Imaginad que estáis invitados a la casa de campo de unos amigos. Naturaleza, montañas, aire puro...
Vuestros anfitriones tienen que acercarse una tarde al pueblo y vosotros os quedáis disfrutando de la cabaña. Es un poco raro que a la mañana siguiente aún no hayan regresado, de manera que salís al camino por si acaso hubieran sufrido algún percance.
Y de repente, ¡paf!, choque en toda la frente.
La vía parece expedita, ¿con qué habéis topado? Alargáis la mano y la posáis sobre una superficie invisible pero sólida, que os impide seguir adelante.
Al tacto, vais siguiendo el contorno hasta llegar a las proximidades de un caserío, desde donde distinguís a sus habitantes. Mejor dicho, a quienes fueron sus habitantes. Paralizados, convertidos en piedra. Algo ha acabado con todo vestigio de vida al otro lado.
Así comienza El muro, escrito y publicado por Marlen Haushofer en fecha tan temprana como 1963 (por si acaso alguien se preguntaba a quién se le ocurrió primero la idea de la «cúpula» que aísla a una comunidad, si a Stephen King o a ella).
A lo largo de sus páginas, la protagonista, cuyo nombre nunca sabemos, tendrá que aprender a sobrevivir en el valle donde es la única representante de la especie humana.
O quizá no...
Ordeñar, sembrar patatas, segar y atropar la hierba, aprovisionarse de leña para el invierno, cazar a los animales cuya muerte no ponga en riesgo el equilibrio ecológico... Cada acción supone un mundo para una persona de ciudad, con cuarenta años cumplidos y dos hijas ya adolescentes.
Hacia las cuatro, cuando enciendo la lámpara, la gata sale de su rincón y salta sobre la mesa cerca de mí. Durante un rato me observa mientras escribo. Le gusta la luz amarilla de la lámpara tanto como a mí. Oímos a las cornejas abandonar el claro con sus ásperos gritos y la gata echa hacia atrás las orejas nerviosa. Cuando se calma ha llegado nuestro momento de diálogo. Suavemente me quita el lápiz de la mano y se arrellana sobre las páginas cubiertas de escritura. Yo la acaricio y le cuento viejas historias o le canto canciones. No canto muy bien, por eso canto bajito, sobrecogida por el silencio de la tarde invernal.
Pero el mayor desafío no es el esfuerzo físico o afrontar la soledad. No, otro descubrimiento, según transcurren los días, la turba aún más.
Llegar a sentirse una desconocida para sí misma.
Darse cuenta de que su existencia anterior, donde cumplía con un rol no elegido, con una expectativa social sujeta a escrutinio, bajo reglas tan reales como la pared que ahora la encierra, le causaba sin saberlo una profunda insatisfacción.
En definitiva, ¿por qué recomendar a esta singular autora? ¿Por qué leerla a ella, entre tantos otros millares de opciones?
Porque escribió una verdadera obra maestra.