domingo, 14 de noviembre de 2010

Moras

Moras madurando en su rama.

Sube al vagón y se sienta a mi lado. Abre la tartera y empieza a comerlas, al principio deprisa, casi con ansia. Luego más lentamente, como si su sabor le susurrase algo al oído.

Moras. Negras, maduras, dulces. Ecos de mis veranos infantiles en Pimiango. La misma avidez al cogerlas de los zarzales, la misma calma después.

Veo el camino que abandona las últimas casas, bordeando las cercas de piedra, los campos de maíz, los prados de manzanilla. Veo las moras que brotan silvestres en las lindes.

Ya estoy cerca del acantilado. Enfrente de mis ojos, el mar. Más allá, la torre del faro. A mi espalda, en el horizonte, se dan la mano las cimas de las montañas.

Si continúo caminando llegaré hasta la vieja ermita, junto a la cueva con dibujos en las paredes: peces, ciervos, búfalos, caballos, un mamut con su nítido corazón...

Y cruzando el bosque, junto a los regatos, las ruinas de arcos medievales se alzan como si fueran sillares de un castillo donde poner a prueba mi espada de madera, la que me ha tallado el abuelo.

He llegado ya a mi estación, me levanto para salir. Miro a la desconocida. Las moras descansan aún en su regazo y sonríe levemente, con los ojos entrecerrados. ¿En qué piensa?

Me gustaría llevar en este momento una cámara mágica. Una que pudiera sacar una imagen de nuestro interior.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Propuesta a la Real Academia

Delfines nadando.

Omóplato u omoplato

Del lat. omoplăte, y este del gr. ὠμοπλάτη.

1. m. Anat. Cada uno de los dos huesos anchos, casi planos, situados a uno y otro lado de la espalda, donde se articulan los húmeros y las clavículas.

2. Sobre el mar de tu espalda, junto al borde del mundo de tus hombros, dos olas. Cuando mueves los brazos se alzan interrogantes, inquietas, alegres, y luego vuelven suavemente a caer. Qué mano pudiera acercarse a ellas, nadar entre ellas, trazar sobre ellas círculos de espuma...

jueves, 4 de noviembre de 2010

Un dólar

Niña mirando a la cámara.

—One dollar, sir, one dollar, you get one, two, three, four, five, five for one dollar...

Y tú continúas tu camino, no has venido hasta el otro lado del mundo para comprar pulseras con cuentas de madera, quieres ver piedras, templos, palacios, construcciones de leyenda en medio de la selva.

—Monsieur, monsieur, très beaux, très beaux, un, deux, trois, quatre, cinq... Très beaux.

Vaya, también habla francés, es una cría muy espabilada. Consigue sacarte una sonrisa mientras trota a tu lado con su pequeña cesta de abalorios.

—Señor, un dólar, muy bonitas, señor, una, dos, tres, cuatro, cinco, sólo un dólar, señor.

Y te detienes, y parece contenta de haber dado por fin con el idioma adecuado, y se pone en la muñeca los adornos para mostrarte qué bien quedan. Y sigue contando: una, dos, tres, cuatro, cinco... por un dólar.

Y el sagrado papel con la efigie de Washington sale de tu cartera y a ella se le ilumina la mirada cuando lo depositas en su mano, y te hace una reverencia, muchas gracias, señor, y se va para entregárselo a alguien a quien no ves.

Y eres tú quien de los dos se siente más pobre por dentro.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El gato al que le gustaba la lluvia

Clave de lectura: ¿Dónde se habrá metido Noche? Axel tiene que encontrar a su gato.
Valoración: Bueno ✮✮✮✮✩
Música: Sommarvals, de Frifot ♪♪♪
Portada del libro El gato al que le gustaba la lluvia, de Henning Mankell.

Nuestro libro de hoy comienza cuando Lukas cumple seis años. Sus padres, Axel y Beatrice, le regalan a Noche y él se compromete a cuidarlo responsablemente.

Aunque su hermano mayor, El Torbellino, no piensa ayudarle. Al contrario, para hacerle rabiar preferiría que echaran al intruso de casa.

Y un día, al despertar, ha desaparecido.

Beatrice intenta tranquilizar a Lukas: no puede haber ido lejos, porque está lloviendo y todos saben que a los gatos no les gusta mojarse. Pero, ¿y si el suyo fuese especial?

¿Y si hubiera viajado al País de la lluvia, dentro de una gota de agua gigante? Al menos, esa es la versión de Axel.

No, seguro que es un cuento, ha de recuperar a su mejor amigo como sea. Colocará carteles en todo el barrio ofreciendo un millón de recompensa, aunque primero tenga que averiguar cómo se escribe esa palabra.

O más. Si es necesario se escapará con su almohada y dos bocadillos metidos en la mochila del colegio, para seguir buscando.

El gato al que le gustaba la lluvia, de Henning Mankell. ¿Literatura infantil y juvenil? Bien, de acuerdo. ¿Infantiloide? En absoluto.

