La reciente sentencia que condena a algunos de los promotores del intento de golpe de Estado, huelga aclarar a cuál me refiero, me motiva a dejar por escrito un par de consideraciones.
Primero, la ley no se rige –es fundamental que no lo haga– por las emociones de la sociedad. Incluso aunque estas fueran indubitablemente mayoritarias.
De otra manera hablaríamos de talión, de venganza, de «justicia popular»… No de ley.
Además, solo si existe prueba suficiente se debe condenar en la exacta proporción que dicte la norma.
No podemos retroceder en el tiempo para observar los secretos del delito antes de que ocurra, para ser testigos en lugar de intérpretes, para no correr el riesgo de equivocarnos.
Tenemos que conformarnos con investigar, preguntar y reconstruir.
Hacer que afloren las intenciones y los hechos, buscando aliviar a la víctima sin menoscabar las garantías del acusado.
Segundo, una vez separado el ámbito jurídico del sentimental, por supuesto que yo también tengo mi opinión particular sobre dicha sentencia. ¿Quién no?
Por ahí hacen ruido los que la consideran una «vergüenza», muestra de la «España fascista y opresora» (aunque, qué curioso, disfruten de toda la libertad para decirlo).
En el extremo opuesto se manifiestan igual de decepcionados. Demasiado flojo suena eso de la sedición.
En medio, unos jueces con un objetivo: hacer valer la ley, no contentar a unos u otros.
A los que supuran bilis, que imaginen todas las campañas de intoxicación que quieran. Que mientan.
Pero que aprendan que un Estado libre de ciudadanos libres, con reglas de decisión participativas, jamás desaparecerá sin más.