serie televisiva. Sus protagonistas viven en el año 2116, en una sociedad donde las necesidades de los ciudadanos están previstas y cubiertas por el Pensador, un cerebro electrónico omnisciente. Para ser feliz no hay más que dejarse llevar.
La única pega sería que todos han de morir a los veintiún años. Perdón, morir no: someterse al sueño. Debido a la superpoblación y las guerras de siglos pasados, los recursos del planeta están limitados a un número fijo de personas. Un cristal implantado en la palma de la mano cambia de color para avisar de que va llegando el momento.
El triunfo del sistema es que la gente haya interiorizado ese destino, excepto un grupo de rebeldes. Cierto rumor hace referencia a un santuario donde vive Ballard, un viejo de más de veintiuno. Una leyenda sin fundamento, claro está. Pero Jessica 6 cree en ella y quiere escapar.
Logan 3, por su parte, es un vigilante. Tras abatir a uno de los rebeldes, hermano gemelo de Jessica, comienza a investigar en su entorno. Y bueno, como suele ocurrir, chico conoce a chica, chica cambia la forma de ver el mundo de chico.
Ahora les toca correr, mientras Francis, el antiguo compañero de Logan, les pisa los talones. Rápido, rápido...
Paso a primera hora de la mañana por el banco, a hacer una gestión. Ningún otro cliente, sólo la señorita que me atiende y la directora de la sucursal, hablando por teléfono en su despacho.
Entro y expongo el motivo de mi visita. La señorita sonríe. Varios fajos de billetes alineados sobre su escritorio indican que se fía de mí, es como si me estuviera enviando un mensaje: Venga, agarra el dinero, ráptame, huyamos en un deportivo rojo descapotable y hagamos locuras. Yo seré tu Bonnie y tú serás mi Clyde...
Pero siéntate, por favor. La directora ha salido del despacho y rompe el momento. Has venido a invertir, ¿a que sí? Déjame que te explique: bonos, fondos, planes de pensiones, bla, bla, bla...
No, no, no... Prefiero la imagen anterior. ¿Cuántos habrán sucumbido a ese perverso plan de los agentes del capital? ¿Cuántos habrán llegado aquí únicamente para recoger o entregar tal o cual papel y han sido convencidos de entregar sus escuetos ahorros a la voraz maquinaria del sistema?
Clave de lectura: Remembranza del naufragio del Estonia. Valoración: Bueno ✮✮✮✮✩ Música: Estonia, de Marillion ♪♪♪
Alrededor de la una de la madrugada, el agua comenzó a entrar a bordo.
El poeta fue leyendo, cortando con la roda de su voz el áspero oleaje, el hiriente viento, la noche sin perdón que surgía de las páginas del libro.
Por unos momentos, el Estonia volvió a la vida. El gran buque navegó una vez más a través del Báltico.
El pasado, el presente, los planes de futuro, los ochocientos cincuenta y dos sueños interrumpidos. Por unos momentos, todo retornó con él desde la negra gelidez abisal.
Tras el último silencio, aquellos locos que habíamos acudido a escucharle nos acercamos con nuestros ejemplares.
El poeta fue preguntándonos los nombres, charlando unos minutos con cada uno de nosotros, escribiendo la amable dedicatoria en su interior.
No, no puede ser verdad.
Calambres de perplejidad atenazaban aquella mañana la garganta.
Gravedad de plomo en los pies, como si la tierra nos sorbiera hacia sus raíces
igual que el agua los sorbía a ellos, criaturas desnudas, súbitamente,
desde la ensoñación de sus lechos hacia sus senos fríos como el hierro.
Era Jüri Talvet, era Elegía estonia y otros poemas.