Retomemos un poco la senda del buen humor, tan ausente contra su voluntad en algunas de las últimas entradas. Todo empieza hoy en una fiesta de la embajada de Pontevedro en París.
Donde Camille de Rosillon le echa los tejos a Valencienne, ya que al marido de esta, el barón Mirko Zeta, lo único que le importa es que la viuda Hanna Glawari no se vuelva a casar con un extranjero, para que el reino no pierda los cincuenta millones de francos de la herencia.
Así que envía a su secretario Njegus a llamar al conde Danilo Danilowitsch, el amor de juventud de la potentada.
Pero Danilo, aunque la llama sigue ardiendo entre ellos, no quiere casarse con Hanna para que no parezca que persigue sólo su fortuna, y se pone a buscar candidatos alternativos. Por la fiesta pululan Raoul de Saint-Brioche, el vizconde Cascada...
Luego salen las bailarinas del Maxim: Lolo, Dodo, Joujou, Cloclo, Margot y Froufrou. Corre el champán, no queda muy claro si Hanna se va a liar con Danilo, con Camille, con el mismo barón Zeta, Pontevedro está a un paso de la quiebra...
Y así nos divertimos un rato escuchando La viuda alegre, del austrohúngaro Franz Lehár.
Después de cientos y cientos de años de historia, con tanto como se ha destruido y tanto como se ha construido...
Podemos aspirar a la Monarquía constitucional o a la República constitucional como forma de Estado.
Podemos aspirar a cambiarlo todo o a conservar lo ganado.
Podemos aspirar a que esas palabras con las que comienza la Carta Magna sean mucho más que un decorado, que se conviertan en algo verdadero:
La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama...
Podemos y debemos aspirar a ser mejores.
Pero de ninguna manera lo conseguiremos divididos, amputándonos la mano, cegándonos los ojos.
Por eso creo que este discurso nos incluye a todos. Nos incumbe a todos.
Hasta a aquellos que, en el ejercicio de su libertad de conciencia, lo critiquen de buena fe como yo lo alabo.
El título que recomiendo hoy es Storytelling, de Christian Salmon.
El subtítulo lo dice todo: La máquina de contar historias y formatear las mentes.
Describe técnicas que se aplican a todos los ámbitos de la vida: económico, político, cultural, religioso...
Explica que, para convencer a alguien de cualquier cosa, no hay que recurrir a la lógica, sino a la emotividad. El corazón, y no la cabeza, es lo que rige más a menudo nuestras reacciones.
Y la manera más eficaz para que los mensajes sean canalizados a favor de un determinado interés consiste en fijarlos en el subconsciente en forma de historia. Como si se tratara de una película.
Una en la que seamos coprotagonistas. La verdad de su contenido no importa.
Repito: la verdad no importa, puede tratarse de cualquier fantasía, más o menos inocua o más o menos insana. Se trata de que la gente «crea» en ella sin necesidad de pruebas.
Por eso, la próxima vez que te preguntes si eres realmente libre o si existen a tu espalda los maestros de marionetas, acuérdate del storytelling y reflexiona sobre las fuentes de tu pensamiento.
Los nazionalistas tienen «argumentos» tan absurdos...
Mentiras tan goebbelsianas...
Podrían ahorrárselas, no las necesitan. Su ideología se resume en que «queremos esto porque sí». El triunfo de la voluntad, como se titulaba aquella película propagandística de los años 30.
Un secuestro tan increíble de la historia, la democracia y el derecho para despojarlos de todo su contenido, convirtiéndolas en palabras vacías de neolengua...
Van gritando su odio, coreando sus consignas dictadas.
Y por eso les concedo un mérito. Uno personal.
Porque, con tantas injusticias rampantes por el mundo, con tantos motivos por los que apretar los dientes y exclamar que hasta aquí hemos llegado...
Que esos aprendices de camisas pardas hayan logrado convertirse en mi principal motivo de indignación tiene efectivamente mérito.