Una tarde de agosto. No hace el mismo calor que al mediodía, cuando permanecer un par de minutos bajo el sol podría provocar visiones de oasis con palmeras y cosas raras por el estilo.
Sin embargo, aún pega con fuerza, y acaba de cerrarse el semáforo para cruzar la calle. A esperar tocan. Madre mía, como tarde mucho...
—¡Mirad, ahí tenéis a Salomé!
Menudo brinco pego.
—¡Herodes la amaba, pero era un amor de lujuria! ¡Y ella bailó para él!
Efectivamente, el semáforo ha tardado demasiado. Me ha dado el sol en la cabeza y ya han aparecido las visiones.
Tengo detrás a un tipo con tupida barba de patriarca, sandalias y una gran cruz de madera sobre el pecho. Sólo le falta la túnica y el báculo. Y dice con voz estentórea que introduzca en mis pensamientos a una tal Salomé.
—¡Y bailó y bailó, y Herodes no pudo oponerse a su voluntad, y el precio fue la cabeza del profeta! ¡Tened cuidado, guardaos de las mujeres, alejaos de ellas, porque traen consigo la lujuria...!
Desde luego, aquí el amigo parece dominado por una idea fija. ¿Le habrá dejado la novia? A punto de iniciar un debate teológico, veo con el rabillo del ojo que el muñequito verde se ilumina y me da permiso para continuar.
Pues que se entere, cuando llegue a casa voy a poner la banda sonora de Roque Baños para Salomé, hala. Será aguafiestas...