Mankell sabe lo que se hace, tanto en sus famosos títulos policíacos como en sus demás registros. De hecho, puede dirigirse a cualquiera que no tema leer con otros ojos.

Tal como nota Lukas, «los padres piensan más despacio que los niños y a veces les cuesta entender cosas sencillas».


jueves, 7 de octubre de 2010

Saigón

Incienso en un templo de Saigón.

Foto en un templo del barrio chino de Saigón.

jueves, 30 de septiembre de 2010

El bandolero

Entro en la peluquería. Sé que intentarán vaciarme la faltriquera, que cuando les diga que simplemente vengo a cortarme el pelo insistirán en que necesito además una mascarilla nutritiva, un caro champú con extractos de frutas para aumentar el brillo o, en el colmo de la desfachatez, una sesión paralela de manicura.

O sea, como si yo fuese un petimetre a la moda de París, un afrancesado, en lugar de un tipo curtido, no sé, al estilo del Tempranillo o de Curro Jiménez.

De manera que me mantengo alerta, sintiendo a través de la tela el peso de mis ducados. O el tacto de la tarjeta de crédito, lo mismo da. Especialmente cuando comienzan con el flequillo, lo que me obliga a cerrar los ojos.

Buenas tardes.

Alguien se acomoda en el sillón de al lado y respondo a su saludo cual hidalgo, sin parar mientes en quién puede ser. Estaré cegado aún unos segundos. Aunque... esa voz...

De repente me entra una sensación como si toda la riqueza que llevo encima fuera a volatilizarse, igual que si viajara en diligencia por Sierra Morena y la misma voz diera un alto imperioso al cochero, al amparo de un trabucazo. Inquieto, arriesgándome a un trasquilón por girar la cabeza, compruebo la identidad del recién llegado.

Mis piernas flaquean, estoy perdido, no tengo posibilidad ninguna de escapar. Él también me mira brevemente, mientras comienzan a extenderle espuma por la cara para un afeitado a navaja, tal como corresponde a su reputación. He de resignarme a desprenderme de cualquier cosa que me exija: oro, reloj, anillos... Lo que él diga.

Como para llevarle la contraria a Curro Jiménez, precisamente. Anda que no sabía yo de pequeño de qué manera se las gastaba por la tele el rey de los bandoleros. Ahora está algo más envejecido, pero si se enfada y llama al Estudiante, al Algarrobo y al Gitano...


domingo, 26 de septiembre de 2010

Los cañones de agosto

Clave de lectura: Agosto de 1914: quedan días para el comienzo de la Gran Guerra.
Valoración: Muy bueno ✮✮✮✮✮
Música: Los planetas (Marte), de Gustav Holst ♪♪♪
Portada del libro Los cañones de agosto, de Barbara W.Tuchman.

Dicen que Los cañones de agosto, de Barbara W. Tuchman, era el libro que tenía Kennedy en la cabeza durante la crisis de los misiles cubanos.

Relata lo ocurrido en los albores de la Gran Guerra, en aquellas jornadas de verano de la Belle Époque, cuando una cadena de circunstancias que «nadie había empezado» llevó hasta el desastre.

Qué, quién, cómo, por qué, todos los aspectos van engarzándose en una escalada que atrapa con fuerza la atención.

A lo largo de sus páginas asistimos al ultimátum austrohúngaro sobre los serbios, el apoyo ruso a estos, la consiguiente reacción alemana, el gobierno de París activando su alianza con el zar, las presiones del káiser para traspasar la frontera belga hacia las Ardenas, la inmediata oposición británica...

Su tesis final consiste en que, llegados a determinado punto, por extraño que pueda parecer, resultaba más fácil desencadenar las hostilidades que modificar los horarios de los ferrocarriles transportando coordinadamente a las tropas hacia el frente. Ya no habría retorno.

Obra, en resumen, muy amena y esclarecedora.


jueves, 16 de septiembre de 2010

Historias de la Cochinchina

Ceremonia caodaísta en la iglesia de Tay Ninh.

Año 1921. Te llamas Ngo Minh Chieu y eres funcionario de la administración colonial de Indochina. El día ha pasado... Bueno, como cualquier otro, ni fu ni fa, con calor, humedad y tal. Te vas a una sesión espiritista, para variar un poco.

Anda, acaba de aparecerse un gran ojo de la nada, ahí delante de ti. A lo mejor quiere decirte algo, como quiera que sea capaz de hablar un ojo. No es cuestión de ser descortés, que con estas cosas nunca se sabe. Escucha, escucha.

¿Fundar una nueva religión? No se te había ocurrido, pero tampoco está mal pensado. Se empieza de cero y quién sabe adónde puede uno llegar... Por lo pronto el símbolo ya lo tienes, así, con esa ceja en forma de arco tan bien puesta.

Hay que diseñar la jerarquía. Primero, el Ser Supremo. Como su nombre es Cao Dai, denominas a tu idea caodaísmo. Después vienen los grandes profetas y santos. Básicamente se trata de elegir a unos cuantos que sean fáciles de recordar: Napoleón Bonaparte, por ejemplo. Y Lenin, y Victor Hugo, y Juana de Arco, y Churchill, y...

Por supuesto, los credos preexistentes tienen su parte de razón, eran pasos necesarios antes de que llegaras tú, la culminación de las revelaciones. Para la cosa teológica, picas un poco de aquí y de allá. Si los sumaras a todos sería la pera. Al que se venga contigo le haces obispo y le das una túnica: las tienes amarillas, azules y rojas. Casi como en el parchís.

El tinglado tiene ya los andamios medio puestos. Necesitas ahora un templo como Dios manda —nunca mejor dicho—. Nada de pagodas sencillitas, mejor algo que llame la atención, algo más... em... más kitsch. Un merengue de fresa y vainilla. Y empiezas a dibujar en tu cabeza los planos de la iglesia de Tay Ninh.

Ya verás, van a parar por allí turistas dándole al dedo como descosidos para sacar fotos. Para que terminen de flipar, ofréceles cuatro ceremonias al día con todos los fieles de blanco blanquísimo, hombres a la derecha y mujeres a la izquierda. La curia, que se siente delante. Ah, y el coro que no falte. Exige que sean jóvenes vírgenes, qué menos.

En fin, creo que ya lo llevas encauzado, a ver si mañana no hace tanto calor. Y recuerda, el ojo te mira...

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Salomé

Una tarde de agosto. No hace el mismo calor que al mediodía, cuando permanecer un par de minutos bajo el sol podría provocar visiones de oasis con palmeras y cosas raras por el estilo.

Sin embargo, aún pega con fuerza, y acaba de cerrarse el semáforo para cruzar la calle. A esperar tocan. Madre mía, como tarde mucho...

—¡Mirad, ahí tenéis a Salomé!

Menudo brinco pego.

—¡Herodes la amaba, pero era un amor de lujuria! ¡Y ella bailó para él!

Efectivamente, el semáforo ha tardado demasiado. Me ha dado el sol en la cabeza y ya han aparecido las visiones.

Tengo detrás a un tipo con tupida barba de patriarca, sandalias y una gran cruz de madera sobre el pecho. Sólo le falta la túnica y el báculo. Y dice con voz estentórea que introduzca en mis pensamientos a una tal Salomé.

—¡Y bailó y bailó, y Herodes no pudo oponerse a su voluntad, y el precio fue la cabeza del profeta! ¡Tened cuidado, guardaos de las mujeres, alejaos de ellas, porque traen consigo la lujuria...!

Desde luego, aquí el amigo parece dominado por una idea fija. ¿Le habrá dejado la novia? A punto de iniciar un debate teológico, veo con el rabillo del ojo que el muñequito verde se ilumina y me da permiso para continuar.

Pues que se entere, cuando llegue a casa voy a poner la banda sonora de Roque Baños para Salomé, hala. Será aguafiestas...


martes, 24 de agosto de 2010

Angkor Wat

Angkor Wat reflejada en el estanque.

He cruzado el puente sobre la laguna, protegido por serpientes de siete cabezas. He franqueado la puerta de la muralla. El sudor que desciende por mi frente me obliga a entrecerrar los ojos y, sin embargo, necesito mantenerlos abiertos, muy abiertos.

Paso el dorso de la mano por la piel humedecida y sigo adelante. Porque está ahí, aguardándome, llenando a cada paso mi asombrada pupila.

Cada torre se alza como un milagro. Tallados en las galerías, miles de relieves relatan escenas más propias de dioses que de seres humanos.

En el Ramayana, Rama con su arco, secundado por Hanuman al frente del ejército de los monos, se opone a las huestes del demonio Ravana, que ha raptado a su esposa, la princesa Sita.

Mas allá, en la epopeya del Mahabharata, chocan los dos reinos de los Pandavas y los Kauravas, cuyas tropas avanzan desde direcciones opuestas.

Asciendo al siguiente nivel. Paseo por los patios, al pie de las elevaciones con forma de loto, una en cada esquina, rindiendo homenaje a su hermana principal en el centro.

Al principio era la morada de Vishnu, solo soberanos y altos sacerdotes tenían derecho a hollarla. Más tarde se cincelaron imágenes de Buda. Quiero verlas más de cerca, subo nuevamente por los empinados escalones y alcanzo la cima.

El olor a incienso es signo de que el templo se encuentra aún activo. Desde allí, en cualquier dirección, lo rodea el mar vegetal que lo ocultó durante centurias.

Son incontables los restos, algunos restaurados por los arqueólogos, otros preservados en el mismo estado en que se hallaron, con raíces y troncos de árboles que abrazan sus muros. Simbólicamente, sobre las mismas losas que piso nace un arbusto en flor.

Y deseo darle gracias a la vida por haber tenido la oportunidad de llegar a este lugar. Y en el momento de abandonarlo vuelvo de continuo la cabeza, como si al segundo siguiente el sol fuera a llevárselo en su carrera por alcanzar los límites del horizonte.

Es entonces cuando susurro su nombre, suavemente: Angkor Wat…